“Pobre tipo… Hijo sobreexigido, patriota incomprendido, homosexual contrariado, tartamudo recuperado, paranoico maltratado (en un sentido clínico)”. Ésta es la conclusión casi obligada que más de un espectador sacará tras asistir a la biopic de John Edgar Hoover. A diferencia de lo que Oliver Hirschbiegel hizo con Adolf Hitler en La caída (señalar, mal que nos pese, la condición humana de este máximo genocida), el guionista Dustin Lance Black y el director Clint Eastwood proponen con J.Edgar una versión edulcorada y piadosa del fundador del FBI.
Sin chances de competir en la 84ª entrega de los Oscar, este film conforma con la sí nominada Dama de hierro el “combo Hollywood” que comentamos meses atrás. En aquel post nos referimos al fenómeno de novelización -por no escribir “reivindicación”- de dos existencias públicas (la segunda es la de la ex Primera Ministro del Reino Unido, Margaret Thatcher) que muchos consideramos nefastas dentro y fuera de su país de origen.
Con algo de osadía, hoy podríamos explicar el primer caso a partir del contexto de estreno, en pleno debate sobre la SOPA. Desde tal perspectiva, resulta atendible la (para algunos necesaria) reivindicación de quien creó el organismo ahora empecinado en combatir la llamada “piratería online“.
Las convicciones patrióticas son el eje central de un guión que minimiza los excesos de Hoover. En algún punto, el personaje encarnado por Leonardo Di Caprio (cuya interpretación no varía demasiado de la que ofreció para este otro prócer loco) teme “destruir todo lo que ama”: la frase es una de las tantas que excusan la posibilidad de haberle causado daño a su adorada nación.
J. Edgar comparte con Gran Torino e Invictus un estilo narrativo artificioso, sobrecargado, generoso en lugares comunes. Eastwood vuelve a mostrarse falto de capacidad de síntesis, quizás por cierta avidez de contarlo todo sin concentrarse en nada: en este caso, a la lucha contra su inclinación sexual, a la estrechísima relación con su madre, a su anticomunismo rabioso, a las pujas con los distintos Presidentes norteamericanos, a la obsesión por su trabajo y por el ideal de control ciudadano absoluto, se les suman anécdotas puntuales como la intervención en el esclarecimiento del secuestro del hijo de Charles Lindbergh o (des)encuentros varios con estrellas de Hollywood.
La actuación de Judi Dench constituye el aspecto más versátil de una biografía con maquillaje excesivo. Y no me refiero exclusivamente a las máscaras que Di Caprio, Armie Hammer y la ninguneada Naomi Watts portan a tono con el envejecimiento de sus personajes caricaturizados.