Mi anterior crónica del IV Congreso de Escritores #AEN18 fue a principios de junio. Ha pasado mucho más tiempo del que tenía previsto. El largo silencio, sin embargo, no significa que tenga intención de abandonar mi propósito de continuar reflexionando sobre lo mucho, y muy intenso, que vivimos en Gijón a finales de abril. Todo lo contrario, las crónicas van a seguir desgranándose en este espacio (cada vez es más probable que acaben solapándose con el siguiente evento que nos preparen las cabezas pensantes de la AEN – Asociación de Escritores Noveles), porque lo trascendente no es la temporalidad, sino la consistencia del contenido que pretenden trasladar a cualquiera que tenga inquietud por la escritura.
Hoy le toca a la charla que mantuvieron los autores Carlos Fernández Salinas, Ricardo Menéndez Salmón y Víctor del Árbol. Una maravilla. Un auténtico clinic para escritores, del que absolutamente todo es aprovechable. Así que, si soy honesto, lo mejor que podéis hacer es pasar directamente al vídeo que encontraréis al final del texto y, armados con un cuaderno y un boli, escucharlo con toda la atención del mundo. No dejaréis de anotar, como he hecho yo al refrescar los apuntes que tomé en directo (una vez más, mil gracias a Vanesa García Barahona por las grabaciones y por compartirlas de forma pública en Facebook).
Carlos abrió el tarro de las esencias a partir de una premisa evidente pero que no todo el que pretende dedicarse a la escritura considera: «Para ser escritor, el talento es una condición necesaria, pero no suficiente. Hay que tener una gran capacidad de trabajo». Durante la hora y media siguiente, Ricardo y Víctor demostraron la validez de la sentencia ilustrando a la fascinada audiencia con su experiencia personal, sus motivaciones, su forma de trabajar, sus fuentes de inspiración, sus consejos y sus opiniones.
Empezaron remontándose a los inicios. «No sé por qué escribo», se arrancó Del Árbol, con esa sencillez tan cercana y un punto descarada que lo lleva a meterse en el bolsillo al público desde el primer momento. Enseguida se explicó. «Hay una necesidad, que nace de la rutina, de intentar ordenar pensamientos, construcciones de la realidad, a partir de las palabras escritas. De niño era observador y curioso, pero no sabía cómo verbalizar mis inquietudes. Me di cuenta de que escribiendo no me tenía que justificar, sino simplemente dejar que la muñeca hablase por sí misma, y me di cuenta de que hay una interacción muy interesante entre el pensamiento y la palabra. La escritura se acabó convirtiendo en una especie de espejo. Yo era consciente de lo que sentía, de lo que era, cuando leía lo que había escrito».
Empezó escribiendo poemas (que confiesa no haber publicado nunca porque no tienen calidad suficiente) y diarios personales. Me parece muy interesante lo que comentó al respecto: «Releyendo diarios de cuando tenía catorce o quince años, sigo viendo a la misma persona que soy», cosa que interpreta como la demostración de que «hay unos principios de coherencia vitales que se van manteniendo a lo largo de los años. Lo que cambia es el envoltorio, la manera de expresarlo».
La escritura es, pues, un medio para explicarnos a nosotros mismos nuestra relación con el entorno. Y en esa idea redundó Ricardo Menéndez Salmón. «La literatura es un modo de estar en el mundo, de poner orden en este desorden del que formamos parte. La literatura se me ha mostrado como una forma de conocimiento, de interactuar con la realidad». Ello determina el escritor que somos, sobre qué vamos a escribir. «Cada autor acaba descubriendo que hay un núcleo de obsesiones que lo compromete», que en la historia de la literatura son recurrentes porque «hay muy pocos temas; siempre escribimos sobre lo mismo». El amor, el viaje, la muerte, el tiempo, la memoria, la venganza…
«Todo está escrito», incidió Víctor. «La literatura va de conflicto», y la tarea del autor es conseguir que ese conflicto le resulte interesante al lector. ¿Cómo? Mediante el punto de vista. «Cualquier historia que se nos ocurra, por original que pensemos que es, alguien la ha pensado antes. La originalidad está en la manera de contar, y ahí nace la marca del autor, su voz particular».
Conseguir esa voz reconocible es uno de los retos principales que debe afrontar cualquier autor, encontrar el equilibrio entre los referentes y nuestra propia personalidad creativa. Algo que sólo nos va a proporcionar la experiencia.
«Cada escritor debe sentirse orgulloso de la tradición de la que procede», subrayó Menéndez Salmón. «La metáfora que define bien a la literatura es la del vaso comunicante: somos individuos que llevamos a nuestras espaldas una enorme tradición, pero no toda ella nos alimenta; vamos escogiendo a lo largo de nuestro crecimiento como creadores cuáles son esos escritores cuya voz resuena en nuestros intereses. Somos lo que hemos leído, y eso genera sensibilidades distintas».
La lectura, pues, como condición necesaria para poder escribir con pretensión literaria. «Un escritor no nace de la nada», reforzó Del Árbol. «El primer impulso es el de la imitación. Queremos imitar las lecturas que nos entusiasman. Luego, poco a poco, nos vamos separando y buscando nuestra propia expresión». En su caso, por ejemplo, El extranjero, de Albert Camus, que leyó por primera vez en la adolescencia.
La imitación es un elemento común en la mayoría de autores que empiezan. El otro error habitual que cometemos los escritores noveles es que «siempre muerdes más de lo que puedes digerir. No estamos preparados para afrontar todas las historias; hay que ser conscientes de los propios límites», señaló el autor barcelonés, quien reconoció que sigue abandonando historias que le quedan grandes.
Carlos Fernández recordó que, según Juan Rulfo, otra manera de distinguir fácilmente al escritor novato es por lo mucho que le cuesta repetir la misma palabra; continuamente busca sinónimos.
A pesar de los errores y las muchas imperfecciones, Ricardo reivindicó el valor de las primeras obras. «La narrativa es un arte de la madurez, que necesita experiencia humana, y ese aprendizaje de los primeros libros uno debe contemplarlo con mucho cariño. Lo que uno debe procurar es que la obra que vaya construyendo sea coherente, honesta con lo que uno persigue, y que nunca esté atenta al ruido que rodea a la literatura. Hay que escribir como si uno no fuera nunca a publicar. Hay que leer mucho, empaparse de lo que otros han hecho, porque es una escuela de humildad, pero también de ambición, y hay que escribir consciente de que la recompensa es la propia obra, y todo lo que venga añadido, bienvenido sea».
Me parece una de las declaraciones más trascendentes, no sólo de la charla, sino de todo el congreso, porque, en mi opinión, concentra todo lo importante que debe tener en cuenta cualquiera que pretenda dedicarse a la escritura. Si fijamos esos cuatro conceptos básicos y estamos dispuestos a trabajar con constancia y a aprender, nuestra solidez creativa sólo puede ir a más.
Carlos, como conductor de la charla, planteó la interesante cuestión de las dos esferas en que conviven el autor y su obra: el ámbito privado que caracteriza al proceso creativo, y el momento en el que el libro se abre al público. No es una transición sencilla para muchos autores.
«Soy muy feliz concibiendo mis libros, pero el proceso de escritura a veces me resulta doloroso, incluso pesado», confesó Menéndez Salmón. Y es que «nuestras novelas, cuando las concebimos, son infinitamente más poderosas que cuando acabamos redactándolas». El poder de la imagen mental cuesta de reproducir mediante la palabra, lo que en ocasiones provoca una especie de pérdida de calidad, de precisión, en el traslado al lenguaje escrito. Depende de lo obsesivo que sea el autor, ello puede provocar una gran frustración.
En cuanto a la convivencia con la exposición pública, el autor asturiano es de la opinión que «la obra siempre es más importante que el autor, de modo que lo ideal sería que este fuera invisible. Me interesa poco la vida de los escritores; me interesa la plasmación de esa vida, que puede ser una fabulación completa». Sin embargo, «no podemos olvidar que la literatura es un gran mercado. Yo he tenido la suerte de publicar con una editorial, Seix Barral, que protege la singularidad de cada escritor, y respeta a quienes no desean exponerse demasiado», como es su caso. Tampoco el tipo de literatura que él escribe suele recibir una gran atención mediática y comercial. Otras editoriales y otros tipos de literatura, más comercial, en cambio, «de alguna manera obligan a esa exposición pública y a que el autor acabe generando un personaje. Y eso puede ser dramático, cuando el escritor es devorado por alguien que realmente no es».
Ricardo se refirió al caso de José Ángel Mañas, amigo suyo, autor de Historias del Kronen a los 23 años. «Dice que esa novela lo destruyó». El enorme éxito que logró fue demasiado para alguien tan joven, a quien bautizaron como «padre» de la generación X española. Afortunadamente, acabó asimilando todo lo que le pasó y ahora, aunque sin tanta repercusión, sigue escribiendo lo que le apetece.
Víctor ahondó en la cuestión de esos autores que ven su obra reconocida muy jóvenes «y no saben asumir que esto no es una curva ascendente, sino una onda que bascula. Si tienes un éxito repentino corres el riesgo de que el mercado te exija perpetuar esa manera de hacer, con lo cual tu evolución queda parada». Y eso puede afectar a la persona. «Todos construimos una mitología de lo que somos, pero en el caso de las personas que sin buscarlo tenemos una trascendencia pública no siempre se está preparado y a veces asumimos como propio lo que los demás vierten en nosotros». Es decir, pasar de construir nuestra voz literaria a acabar creyendo que somos lo que la gente interpreta de nuestro personaje público.
«Para preservar lo que somos como escritores tenemos que aceptar ese rol, pero tener muy claro que no escribimos para ser famosos». Según Del Árbol, la clave está en conservar «nuestro núcleo privado, familiar; ese entorno que nos protege y nos recuerda por qué hacemos lo que hacemos».
¿Cómo hacerlo?, planteó Carlos Fernández. ¿Cómo marcar esa frontera en la época de la comunicación inmediata, de la interconexión permanente, en que cualquier cosa que uno escriba es susceptible de generar un gran impacto, y cuando la industria editorial necesita figuras con las que los lectores se identifiquen?
«Hay que aspirar a la grandeza siendo conscientes de nuestra pequeñez», respondió Víctor, redundando en el concepto que ya había apuntado durante la conferencia inaugural. «Hay que ser conscientes de que, aunque es cierto que todo tiene un impacto inmediato, no estamos solos en el mundo. Así que lo que a nosotros nos parece fundamental, os aseguro que para el resto del mundo a los cinco segundos ya no existe».
En esa línea, Ricardo Menéndez instó a que «no perdamos la perspectiva de lo que la literatura significa en un país como España. Para nosotros es un eje central de nuestra vida, pero ¿qué capacidad de penetración tienen los creadores a la hora de generar un discurso general, qué papel juega a nivel educativo la lectura, qué implantación intelectual tenemos? Escasísima. De hecho, la palabra intelectual se sigue utilizando como insulto».
Víctor del Árbol invitó a desmitificar. «Debemos ser conscientes de nuestro lugar dentro del ámbito literario. Mis opiniones como escritor son mis opiniones como ciudadano, no hago distinción; y son tan buenas o tan malas como las de cualquier otro. Son debatibles. Hay que tomarse muy seriamente en broma. Ser conscientes de que no somos nadie, lejos de generar frustración, nos debe relajar, hacer que nos sintamos muy tranquilos».
Uno de los momentos más interesantes de la charla fue cuando Ricardo y Víctor explicaron cómo trabajan, pues volvió a quedar de manifiesto que no hay una única forma correcta de abordar el proceso creativo. Cada escritor es en sí un método igualmente válido.
Menéndez Salmón se definió como «un escritor muy intuitivo». Reveló que no tiene horario ni método de trabajo, y que, por ejemplo, no escribe todos los días, pero «soy escritor a tiempo completo, quizás sobre todo en los momentos en que no escribo, porque es cuando incluso de forma inconsciente se están elaborando las obras». Sus historias nacen de imágenes recurrentes, que verbaliza por escrito. Con el paso de los días, esa imagen va creciendo. En el caso de su reconocida y premiada obra La ofensa (2007), explicó que surgió de una imagen en la que aparecía un hombre ante una estructura en llamas.
El autor asturiano interpreta esas imágenes como la «necesidad de liberarme de algo que me obsesiona». Y lo hace dejándose llevar por la improvisación, cosa que «a veces me condena a abandonar la historia».
El método de Víctor del Árbol es muy diferente. Él cuando empieza a escribir lo tiene todo estructurado y sabe cómo va a acabar la novela, aunque «permito que los personajes me guíen; no sé cómo van a llegar a hacer lo que tienen que hacer». Empieza con ellos, que son quienes le explican su historia. «Escucho voces, los personajes me hablan. Soy un biógrafo de personas que yo me invento». Una definición deliciosa.
Me siento muy identificado con esa idea, pues yo también necesito tener definidos a los personajes principales antes de empezar a escribir, y con otra cosa que reveló: «Tengo tendencia a sacar muchas subtramas, que me cuesta mucho abandonar. Eso hace que la novela vaya cobrando densidad sin que lo haya pensado, y por eso los personajes secundarios tienen tantísima importancia. En principio estaban pensados para acompañar, pero no puedo evitar darles ese espacio para que ellos cuenten su historia».
Muy lejos de la maestría de Víctor del Árbol, a mí me pasa lo mismo, de forma que no me duele reconocer que a menudo mis secundarios son más interesantes que los protagonistas. Supongo que tiene que ver con el hecho de que las lecturas que me resultan más apasionantes son las que cuentan con secundarios potentes.
Víctor necesita un título que concentre la idea principal para avanzar. En eso no nos parecemos, pues el título se me suele revelar cuando afronto el desenlace. A diferencia de Ricardo, él sí escribe todos los días, a mano, lo que le facilita una escritura más instintiva, sin estar pendiente de cosas accesorias. «Me voy al bar a escribir, hasta que me agoto o me echan».
Carlos Fernández utilizó una cita de Jorge Luis Borges para referirse a su método creativo: «Cuando tengo una idea para un relato, la intento olvidar a todo precio. Si me vuelve, es que es buena, y la escribo».
En la última parte de la charla el protagonismo lo tomaron las redes sociales. Ricardo Menéndez fue escueto, pues no tiene perfil en ninguna red. «No sé qué se dice de mí como autor», cosa que, aseguró, le permite vivir muy tranquilo.
Para Víctor del Árbol, en cambio, las redes sociales han sido una herramienta muy útil, «hasta que me di cuenta de que me estaba saturando, tanto por opiniones como por no poder seguir interactuando al mismo ritmo. Tenía la sensación de que la gente sentía que me estaba distanciando». Continúa interactuando de forma habitual, aunque a menor ritmo. «Intento estar más presencialmente». Se nota que le gusta estar con la gente. Mi impresión personal es que disfrutó del congreso como el que más. El problema de lo presencial es que la agenda, sobre todo para alguien tan solicitado, siempre está llena, y «no sé decir no».
Hubo más reflexiones interesantes, pero esta crónica amenaza con convertirse en libro, así que, si a pesar de mi recomendación del principio habéis llegado hasta aquí, es la hora de que pulséis el play en el vídeo que os dejo a continuación. Vale mucho la pena escuchar a estos cracks de la literatura española contemporánea.
Sólo una cosa más: la próxima crónica la protagonizará otro crack; no yo, sino Enrique Laso, autor súper ventas y genio del márquetin, a quien me tocó entrevistar, de modo que me convertí en espectador privilegiado del momento más surrealista de todo el Congreso. Imposible olvidarlo.
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