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Juan Carlos I, el rey en un sistema de corrupción

Por Peterpank @castguer

Juan Carlos I, el rey en un sistema de corrupción

Los monarcas se adaptan bastante bien a la naturaleza de las monarquías posteriores a las revoluciones de la libertad en Europa. La más perfecta de las adaptaciones, la más fiel a la circunstancia política que los puso en el trono, la ha protagonizado Juan Carlos I. Conviene recordar todas las restauraciones o instauraciones monárquicas, para tener una perspectiva histórica desde la que juzgar con objetividad la conducta del Rey de España.

En realidad, Juan Carlos no puede ser condenado por lo que no puede hacer sin traicionar su juramento a la Constitución. El hecho de que ya lo hiciera como Sucesor, respecto del juramento de fidelidad a los Principios del Movimiento después de Franco, no justifica la esperanza de que sea por dos veces perjuro. Sería cruel, por no decir impío, exigir o esperar un acto de inteligencia o voluntad autónomas en un espíritu educado bajo el dogma de obedecer las órdenes de quien tenga el poder de dárselas.

Obedeció a su padre cuando éste tenía el poder de la sucesión dinástica. Hasta que le exigió que no obedeciera al dictador. Entonces lo traicionó, no por deslealtad familiar, sino porque el poder al que debía de obedecer, para ser Rey, no lo tenía Don Juan, sino Franco.

A la muerte del dictador, el poder para consagrarlo Rey pasó a una sinarquía de traidores al franquismo y a la democracia. Por fidelidad al espíritu de obediencia infantil, donde forjó su falta de personalidad y de carácter, Juan Carlos perjuró, sin renegar de su adhesión a Franco, y juró fidelidad a un nuevo poder, que le ordenaba silencio, con buena vida, en la Constitución de una Monarquía de Partidos.

A los ciudadanos, monárquicos y  no monárquicos, se les ha obligado a aguantar que la magistratura suprema del Estado, donde no se compite para obtenerla, prueba evidente del régimen político en el que estamos, sea inaccesible a todos ellos, salvo a uno, en la idea de que ese uno al no estar “imbuído” supuestamente por ninguna ideología ni intereses de partido o estrecheces regionales sabría convertirse en el mejor árbitro, mediador y moderador de todas las diversidades particularistas, y sería el mejor sostenedor de los derechos de todos sin importar religión, ideología, sexo, fortuna, etc., y garantizando el ejercicio propio de su poder supremo la unidad nacional ( Art. 56 de la Constitución ). El resultado es que esta excepcionalidad, antidemocrática, no ha servido para nada, y no garantiza ni la unidad de España, de hecho firmó lo del Estatuto catalán.

Sin embargo nadie puede decir que el Rey esté secuestrado. Cuando se argumenta esto hay que recordar aquel cínico Decreto de la Constituyente, para hacer creer al pueblo francés que Luis XVI no había huido a Varennes, sino que había sido secuestrado. Ahí apareció la idea de la República como derecho de los ciudadanos a conocer la verdad en los asuntos públicos. Los obstáculos a la verdad, los escollos de la libertad, no estaban en las instituciones y los hombres del pasado, sino en la clase política que engendraba la propia Revolución.
Es inaceptable una monarquía, que nació impuesta consecuencia de la dictadura. Es inaceptable una Constitución sin debate previo, que no somete al legítimo soberano, el Pueblo, qué régimen político quiere.

¿Sirve para algo la Monarquía? ¿No es más importante la Nación que una de sus instituciones? El proceso de descomposición de España, cualesquiera que sean las razones y el fin perseguido, parece inevitable. La Nación empieza alarmarse a pesar de haber sido sumida en la indiferencia. Si el rey no estuviese de acuerdo ya tendría que haber cortado por lo sano; ¿no es el poder moderador? ¿qué quiere decir esto? ¿Si se dice que el régimen es democrático, puede haber arcana imperii como en la Monarquía absoluta?, ¿qué está pasando? Desde luego lo del “secuestro” es una estupidez. ¿Será, efectivamente, frivolidad? En política  la retórica es la lógica de la política. Las palabras son armas: expresan ideas y las ideas acaban teniendo consecuencias.

La verdad es que fue el miedo, junto a la ambición personal de una docena de incompetentes, el factor constituyente de esta Monarquía de Partidos. No miedo del pueblo ni al pueblo. Miedo de la clase dirigente a perder los privilegios que les dio la dictadura. Miedo de la clase gobernante a perder los puestos de mando que les dio el dictador. Miedo de los jefes de partidos clandestinos a perder el control de las siglas que explotaban en la obscuridad. Miedo a la revisión de los pasados represores. Miedo a peligros imaginarios, sin el menor asomo de realidad. Y como no había causa social que justificara el miedo que precede a todas las traiciones, el aparato del PC fue el encargado de difundir el rumor del ruido de sables. Falso. El consenso político lo produce el miedo, la falta de confianza en las propias luces y la incompetencia de la clase gobernante.
Esta situación no debe volver repetirse. La sociedad civil debe saber que en la crisis definitiva de la Monarquía solo debe tener miedo a la clase política generada por la oligarquía corrupta del Estado de Partidos. Miedo a que fragüe un nuevo consenso para perpetuar el mismo Estado de Partidos como ya comienzan a fraguar. No hay más que ver el programa televisivo de anoche ensalzando a este frívolo y moldeable Rey . Hay que abortar ese peligro reaccionario, y asegurar el éxito de la libertad política y la democracia formal.

La España real no se descompone, se descompone la Monarquía de Partidos, la España oficial. La  diferencia entre lo real y lo oficial caracterizó a la Dictadura desde el primero hasta el último de sus días. Estamos seguros de que la Monarquía de Partidos, aunque sea votada por más de 20 millones de españoles, no representa más que a los aparatos de los partidos estatales y a los que prosperan con ellos. Se sabe científicamente  que el sistema monárquico no representa a los electores ni a la sociedad civil.

Aquí, la monarquía está deslegitimada desde que Carlos IV y Fernando VII se aprestaron a negociar la corona de España con Bonaparte, en 1808. Por si no es bastante, recuérdese el nefasto reinado de Fernando VII, el penoso reinado de Isabel IIª, o el patético reinado de Alfonso XIII. La falta de arraigo de la república en España obedece a causas más serias que al prestigio de una dinastía desprestigiada hasta profundidades abisales en los últimos 200 años. El fracaso republicano español es el fracaso de nuestra condición ciudadana.

La responsabilidad del Rey, por su participación en la corrupción felipista, es infinitamente menor (aunque para el pueblo sea más repugnante) que la de estar asistiendo impávido a la disolución de España como Nación. Cuando la corrupción es inherente al sistema, porque no sólo la ampara sino que poco menos que la sacraliza, tanto da la ejemplaridad (o no) de quien ostente la representación cuando ésta sólo sirve de coartada y ambientador que enmascare la pestilente partitocracia que apenas puede representar a la ciudadanía.

La democracia es un avance cualitativo sobre los sistemas solamente liberales. Al liberalismo debemos el sufragio universal, el feminismo, el sistema electoral por mayoría en distritos pequeños, la libertad de expresión, la de asociación en partidos políticos o sindicatos, y en general, todas las libertades personales. Pero de ningún modo la libertad de acción política, que es la esencia de la democracia, única garantía institucional de la libertad. Si la mal llamada democracia suprime la base del liberalismo, como en la Monarquía de Partidos, deja de ser representativa de la sociedad. El liberalismo carece de instituciones para controlar el poder del Estado.

La inteligencia de Juan Carlos ha consistido precisamente en saber que el oportunismo era el criterio óptimo que maximizaba su probabilidad de conseguir la estabilidad en el poder, porque este era el rasgo que era y es seleccionado por el ambiente político del país. Juan Carlos simboliza como nadie una época de corrupción y cinismo donde todo se sacrifica por lograr el poder en procura de beneficios personales.

El enemigo del pueblo no es el Estado, sino la clase política que se apodera del poder. Cuando los colonos americanos se rebelaron contra Inglaterra, no lo hicieron por asco de la Monarquía (rasgo que solo se dió en Tom Paine), sino por odio al parlamentarismo que les había negado la igualdad de derechos con los británicos. Los grandes hombres de la Independencia se preguntaron: ¿cómo vamos a dar a nuestro pueblo el mismo sistema que el de quienes nos han despreciado? Si lo hiciéramos, también caeríamos en sus egoísmos y nos haríamos enemigos de nuestro propio pueblo. La Constitución de EEUU se hizo bajo dos principios: confianza en el pueblo, desconfianza en la clase gobernante. La de esta Monarquía de Partidos se elaboró en secreto, sin fase de libertad constituyente, para que con impunidad y alevosía los “padrinos de la patria” dictaran la desconfianza institucional hacia el pueblo y la confianza del sistema en el interés común de la clase política.

Un abstención superior al 60 por ciento, previsible, deslegitimaría a la partitocracia. El periodo constituyente lo definirá una situación donde la legalidad del poder político perderá la legitimidad que siempre necesita todo principio de autoridad. Cuando llegue ese momento, la situación política será tan imposible de sostener, que todo el mundo lo verá, y apoyará la salida más civilizada y constructiva.

Sin olvidar que también se  agitan banderas republicanas desde plataformas pseudo-izquierdistas financiadas por la propia Monarquía de Partidos.

MCRC


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