Hoy tenía la intención de escribir la crónica de la sesión inaugural del IV Congreso de Escritores de la AEN – Asociación de Escritores Noveles, que protagonizó Víctor del Árbol. Han pasado casi dos semanas desde aquella mañana de sábado en Gijón, la que abría tres días inolvidables. En la primera crónica sobre el Congreso ya hice algunos spoilers de la conferencia del autor barcelonés, pero repetirme no es problema, porque dijo cosas que vale la pena revisitar. Lo que pasa es que ayer acabé de leer Un millón de gotas (Destino, 2014), una de sus obras más exitosas (en unos días se publica en Estados Unidos), y he decidido hacer una mezcla extraña entre crónica y reseña que espero no quede muy confusa.
Antes de coincidir en Gijón, debo reconocer que no tengo conciencia de haber escuchado hablar a Víctor del Árbol. Supongo que debí leer alguna entrevista, sabía que había dejado su puesto en los Mossos d’Esquadra para dedicarse a la literatura, y que había ganado algunos premios. Unos meses antes de la cita asturiana leí La víspera de casi todo (Destino, Premio Nadal 2016), y me pareció una muy buena novela, aunque para mi gusto (se lo dije después a él) algunos personajes son tan trágicos que cuesta empatizar con ellos y apenas deja una estrechísima rendija para la esperanza.
Obviamente, es una cuestión de gustos. Yo soy optimista por naturaleza, aunque con el paso de los años buena parte de ese optimismo se haya ido transformando en realismo crítico. Se nota en mis novelas; me cuesta mucho cerrar las tramas golpeando el estómago del lector, supongo que porque va en contra de mi tozuda confianza en el ser humano. Eso no quita que disfrute de una buena historia protagonizada por personajes desesperanzados, de los que habitan el lado gris, tirando a negro, de la vida. La víspera de casi todo es una de esas buenas historias, aunque por momentos abuse de la tragedia, y Un millón de gotas es una maravillosa historia, una epopeya que, lejos de narrar las heroicidades de personajes de leyenda, se agarra a las miserias y contradicciones de un elenco de supervivientes.
«Escribir sobre las buenas personas es aburrido; en las historias donde los personajes son buenos no pasa nada interesante», me dijo (la cita no es literal) mientras veíamos llover en la terraza del hotel donde se desarrollaba el Congreso. Una de las cosas impagables que un evento como el organizado por la AEN proporciona es la posibilidad de compartir momentos como ese con autores consagrados, como Víctor del Árbol, o Antonio Garrido y José Luis Corral en la edición anterior. El aprendizaje más valioso que uno se lleva es la humildad que demuestran, lo claro que tienen que el haber vendido muchos libros no te garantiza que vayas a venderlos en el futuro.
De Víctor me quedo con la pasión que transmite por la literatura. Cuando habla de libros le brillan los ojos; ama su oficio, y contagia ese amor, lo que, sin duda, es lo mejor que puede esperar un grupo de escritores más o menos noveles que acuden a un congreso para aprender y, sobre todo, para que alguien con conocimiento de causa les diga que no son (sólo) unos inconscientes por haber optado por el camino de las letras.
«No escribimos por vanidad, sino por amor. Escribimos porque creemos que tenemos algo que decir que vale la pena». Esa declaración la tengo grabada a fuego. Fue el motor de mi anterior crónica, y no puedo evitar rescatarla, porque ese amor por la literatura fue lo que lo llevó a embarcarse en un proyecto tan fascinante como el que dio como resultado Un millón de gotas. Una novela que fue posible gracias, además de al talento y al trabajo de su autor, a la beca que le concedió el gobierno francés (una beca para escribir una novela, parece ciencia ficción), que le permitió seguir la pista del ingeniero asturiano en el que se inspira Elías Gil, el hilo conductor de la historia, hasta la terrorífica isla de Názino, en lo más profundo de Siberia, un pedazo de tierra convertido en un gulag de pesadilla, enterrado en la historia durante décadas. De ahí, a la Barcelona en guerra, los campos de refugiados de Argelès, Moscú durante la Segunda Guerra Mundial, Berlín, París…
Un millón de gotas es una durísima historia construida sobre los silencios de sus personajes, las apariencias, los deseos inalcanzables, las decisiones que marcan la diferencia entre la decencia y la supervivencia, las ambiciones, la necesidad de reconocimiento y de amor, y, a la vez, la inutilidad de la venganza y la imposibilidad de perdonar. La vida puede ser tan cruel que acaba cincelando supervivientes a los que ha extirpado la capacidad de sentir empatía, de perdonarse y de perdonar.
Y, sin embargo, Un millón de gotas es una novela muy bella. Pese a la oscuridad de sus protagonistas, a esa desesperanza que desde el principio acompaña al lector, está impregnada de la pasión de su autor, y también hay personajes «buenos», que, a pesar de sus imperfecciones humanas, huyen de la oscuridad; creen en la vida, en que es posible vivirla dejando una estela digna de ser recordada.
Eso es a lo que aspira Víctor del Árbol con sus obras, a lo que deberíamos aspirar todos los escritores. «Imaginad la literatura como una enorme biblioteca universal en la que está toda la sabiduría de la humanidad. ¿No sería una aspiración hermosa aportar nuestro granito a esa biblioteca?». Ese privilegio está reservado a los clásicos, mientras que la mayor parte de lo que hacemos nosotros, los autores contemporáneos, acabará desapareciendo.
De todas formas, y aun asumiendo que sólo el diez por ciento de los escritores consigue vivir de su trabajo, y, por tanto, la inmensa mayoría jamás saldremos del anonimato, lo que nos transmitió Víctor en esa primera charla del congreso es que, como autores, tenemos la obligación de respetar la literatura, de amarla de tal modo que todo lo que escribamos debe responder a ese sueño de perdurabilidad. «Antes que escritores somos lectores. Nuestro amor por la literatura viene de la lectura».
No me voy a extender demasiado en las reflexiones del presidente de honor del IV Congreso de Escritores, entre otras cosas, porque en su web podéis leer el discurso completo, y porque al final de esta entrada tenéis el vídeo íntegro de la sesión, que grabó Vanesa García, la social media titular del evento, que llevó a cabo un trabajo magnífico (y a quien aprovecho para mandar un fuerte abrazo por el reciente fallecimiento de su padre. Muchos ánimos, Vanesa).
Víctor se refirió al nuevo rol del escritor, que ya no sólo tiene que escribir bien, sino también ser un buen comunicador, simpático, guapo (risas en la sala)… En cualquier caso, «lo que cambia a lo largo de los siglos es la forma, la manera de redactar, pero permanece la cualidad intrínseca a la literatura, su relación insobornable con el ser humano». El autor catalán recordó esa cualidad del arte que permite a quien lo disfruta, ya sea observando un cuadro, escuchando una canción o leyendo un libro, escapar de la realidad e integrarse en él. Ello implica una responsabilidad social por parte del creador. «La literatura es una herramienta de acción: a través de la palabra generamos cambios».
Los libros, pues, tienen el potencial de cambiar vidas, de modificar la realidad mediante su influencia social. «No estamos aquí para jugar, sino para provocar cambios. Hay que escribir bien, y leer bien. Hay que escribir con intención, y cuidar la forma». Estoy de acuerdo. El arte no sólo es portador de belleza, su importancia va más allá de la simple función estética; es generador de conciencias, de discurso crítico; provoca preguntas, que nos cuestionemos sobre el mundo en el que vivimos.
Así pues, «el libro cobra sentido cuando es leído», y en ese momento ya no nos pertenece, porque cada persona hará su propia interpretación de la lectura. Es de cajón, pero me temo que a no pocos autores les cuesta tanto desapegarse de sus obras que son incapaces de aceptar la más mínima crítica. Me parece la vía más directa a ninguna parte.
Víctor del Árbol reivindicó el derecho a fabular, a no tener miedo a tomarnos licencias. «Yo vendo sueños. Huid de la autocensura. Lo fundamental es la verosimilitud. Escribid lo que os dé la gana, no lo que creéis que espera el lector o el mercado, pero hacedlo bien».
Por último, remarcó que no existe la fórmula del éxito en el mundo editorial. «A mí me ha servido la convicción. Publiqué mi primera novela en 2006 [El peso de los muertos, Premio Tiflos, editorial Castalia], pero llevo toda la vida escribiendo. Yo sabía que era escritor», y recordó que, antes de que le publicara una editorial, acumuló más de ciento cincuenta cartas de negativa.
«Hay que perseverar. Los escritores noveles no podemos permitirnos pasos en falso. Cuando ponemos el pie, no podemos retirarlo. No hay que tener prisa y vencer a ese demonio que llevamos dentro: la impaciencia». Un demonio poderoso, sin duda, que en los nuevos tiempos, en que la autopublicación está al alcance de cualquiera y en que surgen montones de empresas, falsas editoriales, para alimentar la famosa vanidad del autor, resulta muy complicado derrotar.
De ello se habló en otras interesantísimas sesiones del IV Congreso de Escritores.
Si queréis profundizar en la intervención de Víctor del Árbol, os recomiendo encarecidamente que veáis el vídeo completo.
En la próxima crónica, conoceremos algunas claves de la comunicación oral, esa gran olvidada por muchos de quienes se dedican a escribir. En mi opinión, fue una de las mejores sesiones del Congreso. Atentos.
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