Este domingo 3 de julio a las 19, cita imperdible en Kino Palais en el Palais de Glace. Se proyecta el documental La sombra, de Javier Olivera con entrada libre y gratuita.
Javier Olivera -artista visual que transita desde la pintura hasta la fotografía y el video arte y director de cine- encontró su voz en este documental creativo, tensado por su propia biografía. En él aplicó todos sus saberes con destreza. Sus obras del pasado funcionaron como ensayos hasta llegar a La sombra. Allí se sobreentienden las claves de esa oscuridad que lo cubre todo y se va moviendo para que lleguen los colores y la mirada propia. Matar al padre para hacerse hombre. Derribar la casa de la infancia para encontrar el hogar propio. Mudarse de país para sacudirse el pasado que parecía forzar el futuro. Armarse el cuento de la propia existencia, usando la memoria en función de los espacios, para avanzar con la vida en un nuevo capítulo. Dirigir un documental con material de archivo, de ese que se encuentra en los cajones y de ese que crea hoy el recuerdo. Contarse.
Documental preciosista, crudo, implacable, Olivera al contar el cuento de su vida, narra también el camino de una clase social hoy en extinción, piensa en el destino del cine, en su primera persona indiscutida se encuentra un nosotros. La figura del padre es una sombra que alguna vez cada uno transitó de alguna manera. Olivera tuvo el coraje de desnudar su historia y ofrecerla con belleza, rigor narrativo, experimentación y paciencia para construir esta obra poderosa que seguramente marcará un antes y un después en su trayectoria, aunque termine hoy.
Si no llegas el domingo al Palais de Glace, podes ver la película en la plataforma Márgenes por 2 euros. Una ganga.
Dos bonus track. Reproducimos el reportaje que le hicieron en el portal hacerselacritica.com, que suma una aproximación descarnada a la película, tan descarnada como es la película de la que habla. Al final, trailer del documental. Acá van:
La sombra comienza con una referencia a Simónides: la memoria asociada a un lugar. Para Javier Olivera ese espacio es la enorme casa familiar de San Isidro que su padre, Héctor Olivera, construyó a mediados de los setenta. Símbolo de otra época, en la que Aries era la principal productora de cine del país, esa mansión, su construcción y demolición conforman el hilo conductor de un ensayo documental íntimo, por momentos visceral, cargado de belleza y a la vez de tristeza. Una especie de exorcismo fílmico en el que el realizador busca despegarse de esa sombra poderosa, la del gran empresario cinematográfico, mientras intenta hallar su propio lugar. Viejas imágenes en Súper 8 se conjugan con el registro reciente de la demolición. De las ostentosas fiestas -“viscontianas”, define la voz en off de Javier- a las que asistían las estrellas de otro tiempo se pasa a la soledad de una estructura vacía, inanimada, que una retroexcavadora voltea como si se tratara de un endeble castillo de naipes. ¿O acaso esa casa, cargada de objetos traídos de todo el mundo, siempre estuvo vacía?
Héctor Olivera como self-made man, como un chico que nació huérfano de imagen paterna y se construyó a sí mismo y también su propio monumento. “Como Kane y su mansión Xanadu”, compara Javier (su hijo), una referencia obvia utilizada con inteligencia que dispara múltiples interpretaciones. Héctor Olivera en su momento de mayor esplendor, amenazado por la Triple A luego de crear La Patagonia rebelde, su obra cumbre: “¿Por qué nos salvamos? Creo que en parte nos salvó la casa, porque no era la casa de un revolucionario”. La mansión como set de una remake ultra barata de Últimos días de la víctima producida por Roger Corman. Un espacio del que parece que sólo se puede huir: primero Héctor, después Javier, más tarde sus hermanos. La madre, mujer bella y misteriosa que se maquillaba “tipo kabuki” para recibir a Graciela Borges y Mirtha Legrand y luego se va quedando sola, con la única compañía de dos mucamas.
Javier Olivera se expone y expone su historia familiar con sensibilidad, en un recorrido tan doloroso como necesario en búsqueda de una respuesta a la pregunta que cierra la película: ¿cómo ser uno mismo? “Estoy muy impresionado con la reacción de la gente con la película”, cuenta. “Les puede interesar más o menos cómo está contada, lo formal, pero resuena, genera como una especie de efecto residual. La gente se queda masticándola. Y esa era una de mis grandes preocupaciones: la universalidad. Tenía miedo de que quedara algo muy endogámico, pero veo que está resonando porque logra cierta universalidad, algo que voy a terminar de comprobar cuando se muestre fuera del país”. Gran película, La sombra integra la competencia argentina de este decimoséptimo Bafici. Ahora saldrá a recorrer el circuito de festivales, y probablemente el año próximo se estrene en Buenos Aires.
¿Qué te motivó a encarar el proyecto?
Como muchas películas, arrancó casi por accidente. En 2002 la casa estaba en venta, y sentí la necesidad de hacer un registro de ella, filmarla más para mi propia memoria que para otra cosa. Yo sabía que existían las filmaciones familiares en Súper 8, y ahí empecé a pensar en la posibilidad de hacer algo. Los ocho primeros años fueron más de pensar qué decir, porque no sabía muy bien cómo hacerlo. En un momento me puse a trabajar de modo muy artesanal, con una moviola de Súper 8, a revisar y seleccionar todo el material. En ese momento la pensaba de un modo más documental, algo que después no me interesó tanto porque yo quería hacer algo más intimista. Un día, en 2006, hurgando en el altillo de la casa encontré una caja con 50 rollitos de Súper 8 con imágenes de la construcción de la casa. Eso fue un hito, y ahí empecé a pensar en una película mucho más sensorial y más genérica, sin mi voz en off ni demasiada información. Pero tampoco me convencía demasiado. Hubo un largo proceso de hacer cosas, dejarlas, reflexionar. Empecé a leer mucho sobre la memoria. En 2008 la casa se vendió, y quienes la compraron decidieron demolerla para lotear el terreno. Entonces decidí registrar la demolición, que resultó muy contundente, muy fuerte. Al mismo tiempo encontré lo de Simónides, que es el prólogo que plantea la forma de la película, la idea de un espacio donde se esconde la memoria. En los últimos años empecé a tener algunas devoluciones de amigos cineastas y otra gente que me ayudó a encontrar el camino, y ahí el material me empezó a pedir que sacara tripas y fuera brutalmente honesto. Y eso requería de mi voz en off, que fue una de las últimas cosas que hice porque me daba mucho pudor. Estuve mucho tiempo pensando qué decir, cómo decirlo, hasta dónde contar ciertas cuestiones familiares, y sobre todo cómo tratar a la figura de mi viejo para que no quede una película de un hijo resentido ni que sacara los trapitos al sol. Traté de ser muy cuidadoso en la manara de abordar su figura, y de encontrar un discurso que fuera íntimo, honesto y brutal. Por suerte conté con alguna gente, como Andrés Denegri y Hernán Khourian, que me ayudó a encontrar el camino. También tengo que darles crédito a Marcelo Panozzo y los programadores del Bafici, que en alguna instancia me dijeron que la película todavía no estaba. Así que primero fue un proceso solitario y artesanal, y luego con aliados que ayudaron.
Hay un trabajo muy interesante con la música, o más bien con el sonido, que hiciste con Federico Zypce.
Zypce fue absolutamente fundamental en el proceso. Se incorporó hace tres años, y además de ser un músico brillante también me ayudó a pensar la película. Nos pusimos muy de acuerdo en qué queríamos con respecto al sonido. No queríamos música incidental, que corría el riesgo de caer en el sentimentalismo y la nostalgia.
Hay un momento de la película en el que irrumpe una breve melodía que nunca concluye y se repite una y otra vez, como esa forma azarosa en la que a veces llegan los recuerdos.
Eso fue algo que tratamos de buscar, que el sonido tenga independencia de la imagen, al punto de atacar la imagen, de hacer contrapuntos, de cuestionarla. Por eso creo que es netamente una obra audiovisual, en la que el sonido es tan importante como la imagen. Al punto de que yo reedité algunas escenas a partir de lo que me mandó Zypce.
El comienzo es bastante desconcertante. Arranca con el prólogo, que voz lees en off, y luego se torna contemplativa, con el registro de la demolición que uno no sabe bien cómo interpretar. Esas imágenes primero son fascinantes, casi hipnóticas, pero a medida que avanza la narración se van volviendo tristes.
Lo que me queda claro ahora es que hay procesos de reflexión que necesitan mucho tiempo. En un punto es un material muy abstracto, que no sigue la linealidad de ascenso y caída. Hay momentos en los que las imágenes de la construcción y de la deconstrucción son casi similares. Salvo por la diferencia en la textura de los materiales son casi lo mismo. Por eso creo que también es una película sobre el tiempo.
Supongo que te habrán mencionado mucho la cita a El ciudadano. Obviamente es muy consciente, porque pasaron casi 80 años de la película de Orson Welles. En algún sentido Xanadu termina siendo la tumba de Charles Foster Kane.
Creo que la película tiene una cantidad de claves que no están cerradas del todo. Eso es interesante, porque el público completa las ideas. Lo de El ciudadano yo en realidad lo había pensado al revés, como el origen. Mi viejo es un tipo de clase media que se construyó a sí mismo desde abajo, y en eso se me asimilaba a Kane, como un tipo que de la nada construyó un imperio. Pero tiene que ver además con un vacío afectivo, y por eso está lo de Rosebud.
Hay momentos de gran sutileza y a la vez muy viscerales. Una imagen de Súper 8 muestra a tu viejo sobre un barco en el río Hudson, y detrás aparecen las Torres Gemelas. Y ahí hablás de un padre huérfano que construye su propio monumento.
Ahí instalo la idea de monumento para presentar la casa. Las Torres Gemelas tienen un valor muy potente, porque también se derrumbaron. Es casi como un flashforward de lo que va a pasar en la película. Y además como el fin de una época, porque el 11-S fue un momento bisagra en la historia, pasamos a esa idea del terror global con la caída de un símbolo del capitalismo.
Otro momento muy fuerte son las imágenes de Plata dulce, una película que enfrenta al mundo del trabajo con el de la especulación financiera. En La sombra usas la escena en la que Federico Luppi muestra su casa de nuevo rico.
Creo que es un momento de cierto cinismo, pero no con mala leche. Es esa idea bressoniana de que dos tomas pegadas generan una tercer sentido, y en este caso emocionalmente genera cierta contrariedad porque parece que se trazara un paralelo… Además, y esto ya es muy personal, a Federicoyo lo conozco de toda la vida, por todas las películas que hizo en Aries. Tiene el pelo blanco, igual que mi viejo, y en mi imaginario de alguna manera hay cierta vinculación o semejanza. Es un momento en el que se tensan bastante las cuerdas. Pero a mi me interesa generar esas tensiones. Me pareció interesante apoderarme de un material que ya está cargado de sentido y chocarlo con un nuevo material, mío, y resignificarlo.
Entre las filmaciones familiares en Súper 8 de los años setenta hay algunas de gran belleza, cargadas de sentido. Particularmente una toma en la que se ve a tu viejo frente a la máquina de escribir mientras ustedes lo miran desde afuera, a través de un vidrio. ¿Quién las filmó?
Fernando Ayala. Sin querer la película terminó teniendo un gran codirector. No las filmó cualquier pariente que no sabe usar una cámara, sino que las hizo un tipo con un ojo de cineasta. Por supuesto que no había ninguna intención más que la de un registro familiar, pero Ayala tenía un ojo y sabía mirar. Es interesante, porque en esa imágenes que mencionás, que para mi son absolutamente potentes y por eso están puestas ahí, no se si él pudo advertir a los dos hijos detrás del vidrio. Pero ahí está la intuición del cineasta, quizá no lo haya contextualizado pero ahí puso el ojo. Hay un montaje mío que le da sentido, pero hay una pureza de las imágenes que es fundamental.
En el documental decís que el lugar de uno no se hereda, sino que se construye. Tus dos primeras películas, El visitante (1999) y El camino (2000), fueron ficciones narrativas, más bien clásicas. Mika, mi guerra de España (2013) y La sombra son muy distintas a aquellas y también al cine de tu viejo. ¿Estás construyendo tu lugar?
Sí, absolutamente. Aquellas dos primeras películas -particularmente El camino, un encargo de Aries y una apuesta comercial que fue un desastre- me ponían dentro del cine industrial argentino, como el heredero de Aries. En el primer Bafici yo mostré El visitante, y fue el disparador del Nuevo Cine Argentino junto con Mundo grúa, La ciénaga y otras. La experiencia de El camino fue tremenda, porque me ubicó más en un lugar en el que yo no quería estar, o al menos en uno que no sentía propio. De hecho, a partir de ahí estuve diez años sin hacer cine, porque necesitaba buscar mi forma de contar e incluso ver si mi camino era el cine o no. Yo me formé en la pintura, y para mi ese siempre fue un espacio realmente propio. En esos diez años en los que no hice cine estuve trabajando mucho con video, produciendo muestras de videoinstalaciones y fotos. Todo lo que fui desarrollando en estos otros lenguajes me hizo encontrar formas y planteos que ahora empecé a trasladar al cine. En este terreno también se fue desarrollando La sombra, porque yo iba viendo si tenía una película, una pieza de video u otra cosa. Por eso para mi La sombra es como el cierre de un ciclo que abre uno nuevo. Este soy yo, este es mi exorcismo, que en vez de ser una sesión de terapia -que hice durante mucho tiempo- se transformó en una obra. Es tremendamente liberador.
La pregunta que todo el mundo te debe hacer es si tu viejo vio La sombra, y qué le pareció.
Realmente terminé la película hace un mes, así que recién la vio ahí. Fue muy fuerte, igual que para mi madre y para mis hermanos. A él le cuesta mucho ver que la película es mía; él ve lo que llama “la sombra de lo que fui”. Eso está, pero yo hablo de otra sombra. Esa imposibilidad que tiene de verme a mí en La sombra de alguna manera confirma la película. Pero por otro lado se alegra por mí, por supuesto, porque él sabe que ha sido difícil estar bajo su sombra.