Revista Ciencia
Recorriendo estos días las calles del casco antiguo de la ciudad de Córdoba, los olores embriagadores de las flores despiertan una curiosidad irresistible p r usmear detrás de las puertas que dan paso a estos maravillosos patios y observar su belleza como un niño frente al escaparate de una pastelería atraído por el olor de sus pasteles.
Los cuidados que se llevan a cabo para el mantenimiento de estos pequeños museos de la flor son desde muy temprana hora de la mañana. Es tan grande el significado del Patio Cordobés en la vida de esta provincia que cada año, y en estas fechas, todas las casas engalanan su patio y compiten por obtener el primer premio.
Los barrios rivalizan en la ornamentación de sus patios y organizan alegres fiestas que comienzan en el interior del patio y que más tarde se trasladan por las calles y plazas. Corre el vino, caldos de Montilla y Moriles, los pies se mueven al son de la música y emerge de una garganta el quejido de una "solea", cargada de sentimiento.
La pared de esta fachada aparece literalmente invadida de macetas y flores. Todo se conjuga en las paredes encaladas de las entradas a las casas populares ya que el patio cordobés no está tan sólo presente en las grandes mansiones.
Los ornamentos equilibradamente dispuestos, bellas piezas de cerámica, elegantes azulejos y la blanca ubicuidad de la cal, que parece hacer de poder moderador, unificando colores y remansando ángulos.
Las paredes del patio aparecen literalmente invadidas de flores y de plantas trepadoras. Flores de todas las clases que perfuman el ámbito del patio y crean un aire de fiesta que choca con el sosiego que despierta a la inspiración del poeta.
Este delicioso rincón marcado por la sencillez y la naturalidad reboca una permanente sugestión de descanso físico y reconfortante espiritual. Contra la blancura de los muros resalta el colorido de las macetas colgadas, con la flor del pelargonio, rojos sangre, rosas pálidos, púrpura carmesí.