Por Facundo R. SotoEditorial Conejos 2011
Cada relato de “Juegos de chicos” nos presenta, de uno en uno, a los once jugadores de un conjunto cuyo denominador común es que todos son homosexuales.
Ya de noche, después de un entrenamiento, cansados y rodeados por nubes de mosquitos, “Fosforito”, que jugaba como arquero, nos anunció que se iba del equipo. Argumentó que tenía problemas con los horarios de la facultad, y cómo vivía en La Plata, se le complicaba seguir viniendo a capital. Y de pronto, de manera súbita, insistió para que “7” festejara su cumpleaños. A él no le importaban los festejos, pero esta vez se lo notó con un especial interés para hacer la fiesta. Finalmente “7” accedió ante tanta presión.
Dos viernes después, reunidos en el departamento de “7”, “Fosforito” fue el primero en llegar. Me senté al lado suyo. Mascaba un chicle rosa y no paraba de hacerme preguntas acerca de los chicos del equipo que faltaban llegar. “9” ponía en la mesa platos de plásticos con una pila de chips de jamón y queso. “7” recalentaba las pizzetas que había hecho su abuela. “10” contaba un chiste tras otro. Casi nadie se reía. El nuevo de Depeche Mode sonaba de fondo. Cuando esperábamos el show de “8” tomando cerveza y Coca Cola, todavía con la mesa llena de papas fritas, salchichas y sándwiches de miga, sonó el timbre. “Fosforito” bajó a abrir la puerta del edificio. “8” seguía en el cuarto de “7” probándose pelucas. Entré sin golpear a la puerta y lo vi. Estaba en cuero, pintándose la cara al mejor estilo Robert Smith. Iba a hacer play back de una canción de Isabel Pantoja o Valeria Lynch. Le daba exactamente lo mismo porque no sabía ninguna de las letras. “No digas nada”, me dijo riéndose. Al volver al living me encontré con dos tipos vestidos de negro que acababan de entrar dándole una patada a la puerta. Llevaban pasamontañas, apenas dejaban ver sus ojos a través de dos agujeros. Uno de ellos tenía un arma en la mano. Con la pistola en alto corrió la mesa a un costado, haciendo que se volcaran los vasos y se estrellara una botella de cerveza contra el piso. Tuve palpitaciones.
- ¡Todos contra la pared… vamos… rápido!- dijo el que lo acompañaba.
- Ahora bájense los pantalones- ordenó.
Las fotos de nuestro equipo de fútbol habían quedado proyectándose automáticamente en la pared. Una mano invisible había apagado la música y el silencio cortaba el aire. Se quitaron las remeras. Al girar la cabeza pude ver al tipo del arma que se ponía una gorrita y después sonaba un tema de los Sex Pistols remixado con un rap. Los hombres de negro comenzaron a bailar break dance de una manera que no se podía creer. Uno apoyó su cabeza contra el piso y giraba como un trompo. Todavía agitados por el susto vimos cómo sacaban sus pijas, kilométricas, apuntando al dueño de la casa. Uno de ellos empezó a masturbarse con movimientos exagerados. Cuando estaba en lo mejor, la guardó, levantó la mano derecha para saludar al estilo Isabelita y se fueron. El clima quedó convulsionado. Era una mezcla de excitación y miedo. Algunos chicos, en voz baja, dijeron que se habían dado cuenta enseguida que era una broma, pero sus caras seguían pálidas.
Todo fue muy rápido, pero intenso- comentó el doctor del equipo. Hubo un antes y un después de aquel episodio. Cuando “2” puso a Los Ramones, volví a sentarme al lado de “Fosforito”. Entre vaso y vaso de cerveza me contó que ése había sido su regalo de cumpleaños, que le salió quinientos pesos, pero que valía la pena. Cuando miré sus ojos con lentes de contacto flúo le pregunté, sin pensar, por el real motivo de su partida del equipo. Al cabo de un rato me susurró al oído:
- No se lo digas a nadie, pero entro a la escuela Juan Vucetich. Quiero ser policía- aclaró para que no me quedaran dudas de lo que acababa de decirme.
- Ya pasé todos los exámenes- Eructó con aliento a mostaza - En la escuela tenés que estar internado… cuando tenga algún fin de semana libre y pueda salir, los llamo, y me prendo para jugar un picadito.
En ese momento salió a escena “8”. Parecía un mamarracho. Como “7” no tenía vestidos ni polleras en su casa, se había puesto un mantel de tela en la cintura, que poco le cubría las piernas musculosas y peludas. El maquillaje estaba hecho con marcadores. La transpiración transformaba su rostro en una mancha de petróleo al mejor estilo Alice Cooper. La peluca rosa que “7” guardaba de un carnaval carioca, se le caía con cada movimiento que hacía. “8” corría y se tiraba encima de la gente, que lo miraba con la boca abierta, como si fuese un torpedo. Los labios iban para un lado y la letra de la canción para el otro: “Más… me das cada día más”, era lo único que sus labios decían sobre la voz de Valeria Lynch. Ese era el “regalo de cumpleaños” improvisado de “8”.
“El arquerito” se levantó, cerró los ojos y comenzó a bailar arriba de una silla. Algunos de los piropos que los chicos le dijeron fueron: “Madonna es un macho al lado tuyo…”, “¡Ay! ¡Queé mujer!”, “Mu-je-ro-ta, sabeeelo”. A “El arquerito” le encantaba que lo llamaran “La Fosforito”. Cuando bailaba se transformaba, era otra persona.
Hace dos días entré a un supermercado chino de la Avenida Corrientes. Me sorprendí al ver frente a la caja dos piernas enfundadas en un pantalón. Se le marcaba el bulto de una manera descarada. Cuando levanté la vista me encontré con el uniforme de un policía. Después que nuestras miradas se encontraron, nos dimos un fuerte abrazo. “El arquerito” me contó que terminó su carrera y se encontraba patrullando la zona. Me sopló al oído, casi como aquella vez cuando me contó que iba a ser policía, que ahora coge más que nunca. Había llegado su turno de pagar. Lo hizo, me volvió a dar otro fuerte abrazo y se subió al patrullero que lo esperaba en la puerta. Creo que prendieron la sirena para que me quede pensando en él, o en “ella”, como le gustaba que lo llamemos.