La vi pocos días antes de morir: una oveja rezagada del rebaño, de aspecto avejentado y balar ronco de enfermedad. “Poco le queda”, pensé bajo el reclamo de los reyezuelos en las encinas. Semanas después, la primavera apuntaba en los brotes de la hierba sobre la que yacía la carcasa de lo que fue esa oveja. No había olor, ni ya ruido de urracas, sólo destacaba la incipiente blancura de los huesos aún articulados. Me acerqué a ella pensando en cómo se estaba convirtiendo en humus, en minerales, en insectos destinados a dar vida a los pájaros, en toda una reserva de nutrientes en el suelo de la que habrían de surgir hierbas que sustentarían a otras ovejas... Levanté el cráneo con una rama y allí estaban, agazapados, los escarabajos que habían nacido de esta muerte; los logré identificar dentro del género Thanatophilus (seguramente de la especie rugosus, ver dibujo), que significa "amigos de la muerte". Recordé aquella liebre muerta en mayo, cómo se llenó de los mismos insectos, como el ratón del verano, la torcaz o la culebra de escalera atropellada. Los Thanatophilus siempre acababan encontrando el cadáver, y nunca se sabía de dónde habían salido.
Pensé que, para estos insectos fúnebres, un vertebrado muerto es algo así como una isla que surge, imprevisible y benévola, de entre el mar hostil del matorral mediterráneo. Pensé que la evolución debe de haber dotado a los diminutos “amigos de la muerte” de un prodigioso olfato y de una buena capacidad de volar hacia una “Isla Cadáver”, esa tierra prometida que quizás sólo algunos elegidos pudieran alcanzar en cada generación. Recordé que el escarabajo enterrador que había encontrado ahogado en un bidón en verano tenía plegadas unas alas larguísimas bajo los cortos élitros, indicio de que era un gran volador de largas distancias en busca de estas islas de carroña. Generalicé que los insectos de la carroña deben de ser grandes viajeros, como predice su particular ecología. Porque, para un organismo que depende de hábitats efímeros y de aparición imprevisible, como un cadáver, hay una enorme presión evolutiva hacia el desarrollo y mantenimiento de una gran capacidad de dispersión, que le facilitará localizar esos raros entornos favorables que necesita. Hasta tal punto sucede así que los escarabajos de un linaje carroñero (Sílfidos) que han perdido la capacidad de volar tienden a abandonar los hábitos necrófagos, volviéndose mayoritariamente cazadores de invertebrados del suelo, un modo de vida para el que no necesitan alas. Del mismo modo que los escarabajos carroñeros son consumados voladores, los escarabajos acuáticos propios de las charcas temporales vuelan excelentemente, al igual que ciertos chinches especialistas en esas islas de agua efímeras que a veces la primavera hace brotar entre el secano.
Más sobre la evolución de la capacidad de dispersión en “Discovering evolutionary ecology” (Mayhew, 2006).