Una más de las inestabilidades de nuestro sistema económico y productivo tiene que ver con el sistema de distribución de mercancías a gran escala que se ha ido implantando en Occidente, y que cada vez es más imperante con el oligopolio de facto que ejercen a nivel continental las grandes cadenas de distribución. A lo largo de décadas estas grandes compañías han ido copando todo el sistema en algunos sectores y especialmente el de la distribución de alimentos, hasta el punto de que en la actualidad la mayoría de los productos alimentarios que se consumen en el mundo rico pasan forzosamente por sus manos. Esto les da un gran poder de negociación a la hora de fijar los precios en origen y en destino, poder que en algunos casos puede ser percibido como una verdadera coacción. Así, un payés que se niegue a vender leche, carne, frutas, verduras o cualquier otro producto a un cierto precio acaba viéndose excluido del circuito comercial y tendrá que pasar verdaderas penalidades administrativas y logísticas si quiere buscar vías alternativas para sus productos, y eso en el supuesto de que las encuentre. Esto lleva a protestas recurrentes de los afectados, tan numerosas en los últimos años que me cuesta escoger un enlace representativo; por poner uno, pongo éste. Los medios ciertamente informan con cierta periodicidad de estos actos de protesta, pero justamente por ser tan recurrentes pierden su valor noticiario y de novedad. Esto lleva a escaladas cada vez más grandiosas y en ocasiones violentas (como en la reciente protesta de ganaderos de toda Europa en Bruselas).
Contrariamente a lo que pasa en otros conflictos de gran envergadura, los que protestan tienen bien identificado su enemigo en la gran distribución y para contrarrestar su irresistible poder intentan influir en los legisladores para que regule más estrictamente la distribución y corrija abusos. Todo lo cual es inútil, puesto que la distribución a escala masiva tiene toda la lógica económica de la economía de escala, y permite maximizar los beneficios de los distribuidores, aunque sea a costa de reducir mucho el beneficio de los productores. Además de la capacidad de influencia de los grandes capitales que hay detrás de estas empresas sobre los Gobiernos, se tiene que tener en cuenta que la gran distribución tiene un atractivo adicional para cualquier Gobierno: su acción se traduce en la moderación de precios finales en los bienes de consumo masivo, lo cual permite mantener la inflación a raya. En tanto que los productores primarios no quiebren o no abandonen el sector, la presión por mantener el actual status quo será por tanto muy importante.
La competencia insuperable de la gran distribución no se concentra sólo en los alimentos, sino que progresivamente ha ido abarcando otros ámbitos: ropa, discos, electrodomésticos… Las grandes superficies (también denominadas hipermercados en estas latitudes) se han convertido progresivamente en el centro de la actividad mercantil doméstica en poblaciones de mediano y gran tamaño, en lo que es la transliteración europea de los malls americanos. Desde el punto de vista del distribuidor centralizar la distribución a un único punto, alejado del centro de la ciudad, supone muchas ventajas en términos de consumo de combustible, ya que no tiene que repartir la mercancía al detalle, y ese coste adicional es asumido por el consumidor final y de una manera muy poco eficiente, pues en vez de desplazar muchas mercancías a la vez a una tienda para su distribución al detalle, muchos consumidores se desplazan en sus poco eficientes automóviles para retirar pequeñas cantidades de mercancía cada vez. Pero, insisto, no se puede hacer nada: es el progreso… o quizá no.
La concentración de la distribución en cada vez menos empresas y con mayor cartera de productos ha ido en paralelo a la implantación de un sistema de producción nacido en Japón, conocido como Just in time (Justo a tiempo). Tal sistema de producción se basa en una optimización de costes haciendo una apuesta radical sobre la producción: se producirá lo justo, intentando tener el mínimo inmovilizado material en suministros para la fabricación y en stock. En este sistema se fabrica casi a demanda y se sirve prácticamente en seguida. Tal modelo de fabricación tiene la ventaja de que no sólo se reduce el riesgo de tener mucho stock invendible, sino que además también se reducen las necesidades financieras (puesto que no hace falta tanto dinero efectivo para comprar los suministros que luego se usarán para fabricar). Las ventajas económicas para el fabricante, pues, son claras. La mayor desventaja del método es que todo tiene que funcionar como un reloj: no se puede reaccionar adecuadamente al menor problema de suministro o alteración en la fabricación. En suma, este modelo se basa en que todo va bien siempre, asumiendo las pérdidas presumiblemente pequeñas y ocasionales. El problema comienza cuando los problemas dejan de ser limitados y ocasionales.
La interacción del Just in time con los grandes distribuidores ha dado lugar a una espectacular reducción del fondo de almacén de éstos, hasta extremos inauditos. Hoy en día se considera normal que un supermercado tenga suministros para sólo tres días. Como es obvio, tal sistema es extraordinariamente frágil, y más cuando los recursos comienzan a escasear.
Lo que comenzó siendo un sistema para disminuir las necesidades financieras de las empresas ha acabado siendo una necesidad crítica en estos momentos de crisis. Gracias al margen adicional que proporciona el Just in time las empresas han ido reduciendo sus márgenes de ganancia de una manera que sería imposible sin este método, para intentar capear la crisis como si ésta fuera momentánea (aunque ya sabemos que en realidad no acabará nunca). En el proceso han estrangulado económicamente a productores y pequeños distribuidores, cosa de la que son conscientes, y bien saben que tal cosa no puede mantenerse eternamente; todo se trata – se trataba- de aguantar un poco más, a ver si comenzábamos a remontar. Y ahora estamos encerrados en lo más profundo de este foso.
No sólo el Just in time ha permitido sobrevivir en una época en la que los márgenes comerciales disminuyen por la caída del consumo; también las dificultades financieras empujan a su radicalización. Y es que, con las fuentes de crédito casi secas en muchos países por los problemas generalizados del sector bancario, la mejor manera de poder hacer frente a las necesidades de crédito es simplemente reducirlas. Y eso conlleva reducir más aún los fondos de almacén, y que no encuentres más que dos o tres pares de zapatos del número 38 y que si quieres más se tengan que encargar; o que si quieres determinados componentes electrónicos, hace dos años muy comunes y con amplio stock, ahora te tengas que esperar como mínimo una semana para que se curse la petición y se formalice el envío. Este proceso de reducción de stock se está trasladando en cascada por toda la cadena productiva, como una metástasis silenciosa que va minando sus cimientos, vaciándolos de contenido y favoreciendo que el día que la cadena se rompa se produzca un colapso sistémico y repentino. Porque, además, el modelo que se ha impuesto implica una pérdida de localidad y de resiliencia; sin saberlo, el tejido de nuestra realidad productiva se ha vuelto vaporoso, como una goma elástica excesivamente estirada, y con el mismo nivel de tensión…
En un informe encargado por la compañía de seguros Lloyd’s (que ya comentamos hace tres años) se alertaba, entre otras cosas, que la llegada del peak oil ponía en peligro la cadena de suministro precisamente por culpa del modelo Just in Time. El informe en cuestión llegaba más lejos y decía que el flujo de mercancías podría detenerse tan pronto como en… 2013. Esencialmente, ensimismados ante la magnitud de la crisis actual y sin entender que hay que cambiarlo todo, hemos perdido tres años preciosos. Ahora lo que nos queda por ver es en qué momento exactamente comienzan a interrumpirse las cadenas de suministro y llega el desabastecimiento, el hambre y las revueltas. Lo común en otras latitudes, pero esta vez en nuestra propia casa.