Revista Cine
Más de un colega ha escrito que Rak ti Kohn Kaen (GB-Francia-Alemania-Malasia-Tailandia, 2015), el más reciente largometraje de Apichatpong Weerasethakul, deja al espectador en estado de trance. Si por trance se refiere al mundo de los sueños, está en lo correcto. Y es que, la verdad, es difícil, a veces, mantener los ojos abiertos mientras el encuadre fijo se mantiene un buen tiempo sobre un grupo de hombres profundamente dormidos. El contagio es inevitable.La cinta funciona como una sostenida invitación a echarse un coyotito, más aún cuando la historia está ubicada en un hospital donde atienden a un grupo de soldados que sufren de narcolepsia. La ama de casa madura Jen (Jenjira Pongpas), voluntaria en ese hospital, hace migas con uno de los soldados, Itt (Banlop Lomnoi), mientras entabla amistad con una jovencita vidente que puede saber qué sueñan los enfermitos, puede ver el pasado de cada uno de ellos pero, por desgracia, no sabe cómo adivinar los números del Melate.Joe logra algunos momentos genuinamente mágicos -por ejemplo, cierta disolvencia encadenada en la que dos espacios distintos se unen tiene mucho de arte visual puro-, pero el discurso místico-espiritual del cineasta es algo que nunca he podido apreciar. Es un problema mío, no del cineasta, por supuesto, como ya lo escribí hace tiempo, por acá. Ni modo: entiendo por qué el cine de Joe le gusta a muchos colegas, pero no puedo fingir que comparto esa apreciación. Ya estoy viejo para andar de fariseo. Y menos en Jerusalén. El filme de Joe se exhibió en la sección "Masters", mismo espacio donde se presentó En el Sótano (Im Keller, Austria, 2014), el regreso de Ulrich Seidl al documental después de su exitosa trilogía Paraíso.No pude ver los últimos diez minutos de la película -se cruzaba con el inicio de otra que, al final de cuentas, no valió la pena- ni, por lo mismo, me pude quedar a ver la discusión de Seidl con el público del Festival de Jerusalén. Porque la pregunta que salta después de ver En el Sótano no es de dónde saca esos especímenes el cineasta austriaco sino, también, ¿serán ellos conscientes de que el director, detrás de esa mirada dizque impasible y neutral, está ridiculizándolos? El documental está construido por una serie de viñetas que suceden, en gran medida, en los sótanos de varios austriacos clasemedieros. En esos sitios hay de todo: espacios para la práctica de tiro al blanco, santuarios nazis con maniquíes incluidos, paredes repletas de cabezas de animales, lugares íntimos para las más enfermizas (¿y también conmovedoras?) prácticas sadomasocas, más las extravagancias que Seidl encuentre en la semana.La estrategia visual de costumbre -cámara fija, encuadres al estilo tableau- y el desnudamiento -literal, moral, psicológico- de los personajes lleva del humor al horror a la estupefacción y de regreso. La pregunta queda en el aire: ¿cómo logra Seidl la confianza de esta gente para que acceda a aparecer en pantalla grande haciendo y diciendo todo lo que vemos y escuchamos?Espero volver a ver En el Sótano para revisar esos diez minutos que me faltaron porque, festival obliga, tuve que salir para poder llegar al inicio de la función de JeruZalem (Israel, 2015), segundo largometraje de Doron y Yoav Paz o, como dicen los créditos de la cinta, "los hermanos Paz".La gringuita veinteañera Sarah (Danielle Jadelyn) viaja con su amiga rubia y desmadrosa Rachel (Yael Grobglas) a pasar unos días en la hedonista Tel Aviv, pero en el avión conoce al arqueólogo Kevin (Yon Tumarkin), quien viaja a Jerusalén porque está en una investigación muy seria. Las muchachas se dejan convencer por Kevin de ir a Jerusalén en lugar de Tel Aviv y en una de las salidas nocturnas, en plena ciudad milenaria, se justifica la letra Z del título: ¡aparecen zombies!A decir verdad, no se trata de zombies. O, bueno, son zombies pero con alas por lo que, en realidad, más bien parecen demonios. Ah, y hacia al final también aparece un gigante quién sabe por qué -¿un Golem sobrealimentado?: sepa la bola.El guión de los hermanos Paz toma como pretexto algunos versículos de Jeremías para proponer que en Jerusalén se encuentra una de las puertas del infierno que, para desgracia de las gringuitas, deciden abrirse cuando ellas andan turisteando. Los Paz no le hacen el feo a cuanto cliché del género pueda usted recordar, incluyendo la puesta en imágenes, que nos remite a Cloverfield (Reeves, 2008). Y es que toda la película -incluyendo la toma final que, acepto, es de lo mejor del filme- se ve a través de unos lentes inteligentes que la protagonista, Sarah, recibe de su cariñoso papá. Así pues, los lentes -y por lo tanto, la mirada de Sarah- es nuestro encuadre durante todo el filme: a través de ellos vemos la acción, pero también accedemos al internet y vemos las redes sociales de Sarah, al GPS integrado, la música que prefiere y demás monerías. El problema de este planteamiento -el hacer una cinta desde la mirada subjetiva de uno de los personajes- es elemental: si no vemos (casi) nunca a la protagonista, ¿cómo podemos interesarnos por ella? JeruZalem forma parte de la competencia israelí, por lo que su inclusión en el festival tiene que ver, probablemente, con algo que Renen Schorr, el director fundador de la Sam Spiegel Film & Television School, nos dijo hoy viernes por la mañana: que es imposible encajonar al cine producido en Israel porque los intereses de los cineastas israelíes son muy variados. Tanto que, en efecto, caben películas de horror tan malogradas como JeruZalem.