¿Quién es Jorge Bergoglio y qué tanto se parece a quien el mundo necesita que sea? Aquí presentamos una ventana hacia los posibles orígenes del jesuita que llegó desde el fin del mundo.
El reloj de la basílica marca las 19:06 del miércoles 13 de marzo de 2013. Bajo una lluvia intensa y un cielo que empieza a oscurecerse por completo, la chimenea de bronce de la Capilla Sixtina ha comenzado a despedir humo blanco. Las ciento veinte mil personas reunidas frente al balcón, en la Plaza de San Pedro del Vaticano, agitan paraguas al grito de “¡Viva el papa!”. Suenan las campanas y el bullicio se vuelve tan ensordecedor como el que precede a los grandes recitales de rock. Los ciento quince cardenales reunidos en la quinta votación del cónclave acaban de elegir a un nuevo papa. En la Sala de las Lágrimas, después de realizar el juramento, el pontífice romano electo —cuyo nombre aún es un misterio para la multitud— se prueba una de las tres sotanas blancas de distintas tallas que han sido preparadas para la ocasión. Decide no usar la capa de terciopelo ni la estola papal. No se pone los zapatos rojos de Prada, que son tradición, y prefiere llevar los mismos zapatos de cuero negro con los que ha llegado a Roma pocos días antes. Afuera flamean banderas de distintas nacionalidades y el humo comienza a diluirse en la noche. El encortinado blanco de las ventanas del balcón central de la basílica se abre y el bullicio se convierte en un rugido de feligreses ansiosos. Jean-Louis Pierre Tauran, cardenal francés, protodiácono, asoma a paso lento. Saluda con suaves movimientos de cabeza hacia ambos lados y se acerca al micrófono. Por un instante, la plaza queda en silencio.
—Os anuncio una gran alegría: tenemos Papa.
Los ciento veinte mil feligreses, que todavía no han escuchado el nombre, estallan en una ovación fervorosa.
—El elegido es el eminentísimo y reverendísimo señor Jorge Mario, cardenal Bergoglio de la Santa Iglesia Romana —dice en latín el protodiácono Tauran—. Y ha adoptado como nombre Francisco.
El 11 de febrero de 2013, próximo a cumplir ochenta y seis años, el papa Benedicto XVI anunció su renuncia durante una misa realizada en la Santa Sede. Después de casi ocho años en el trono de Pedro, con la iglesia sacudida por denuncias de corrupción, luchas de poder y el estallido del Vati Leaks —la filtración de documentos confidenciales del Vaticano—, Joseph Ratzinger adujo que, por su avanzada edad, no tenía fuerzas para ejercer de forma adecuada el ministerio petrino e indicó que desde el 1 de marzo la sede quedaría vacante. Así, por primera vez en seiscientos años de historia católica, ciento quince cardenales, de cincuenta países, fueron convocados a la elección del sucesor de un sumo pontífice renunciante. El cardenal argentino Jorge Mario Bergoglio, que en 2005 había sido uno de los grandes candidatos a la sucesión del papa Juan Pablo II, llegó al cónclave de Roma el 27 de febrero. Antes de viajar llamó por teléfono a su hermana, María Elena Bergoglio.
—Me tengo que ir, me mandaron a llamar.
Tenía planeado salir unos días más tarde, pero desde el Vaticano, donde se elegiría al papa número doscientos sesenta y seis, le pidieron que adelantara el viaje.
—Nena, rezá por mí. Nos vemos a la vuelta.
Tenía reservado el pasaje de regreso a su país para el 23 de marzo. En su habitación del arzobispado de Buenos Aires había dejado preparada la homilía que leería el siguiente Jueves Santo y en su agenda figuraba un encuentro con su amigo, el intelectual rabino Abraham Skorka.
La mañana del 13 de marzo de 2013, en la Plaza de San Pedro, nada hacía suponer que un cardenal de 76 años que había presentado su renuncia al arzobispado de Buenos Aires —por superar el límite de edad fijado en las normas canónicas— y que, de regreso, pensaba retirarse a vivir en el Hogar Sacerdotal, podía ser el elegido para comandar una religión que afrontaba —como nunca antes— denuncias de abuso sexual y corrupción, y que desde las últimas décadas buscaba recuperar los feligreses perdidos ante el avance incesante de las iglesias pentecostales. Las estadísticas del Consejo Episcopal Latinoamericano dicen que, en los últimos años, la Iglesia católica —de mil doscientos millones de seguidores, la mitad concentrados en el continente americano— perdió diez mil devotos por día. En un país laico y de tradición católica como México, el último censo poblacional realizado en 2010 determinó que en los últimos sesenta años la Iglesia ha perdido casi 16% de sus seguidores y ha aumentado 4% el porcentaje de ateos. El 12% restante ha manifestado su fe en distintas iglesias evangélicas. En 2010, el presidente Evo Morales quitó el catolicismo como religión oficial de Bolivia y declaró a su país como un estado laico (53% de la población se manifestó católica). En el país con la mayor cantidad de católicos del mundo —Brasil, con ciento veintitrés millones de creyentes—, los resultados del último censo realizado en 2010 indicaron que si 92% de la población era católica en 1970, en los últimos cuarenta años esa religión había perdido 30% de sus seguidores. En la tierra del nuevo papa, Argentina, el número de católicos en las últimas cuatro décadas disminuyó quince por ciento.
Cuando la chimenea del tejado del Vaticano comenzó a despedir humo blanco, la señal que utiliza la Iglesia católica para anunciar que ha sido elegido el nuevo papa, en su casa de Ituzaingó, un barrio del oeste de la provincia de Buenos Aires, María Elena Bergoglio se sentó junto a su hijo Jorgito en la sala a esperar el anuncio de los canales de televisión. María Elena —sesenta años, cabello blanco, físico robusto— estaba tranquila. Pensaba que su hermano era demasiado mayor para asumir la dirección de la Iglesia, que el elegido sería un cardenal más joven. Dijo: “¿A qué pobre desgraciado le habrá tocado ser papa?”, y encendió un cigarrillo. El primero de una tarde larga.
—Lo único que escuché fue “Jorge Mario” —dice la hermana del papa, tres meses más tarde, sentada en el comedor de su casa—. No escuché el apellido Bergoglio. Escuché “Jorge Mario” y me puse a llorar. Desde ese instante vinieron todos los vecinos a saludarme. No pude verlo salir al balcón. Nada. Y el teléfono no paró de sonar.
Ese mismo día la llamaron vecinos, canales de televisión, familiares, programas de radio, amigos. Y hubo, también, una comunicación telefónica desde el Vaticano.
—¿Quién habla? —preguntó Jorgito, el sobrino del reciente papa.
—Yo, Jorge —dijo el papa.
—Tíiio.
aría Elena escuchó el suspiro de su hijo y pegó un salto desde la sala. Le arrebató el teléfono de la mano y, para hablar más tranquila, fue hasta la cocina.
—¿Cómo estás? —preguntó ella.
—Bien, bien.
—¿Cómo estás? ¿Cómo estás?
—Bien, nena.
—Cómo me gustaría abrazarte.
—Créeme, como siempre, estamos abrazados, y te tengo muy cerca del corazón.
María Elena se quedó unos segundos en silencio. No le salían las palabras.
—Mirá, nena: esto se dio así. Y acepté. Quedate tranquila que estoy bien. Te pido por favor que hables con la familia y le digas a todos que les mando un abrazo. No los llamo a cada uno porque somos un familión y fundo las arcas del Vaticano, pero los tengo en el corazón. Recen por mí.
Reportaje de Bruno Larocca, para Revista Gatopardo