La conexión de los tiempos concretos del año con el tiempo absoluto se vive cada cierto tiempo; desde la infancia hasta la edad adulta. En realidad, todos los tiempos son inventados: el concreto y el absoluto. Son otras dos ideas de la mente. Dos ideas más que inventa o crea para ¿explicar? el mundo o quizás aprender a entenderlo.
Desde mi particular cosmovisión es el otoño el tiempo concreto que supone la mayor ventana a la profundidad del tiempo absoluto, eterno y perenne. Pero ahora que el sol empieza a ahogarnos en su calor, vuelven a mi mente las imágenes sacralizadas de unos días intactos anaranjados, de luz cierta y juegos interminables donde la tristeza no se había inventado.
La luz del patio de la casa era, como digo, anaranjado. Más concretamente, de un ocre amable con destellos amarillos. Curiosamente coincide con el color de las hojas del otoño, acaso en una conexión secreta existente entre las partes del año, las secuencias del tiempo, las estaciones de la vida.
Ahora, tras algunos años, sigo sintiendo lo mismo, pero con el añadido del escepticismo ante las emociones más irracionales y la duda (aunque no me preocupe mucho) de si será cierta y verdadera la sensación de asomarse a la eternidad al observar el brotar de una nueva yema en el rosal blanco que cada año se alimenta del fuego solar que nos devuelve, una vez más, al mes en el que todo acaba y empieza a la vez: junio.