Revista Cultura y Ocio

Kafka dentro de mi cabeza

Por Calvodemora

Kafka dentro de mi cabeza
Para lo que no se está preparado es para el dolor: el extremo te aturde, te avisa de la distancia que existe entre el la vida y lo que la acosa, y esa distancia es infinitesimal: el dolor es un festejo del mal y un tara inútil con la que certificamos nuestra naturaleza falible, ínfima, imperfecta, y tal vez sea mejor que nos gobierne toda esa fragilidad física porque el dolor carece de metafísica. Es un trallazo, una bomba de relojería alojada en los bucles del alma o en las blondas abismales del puñetero ADN. En la forma en la que uno afronta el dolor se muestra mucho de lo que somos. El dolor es un paisaje que el cuerpo inventa para desheredarnos del entusiasmo razonable de vivir. El dolor, contrariamente a lo que pueda pensarse, a pesar de tener vínculos científicamente probados, no tiene nada que ver con la muerte. Se puede morir uno dulce y mansamente sin que una sola brizna de dolor se acuartele en el cuerpo saliente. Y nos educan para temer a la muerte, pero no hay una pedagogía del dolor. Un amigo mío, al que ya no veo, decía que tenía a Kafka dentro de su cabeza cuando le dolía. Está bien como imagen, pero pensándolo, me duele más, Juan.
Las religiones incluso lo avalan como tratamiento contra los excesos mundanos. Ya sabemos que la fe es un potente afrodisíaco mental, una pastilla de gozo puro que espanta la bestia políglota que nos revienta por dentro. Hoy pensé en todo esto mientras que el dolor se hospedaba, soberbio, una pizca cabrón, en mi cabeza y me contaba historias antiguas, transmitidas cromosómicamente, desde la fiebre primera de los tiempos hasta la de ahora, la que me oscurece. Porque el dolor oscurece, achanta, torna a gris lo antaño alegre. Sabe uno, no obstante, los prodigios de la química. Se administra unas pastillas y regresa, eufórico, el color. Se va el gris. Se desaturde el cerebro y se contentan los músculos.
Kafka dentro de mi cabeza
El otro dolor, el moral, ése está más al día, nos invade con más frecuencia, se instala sin estruendo en el chasis, en el alma, en ese desprevenido refugio en el que somos limpios y nobles y razonablemente buenos. Y ahí estoy, confiado en que el dolor se aburra y huya como sepa sin que el rencor o el peso de la costumbre le fuerce el regreso y me vuelva a desocupar de mis vicios, que son casi lo que yo más quiero en el mundo. Del otro dolor, del metafísico de verdad, no hablamos hoy. De ése, del que tenemos noticias y que con incómoda frecuencia, nos visita cuanto le place, no diremos nada. Al fin y al cabo, hoy es viernes. Y las calles lo celebran con el sol y su ajetreo habitual. Desde aquí, a poco de ir al trabajo, la oigo en su trajín feliz.

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