Algunos grandes creadores no son a veces conocidos, unas, porque se anticiparon, otras, porque se retrasaron; a veces, porque se obsesionaron, y otras quizá porque se encasillaron. Tal vez, por nada de eso, posiblemente, también como en este caso, porque no necesitaron al Arte para vivir. Todo lo contrario: el Arte les necesitó a ellos. Cuando al pintor catalán Isidre Nonell (1873-1911) le preguntaron una vez por qué pintaba así -tan sórdidamente, a los marginados-, cuál era el sentido estético de lo que hacía, él siempre contestaba lo mismo: yo sólo pinto, y nada más.
Ante los destellos tranquilizadores y sosegados de un impresionismo cautivador, un revulsivo se apoderaría luego de otros autores, que hicieron de su modo de expresión un alarde del reflejo más realista y crudo de la sociedad en que vivían. Este fue el gran cajón llamado postimpresionismo. Aquí cabía ya todo lo que presentara a los seres humanos vagando por sus vidas, ahora éstas desoladas, oprimidas o marginadas. Desde van Gogh hasta Toulouse-Lautrec y Munch, pintores reconocidos universalmente; pero también existieron otros, menos conocidos, y que además se impregnaron de una tendencia que vendría a salvarlos de la justificación permanente de lo que hacían: el Modernismo.
En esos momentos, el paso del siglo XIX al XX, explosionaría ya una forma multifacética y liberal de representar ahora lo que una época, en efervescencia de grandes cambios, traería pronto a una sociedad desorientada y perdida. Y, ahí, surge la figura peculiarísima de Isidro Nonell Monturiol. De crear imágenes amables para una burguesía autocomplaciente, pasaría entonces a componer los rostros y las escenas más profundas, marginadas, dolorosas y desgarradoras de los suburbios finiseculares de una Barcelona industrial. Ahora el color, que ya había sido para los postimpresionistas no una rémora sino un aliciente; para los modernistas, no un obstáculo sino una expresión, Nonell los ensombrece, los lleva sin embargo, con toda esa oscuridad, a la utilización cromática más sublime y elogiosa para con sus distantes modelos.
Pintó lo que quiso, sin importarle si lo aceptaban o no; creó sin preguntarse por qué; se adentró en su creación del mismo modo a como los decadentistas literarios franceses de décadas anteriores se habían comprometido con sus inspiraciones. Y aun así, es muy posible que, a diferencia de éstos, la inmersión en su entrega obsesiva la hiciera el pintor catalán sin razones especiales de ningún tipo: sólo porque sí, sólo porque quiso, sin razón alguna. ¿Hay que encontrar alguna razón en el porqué se encuentra algo más interesante para expresar, simplemente, lo que se desea?
El poeta Mario Verdaguer (1885-1973), en una reseña sobre la vida del pintor, basada en la obra de Eugenio Dors La muerte de Isidro Nonell, escribió una vez lo siguiente:
A Nonell le impresionaba hondamente el Carnaval de los barrios bajos de Barcelona, el carnaval de las calles sórdidas, rebosantes de mascarones estrafalarios. Gustaba de ver esas comparsas absurdas, precedidas de un destemplado tambor. En el carnaval de 1911, Isidro Nonell y Ricardo Canals iban una tarde juntos por la calle del Conde del Asalto. De pronto, descubrieron andando por el arroyo a una máscara extraordinaria. Traje de maja deteriorado, con deslucidas lentejuelas; chapines sucios de seda; como peineta, una pala de lavar, y, a guisa de mantilla, largas tripas de bacalao, que descendían desde lo alto de la pala hasta los tobillos.
Nonell la contempló estupefacto, en su vida obsesionante de pintor, entre seres de pesadilla, no había visto jamás un engendro igual. Al lado de la máscara trágica, iba una vieja jorobada, con cara de idiota, vestida de torero. Aquella manola de pesadilla, llevaba el rostro embadurnado con harina amarillenta que acentuaba el gesto ambiguo de su boca sin dientes.
- ¡Nunca había visto una imagen tan extraordinaria de la muerte!, exclamó Nonell, contemplando aquella estantigua que rápidamente se perdió entre la multitud bulliciosa.
Nonell quedó obsesionado. Era el modelo más impresionante que había pasado jamás ante sus ojos de pintor, y, dominado por el estupor, la había dejado perderse entre la confusión de la gente. Como si intentase buscarla, se metió en las calles del Distrito Quinto. Visitó los ceñudos tugurios de la calle del Marqués de la Mina, los tabernuchos apestantes, los cuartos angostos, tenebrosos como ataúdes, separados sólo por tabiques de madera. Cubiles donde no entraba el aire, ni la luz clarificaba las horrendas pesadillas.
Nonell buscaba, sin saberlo, a su último modelo para su último cuadro. Y acabó por encontrarlo. Lo encontró en su primer delirio de enfermo del tifus. La máscara llegó, para ser el modelo fatal de un cuadro que ningún pintor hubiera pintado jamás.
Una gitana bronceada había contagiado a Nonell una enfermedad terrible. Esta enfermedad se complicó con el tifus, y, en pocos días, el pintor dejó de existir. Tenía treinta y ocho años.
Desde la modesta casa mortuoria, a pie y detrás del féretro, iban plañendo seis desoladas gitanas cubiertas con largos crespones negros. Eran las modelos del pintor. Antes de que el coche fúnebre emprendiese la marcha, las gitanas depositaron unas flores silvestres sobre el ataúd. En el cortejo figuraban muchos artistas y gran cantidad de gitanos, guitarristas, cantaores y taberneros, amigos de Nonell.
Eugenio Dors escribió unas páginas admirables: La muerte de Isidro Nonell, en las que el pintor muere a manos de la horda que él hace vivir en sus maravillosos cuadros.
(Todas obras del pintor modernista Isidre Nonell: Óleo Reposo, 1904; Gitana, 1909; Dolores, 1903; Estudio, 1906; Maruja, 1907; La Paloma, 1904; Miseria, 1904; Museo Nacional de Arte de Cataluña, Barcelona; Fotografía de Isidre Nonell en su estudio, con sus modelos gitanas.)
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