Revista Libros
Jonathan Littell.Las benévolas.Traducción de María Teresa Gallego Urrutia.Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2019.
Benévolas es la traducción literal de Euménides, los siniestros personajes mitológicos -las Furias romanas- con los que Eurípides tituló la tercera parte de la Orestiada.
Y ese es también el título elegido por Jonathan Littell para una de las novelas más potentes y perturbadoras que ha dado la narrativa contemporánea. Publicada originalmente en francés en 2006, acaba de reeditarla Galaxia Gutenberg con la espléndida traducción de María Teresa Gallego Urrutia para la primera edición en español en 2007.
Tradicional en su diseño clásico, basada en hechos reales y en una documentación meticulosa que a veces perjudica su fluencia narrativa, el tema de Las benévolas no es demasiado original: las atrocidades del nazismo, los campos de exterminio y la actuación de las brigadas móviles de las SS especialmente en el frente oriental, en la campaña de Rusia durante la Segunda Guerra Mundial.
La novedad es el punto de vista, la sorprendente posición moral desde la que se relatan los hechos, desde la mirada del verdugo, el narrador-protagonista, Maximilien Aue, un nazi francés orgulloso de haberlo sido y sin el menor cargo de conciencia ante los horrores perpetrados.
Hijo de padre alemán y madre francesa, homosexual, asesino de sus padres, incestuoso con su hermana gemela, ex oficial de las SS doctor en Derecho, culto, melómano, buen lector y entendido en pintura, es un hombre que lleva una vida confortable y ordenada con mujer e hijos y que escribe treinta años después de los hechos, no para justificarse, sino para entretenerse ordenando sus recuerdos:
“Desde que se acabó la guerra, he sido un hombre discreto; gracias a Dios, nunca he necesitado, como mis excolegas, escribir mis memorias para justificarme, porque no tengo nada que justificar;(...) No; si me he decidido por fin a escribir no cabe duda de que es para pasar el rato y también, es posible, para aclarar uno o dos puntos confusos, para vosotros, quizá, y para mí mismo.”
Y lo hace no sólo con la distancia que dan el tiempo y el espacio, sino con la frialdad moral de su conciencia distante. Es el relato moroso, durísimo en la pormenorización de sus detalles, de quien envejece instalado en la impunidad sin arrepentimiento ni conciencia de culpa. Ha cambiado de nombre y ha podido ocultar un pasado del que no se avergüenza cuando escribe desde la insoportable posición moral de lo que se ha llamado tantas veces la banalización del mal:
Que quede claro: no estamos hablando de culpabilidad, ni de remordimientos. Seguro que esas cosas existen también, no pretendo negarlo, pero me parece que las cosas son mucho más complejas. Incluso a un hombre que no haya estado en la guerra, que no haya tenido que matar, le pasarán estas cosas que digo.
Refinado, frío y orgulloso, desde el principio se muestra desafiante y despectivo con el lector:
Adivino qué estáis pensando: pero qué hombre más malo, os decís, un hombre perverso, un sinvergüenza, vamos, se lo mire por donde se lo mire, que debería estar pudriéndose en la cárcel en vez de soltarnos esa filosofía suya tan confusa de exfascista a medio arrepentir. En lo del fascismo, no hay que confundir las cosas, y en lo de mi responsabilidad penal, no prejuzguéis, que todavía no os he contado mi historia; en cuanto a lo de mi responsabilidad moral, permitidme unas cuantas consideraciones. Con frecuencia han comentado los filósofos políticos que, en tiempos de guerra, el ciudadano, el ciudadano varón al menos, pierde uno de sus derechos más elementales, el de vivir, y eso desde los tiempos de la Revolución Francesa y la invención del reclutamiento, que es ahora un principio universalmente admitido o casi. Pero pocas veces han dejado constancia de que ese ciudadano pierde al mismo tiempo otro derecho, no menos elemental y más vital quizá incluso para él en lo tocante a la idea que se hace de sí mismo en tanto en cuanto hombre civilizado: el derecho a no matar.
Esa crueldad indiferente del verdugo sacude la conciencia del lector a lo largo de las casi mil páginas de la novela, que se organiza en siete partes según una estructura musical que sigue la secuencia de las Suites de Bach: Tocata, Alemandas I y II, Courante, Zarabanda, Minuetto, Aire y Giga.
Esos cambios de ritmo de la danza barroca vertebran en un llamativo contraste este asfixiante viaje a las tinieblas del horror y la crueldad, esta incursión sombría, intensa y pormenorizada en el corazón del espanto y la maldad desde la mirada del verdugo que se considera un hombre normal:
Soy un hombre como los demás, soy un hombre como vosotros. ¡Venga, si os digo que soy como vosotros!
Pero no creo ser un demonio. Para lo que hice, siempre hubo razones, buenas o malas, no lo sé; en cualquier caso, razones humanas. Los que matan son hombres, como también lo son los muertos; eso es lo terrible. Nunca podemos decir: no mataré nunca, es imposible; como mucho, podemos decir: espero no matar.
Santos Domínguez