La historia de Jean-Michel Basquiat es la del becerro de oro al que los hebreos adoraron mientras Moisés ascendía el Monte Sinaí, el falso ídolo que la escena artística neoyorkina necesitaba para alimentar a una industria que movía cifras indecentes y que pensaba defender su escalón desde de la cadena alimenticia del arte mundial. En “Jean-Michel Basquiat: The Radiant Child”, Tamra Davis, directora y amiga del artista, narra desde una perspectiva ligeramente parcial el ascenso y caída de un genio dominado por esos tópicos demonios que suelen condenar a muchos artistas. Y a diferencia del becerro, Basquiat sabía que era un ídolo, que las consignas que grafiteaba en las calles calaban hondo entre los artistas urbanos y que SAMO, su pseudónimo, iba a ser el principio de una carrera meteórica que le costaría la vida.
Teniendo como eje vertebral una entrevista inédita que Davis había hecho a Basquiat veinte años atrás, el documental recorre ordenadamente las distintas etapas creativas del artista, desde sus comienzos como héroe underground a sus escarceos con la música y las eminencias arties que abalarían su carrera. Testimonios de todo tipo: galeristas, marchantes, amigos de la infancia, colegas de escenario y artistas que también cataron las mieles de la mitificación y que, como Julian Schnabel, sobrellevaron con mejor fortuna las malas críticas. Porque uno de los errores de Basquiat, comprensibles si tenemos en cuenta que la fama le llegó muy joven, es no asumir que toda su gloria podía esfumarse de la noche a la mañana y dejarlo indefenso ante sus adicciones. Porque, que su inocente sonrisa no nos engañe, Jean-Michel era un adicto, uno atrapado en un entorno hipócrita que perdonaba sus pecados a cambio de que sus arcas estuvieran rebosantes, y que, según los mitos más extendidos, hasta llegaron a encerrarlo en un estudio y proporcionarle alimento y drogas por un ventanuco para que mantuviera la concentración. Basquiat lo negaría con la dudosa mirada del que no sabe si enfurecerse por el bulo o echarse a llorar al haber sido descubierto.
Lo que está claro, drogas al margen, es que era un chico de sensibilidades extremas, capaz de dotar a su técnica esencialmente primitiva de una profundidad adaptable a cualquier tema. Racismo, política, folclore y, en sus últimos días, muerte; temas al parecer incombustibles si tenemos en cuenta que, a su muerte, dejó 1.000 cuadros y 1.000 dibujos por los que aún se siguen pagando cifras astronómicas.
Fama póstuma, otro gran tópico, aunque en el caso de Jean-Michel también la disfrutara en vida y, como la heroína, se volviera una necesidad.
Uno de los aspectos en el que más coinciden críticos y allegados de Basquiat es en su necesidad de fama, aunque terminara deslumbrándose con su propio brillo. Tras ella se intuye un trasfondo familiar complejo y una necesidad de impresionar a un padre de posturas diametrales a la suyas.
Jean-Michel hacía tiempo que se había alejado de lo que su progenitor esperaba de él, creando un universo propio que iba más allá de lo pictórico. Contó con su propia corte y tuvo por amigo a otro creador que, por aquel entonces, era más una figura social que artística: Andy Warhol.
Y entre declaraciones y documentos de archivo asistimos al declive del chico radiante en una narración que huye del análisis y que se queda en las imágenes melancólicas de un Basquiat que dijo adiós a este mundo el 12 de agosto de 1998. Veintisiete años, una producción envidiable (aunque no magistral) y la sensación de que la magia de una era de esplendor se esfumó de un plumazo, desvelando la gran mentira que había tras ella, una de color verde dólar.