Revista Cultura y Ocio

Juan Antonio Reig Pla, ese hombre

Por Eduardomoga
Juan Antonio Reig Pla es obispo de Alcalá de Henares y martillo de homosexuales. Hace un par de años saltó a los medios de comunicación por haber dicho en un programa de televisión que los gays "piensan ya desde niños que tienen atracción hacia personas de su mismo sexo y, a veces, para comprobarlo, se corrompen y se prostituyen o van a clubs de hombres nocturnos. Os aseguro que encuentran el infierno". Son unas declaraciones magníficas: que los niños piensen que sienten atracción por personas de su mismo sexo es extraordinario, porque los niños, mientras lo son, es decir, mientras no han alcanzado todavía la pubertad, experimentan poca o ninguna atracción sexual por nadie, ni de su propio sexo ni del otro; y porque pensar que uno siente atracción es como pensar que uno siente ganas de mear o de rezar un Padrenuestro: la atracción no se decide ni se razona: se siente, sin más. Es admirable también que diga que "van a clubs de hombres nocturnos", en lugar de a "clubs nocturnos de hombres". Sin saberlo, el obispo de Alcalá ha creado una hipálage, como aquella de Virgilio en la Eneida que tanto celebró Borges: Ibant obscuri sola sub nocte per umbram: "iban oscuros bajo la noche solitaria por entre las sombras". En el octosílabo de Reig Pla, lo nocturno no son los clubes, sino los hombres. Y es fascinante esta traslación: hombres oscuros, es decir, tiznados, mestizos, enigmáticos; qué maravilla. Por último, la conclusión: los homosexuales van al infierno. El obispo Reig Pla nos lo asegura: él lo sabe bien, porque habla con Dios y conoce la verdad. De eso se trata, en realidad: de ir al infierno, de recibir, como niños malcriados, el castigado por habernos portado mal, por haber pensado que sentíamos atracción por personas de nuestro propio sexo. No importa que sea un castigo atroz e infinitamente desproporcionado -ahí es nada arder en las calderas de Pedro Botero toda la eternidad; y lo peor es que en la caldera de al lado te puede tocar el propio obispo Reig Pla-: el Dios del amor no puede dejar de castigar un crimen así; el Dios del amor es solo el Dios del amor heterosexual. El obispo Reig Pla ha vuelto a exponer sus esclarecidas cogitaciones sobre la homosexualidad en una carta pastoral titulada "En defensa de la vida: sobre los abusos sexuales de menores y adultos vulnerables", en la que asegura, entre otras cosas, que la mayoría de los abusos sexuales cometidos en el seno de la Iglesia no es contra niños, sino contra efebos, y que sus autores son sobre todo homosexuales (en razón de dos a uno: por cada manoseo de un cura a una niña, hay dos a un niño), por lo cual la Santa Madre Iglesia, que tanto vela por todos nosotros, debe extremar el celo para prohibir que los maricones accedan al sacerdocio. Este ejercicio asombrosamente estadístico y desprejuiciado se completa, como no podía de ser otro modo, con los asertos clásicos: la conducta homosexual es intrínsecamente desordenada, la homosexualidad es antinatural, y la homosexualidad es una enfermedad que puede curarse: solo hace falta que el enfermo lo desee lo bastante (lo que me recuerda a una amiga anósmica que tengo, a la que su madre lleva riñendo desde niña: según ella, no huele porque no se esfuerza lo suficiente). A estas lindezas el obispo Reig Plasuma otra, fascinante, y muy adecuada para los medios de comunicación que se hacen eco de sus dicterios, y hasta los aplauden: la teoría de la conspiración. El obispo cree que un anuncio (satírico) hecho por una revista norteamericana en 1987, según el cual se había diseñado una estrategia para promover el amor por el mismo sexo en el mundo, se ha hecho tristemente realidad: la confabulación ha triunfado, y los gays se reproducen -valga la paradoja- por doquier, inficionándolo todo con sus miasmas homosexuales. El asunto de la condición natural o antinatural de las conductas sexuales, y de que estas sean o no intrínsecamente desordenadas, da para sabrosas consideraciones. En primer lugar, la definición de la naturaleza es también cultural, es decir, humana, es decir, relativa, sujeta a la evolución de su pensamiento y las exigencias de su sociedad. La naturaleza no es única ni inmutable, sino objeto, como cualquier otra realidad, de interpretación y delimitación. La naturaleza no se explica por sí misma, ni mucho menos tiene moralidad: nosotros la dotamos de contenido, decidimos dónde empieza y dónde acaba, le asignamos valores, la admitimos o rechazamos. La naturaleza, en fin, no es una, sino muchas: todas las que nosotros determinamos en función de nuestros conocimientos y nuestras necesidades. Por eso en el comportamiento humano, sexual, social, religioso, futbolístico o gastronómico no hay nada intrínseco: nuestro hacer solo contiene lo que nosotros decidimos que contenga, y mañana podemos decidir que contenga otra cosa, que sea otra cosa. En segundo lugar, es pertinente recordar que se ha demostrado que más de 800 especies animales practican alguna forma de homosexualidad. Y no hay que ir a las selvas de Papúa-Nueva Guinea para observarlo: yo veo con alguna frecuencia por la calle a perros que, con notorio afán, se quieren cepillar a otros perros. La naturaleza es, pues, tan gay como heterosexual. Y Dios, creador del hombre y la naturaleza, lo ha dispuesto así. El homosexual nace, no se hace: y el nacimiento, como bien sabe el obispo Reig Pla, es cosa del Señor. Dios quiere que haya homosexuales. Es más, a veces me he preguntado si Dios no será también homosexual; probablemente sí. Que nos envíe de vez en cuando arcoíris a la Tierra es una señal de sus inclinaciones sarasas. Por otra parte, a mí lo que siempre me ha parecido antinatural es el celibato. Célibe no hay ninguna especie animal en el planeta: todas se reproducen, sexual o asexualmente, es decir, por partenogénesis. Quizá el obispo Reig Pla también se reproduzca por partenogénesis. Su pensamiento, al menos, sí lo hace, porque nada lo fecunda: de sus gametos veterotestamentarios solo surgen más engendros bíblicos, empapados de mitología paleocristiana, seguridades cavernícolas y retórica de catequista del barrio de Salamanca. Sobre la proliferación de escándalos sexuales en la Iglesia Católica, me atrevo a sugerir al obispo Reig Pla que considere la posibilidad de que sean consecuencia no de la homosexualidad, sino del celibato, ese acto de desprecio por la obra de Dios, que nos ha creado sexuados y deseantes, esa automutilación metafórica y gratuita de los atributos con los que nos ha dotado el Altísimo. Yo fui, durante once años, a un colegio de curas, que es a donde iban los hijos de las familias que querían que sus vástagos tuvieran una buena educación. Tener una buena educación, en la España de los 60 y principios de los 70, era que tus hijos no se mezclaran con la chusma de las escuelas públicas. Confieso aquí que, en aquella década larga de convivencia diaria con la orden de los Hijos de la Sagrada Familia, los clérigos solo me pusieron la mano encima para zurrarme. Ninguno se propasó. Era tranquilizador: sabías que, por ejemplo, el padre Carrasco podía arrearte un zambombazo, a mano abierta, delante de todos, o estirarte de la patilla hasta que levitabas, u obligarte a permanecer de cuclillas o arrodillado sobre un garbanzo durante la clase, pero que nunca, nunca, te metería la zarpa por los pantalones. Aquella zarpa estaba adiestrada para dar hostias -ya fuese en la boca, consagradas, o en la cara, retumbantes- y nunca sobaba nada que no pudiera golpear. Mi experiencia sexual con los clérigos no fue, pues, mala, aunque todavía recuerdo las caricias del padre Carrasco y otros ensotanados. Quizá el obispo Reig Pla no tuvo tanta suerte. O quizá sea maricón. ¿Cómo se puede explicar, si no, este miedo a lo otro, a lo distinto, a lo perturbador?

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