Vaya. Si leo que el Sheffield, fundado en 1857, es el club de fútbol más antiguo del planeta, y me dan ganas de revisar algunas cosas que escribí criticando lo british, pues lo british me ha dado algo para disfrutar como el fútbol: un disfrute lúdico y algo tribal. También montones de discos, claro. Y libros que amo, y otros que no tanto. Algo tan ineludiblemente british como cada página de Chesil Beach va a constituír el empujoncito para prender fuego a la hoguera de las malas obras, cosa (me niego a usar la palabra proyecto, empresarialmente aburrida) que se anda cociendo.Curioso: cada vez me gustan más músicos americanos. Pura casualidad, pero significativo, pues, en el concepto musical que me gusta siempre había considerado que iban un paso atrás, siempre esperando que alguna corriente se manifestara para hacerla suya a base de inspiraciones de segunda mano. Así que nada más inesperado que prendarme del trabajo de estos cuatro tipos de New Jersey (gracias, HBO, jamás puedo dejar de pensar en Tony Soprano cuando nombro ese Estado) que acuden al curioso nombre de Vampire Weekend. Que lo tienen todo: chicos de clase media (o sea, no crean porque sufren), de raza blanca, y con unas curiosas influencias iniciales (que si música africana, que si el Paul Simon de Graceland) que yo no acabé de entender. Pero que conste: hace muchos años que incrusté Oxford Comma en uno de esos quijotescos e inacabados proyectos (salió la palabrita, leches) de agrupar en un DVD mis 1000 temas favoritos. Encima, grupo ineludiblemente a medio camino entre el indie-pop y una especie de remedo hecho a la medida para servir de banda sonora a toda la movida preppy. Si hasta han sacado su música en un spot de Tommy Hilfiger (y son, seguramente, el grupo que creerías va a sonar a continuación en cualquier tienda de Hollister o Abercrombie & Fitch).Pues resulta que Vampires in the City, tercer disco y, dicen, cierre de una trilogía, es una de esas sorpresas que te encuentras escuchando compulsivamente. Debo confesar que me veo a mí mismo exagerando de forma ostentosa si recuerdo que Ok Computer también era tercer disco. Y no creo que los cuatro jovenzuelos estos vayan a cambiar la música. Pero resulta que estas canciones resuenan más allá del final del disco (una sublime cancioncilla que define a las claras que acabamos de oír un álbum, no una serie de canciones dispuestas en una secuencia que las haga digeribles). Me gusta la sutileza de Step y me encanta como Hannah Hunt se transforma en otra canción pasados los 2:40, y también Hudson, lleno de fascinantemente molestos ruidos electrónicos, me indica que los tiros pueden ir por otros lados en cualquier momento. Aunque comprenda que se deben al público que les lanzó a la fama, y deban intercalar algún número dominado por las guitarras y el nervio post-milenio, el conjunto de este magnífico disco me resulta una especie de constatación (junto a factores como el triunfo de internet, el triunfo de Obama y el hecho de tener una prima en Portland, Oregón) de que, por fín, los estadounidenses han dinamitado la cortapisa mental de pensar que los europeos creábamos y éramos originales y patatín patatán: los europeos no sabemos ni cómo pagar todas las sociedades del bienestar que nos hemos montado. Bastante tenemos con eso como para ponernos a crear.