Sarmiento, en el Facundo, compone una acusación; Hernández, en el Martín Fierro, un alegato; Güiraldes, en el Don Segundo Sombra, un acto de fe… A Gutiérrez le basta mostrar un hombre, le basta darnos la certidumbre de un hombre… Su prosa es de una incomparable trivialidad. Lo salva un hecho, un hecho que la inmortalidad suele preferir: se parece a la vida. (Jorge Luis Borges).
Una novela puede cambiar el destino de un hombre. Sobre todo, cuando su vida aparece escrita día a día en un folletín, a la manera de Dickens, que los lectores de un periódico consumen con insaciable voracidad. Sobre todo, también, si ese hombre ya ha desaparecido de la faz de la tierra, y la ficción puede adornar vicisitudes de la vida real.
Juan Moreira, el hombre al que una novela convirtió póstumamente en un héroe popular como pocos han existido en la historia de la literatura argentina, fue, en palabras de Hernán Brienza, un “gaucho oscuro” que asoló la campaña bonaerense a fines del siglo XIX y combatió, a punta de facón, con las partidas de policía y con otros gauchos matreros de la época. Lo extraordinario radica en que, pasible debido a su origen de ser acaso uno más entre miles de seres anónimos, se transformó, sin llegar a saberlo, en un verdadero “símbolo para el pobrerío de aquellos años”, aunque su nombre terminó por trascender el ámbito rural y los tiempos convulsos en que vivió. Mucho tuvo que ver para esta póstuma transformación en héroe de los pobres, el folletín en que Eduardo Gutiérrez narró su vida por vez primera en 1880, cuando el verdadero Moreira ya había fallecido en un enfrentamiento policial, de espaldas y contra una tapia que no alcanzó a saltar (Leonardo Favio le dedicó una de las escenas cumbres del cine argentino, por no decir latinoamericano, a ese episodio). La vida de Moreira, condenada en principio a la indiferencia y después a la iluminación fugaz de la letra del prontuario, tuvo entonces un destino inusitado sólo porque un periodista, casi igual de oscuro que él, releyó las palabras guardadas en el archivo policial y, realizando modificaciones puntuales, decidió relatar su historia y publicarla en un diario.
El profesionalismo de Gutiérrez, definido en su alianza entre la tarea del investigador y cronista (que hace pesquisas sobre el terreno, entrevistas y recopila testimonios) y la del novelista (que usa los recursos poderosos de su imaginación), dan como resultado su incorporación en el incipiente “mercado de las letras”, y lo distancia, en consecuencia, de sus pares periodistas, quienes sólo pueden ver, en el suceso logrado con los folletines gauchos, una claudicación y una asociación espuria con los nuevos sectores populares urbanos que leen sus textos y, a su manera, los legitiman.
Tal vez ninguno de los contemporáneos de Gutiérrez haya imaginado que, lejos de debilitarse hasta desaparecer por completo, la figura de Juan Moreira alcanzaría nuevas proporciones, poco tiempo después, cuando la prosa folletinesca fuera llevada al teatro para su representación, potenciando sin retorno sus dimensiones populares. Ni tan siquiera la censura moral que muchos críticos de la época hicieron de la obra lograron detener un fenómeno que, una vez apropiado por el pueblo que asistía a las funciones –que se disfrazaba de Moreira, que se identificaba con Moreira, que sufría con Moreira–, resultó incontenible.
Una serie de anécdotas jalonan el paso de Juan Moreira por la escena teatral. Acaso la más curiosa y contundente es la que aconteció a mediados de los 80, cuando un paisano asistió a la función y, al observar el enfrentamiento con la partida, saltó al escenario para defender a su héroe (una especie de reverso de la willing suspension of disbelief, comparable con una escena de Les Carabiniers de Godard que transcurre en un cine). Condenada al olvido por incitar al mal ejemplo, este suceso en el que la realidad y la ficción se mezclan equívocamente, pareció condensar todo lo que no se debía hacer, lo que no se debía leer ni escribir. Claro que, desde otra perspectiva, la misma anécdota puede considerarse una manifestación cabal de la intensa eficacia popular alcanzada por una narración que potenció lo novelesco de una vida real hasta convertirla en leyenda.
Ya avanzado el siglo XX, y en el marco de la lucha popular por el retorno de Perón a la Argentina, la figura del gaucho perseguido y violento puede volver a ponerse en circulación adquiriendo nuevos sentidos. Pese a que el guión estuvo listo en 1968, no fue hasta 1973 que Leonardo Favio inmortalizó en cine, con intensos colores, la vida de Moreira, tal como se había anticipado. La historia narrada en el filme, según se infiere de los títulos, no se basa linealmente en la novela de Gutiérrez. Esta elección de una trama ya elaborada por la literatura y por los relatos de circulación oral para recrearla según renovados matices vuelve a producir un efecto impactante, pues la película alcanza una cifra récord de espectadores y se convierte en una de las más vistas en la historia del cine argentino (demostrando que taquilla y calidad no siempre están en riña). La persistencia de lo real en la sucesión de hechos que protagoniza el gaucho violento acorralado por la justicia se impone, a través de los tiempos, a todas las reelaboraciones, las metamorfosis, las variaciones, a la vez que se pone a disposición de nuevos cambios y versiones como pocos personajes de la literatura nacional.
En el Juan Moreira de Favio, la ley no está escrita, sino que emerge de la voz en off que acompaña algunas de las imágenes. A su vez, la circulación popular de la vida de Moreira está fuera del ámbito de la oralidad, y aparece, en cambio, graficada en una suerte de comic en el que se representa en viñetas la historia del gaucho. Sin embargo, la fuerza que las imágenes tienen en la cinta ya está, en parte, en la versión novelesca. Como bien lo anticipó Borges refiriéndose a la escena del duelo con Leguizamón: ¿no es memorable esa invención de una pelea caminada y callada? ¿No parece imaginada para el cinematógrafo? No hace falta ver la escena referida para comprobar que estaba en lo cierto.