Érase una vez un hombre obsesionado con el sexo. Forzado a contraer matrimonio en la adolescencia, todas sus energías se consumían en el goce carnal. Para reconducir los libidinosos pensamientos, decidió hacerse asceta y dormir junto a jovencitas, probando su insana castidad. Érase un hombre cuya salud mental hoy habría sido puesta en tela de juicio. Érase un enfermo llamado Ghandi.
Érase una vez un hombre equilibrado y sensible, aficionado a la música clásica y aplicado alumno con vocación de monje. Un sujeto que marchó a Viena para ser estudiante de bellas artes. Érase un hombre que fue rechazado por la academia de arte y la escuela de arquitectura y convirtió su frustración en ideología política. Érase un ser equilibrado llamado Hitler.
Érase una vez -sólo una, por irrepetibles- alcohólicos como Hemingway, esquizofrénicos como Forbes Nash, sordos como Beethoven… Érase un vez adictos como Poe, traumatizados como Frida Kahlo, discapacitados como Hawking. Éranse miles de personas que hicieron de la diferencia seña de identidad y de la debilidad, un don. Éranse hombres y mujeres raros que desmontaron lo establecido y ampliaron la estrecha visión de la sociedad.
Érase, muchas veces, cuentos perversamente rutinarios, con personajes equilibrados y en su sano juicio; ciudadanos ejemplares que en el universo de la normalidad tambalean y vuelven loco al mundo.
Érase una navidad para pensar cómo algunas falsas debilidades son regalos escondidos; fechas para aceptar al prójimo con sus ricas e inesperadas virtudes. Érase un tiempo para perder el juicio y, con la venia, señorías, ganar el pleito al conformismo con el testigo sorpresa de la rareza.