Afirmar que Rusia hace frontera con Polonia y Lituania puede parecer a primera vista una barbaridad geográfica considerable. Sin embargo, gracias al pequeño detalle que aquí nos ocupa, es algo completamente cierto. Entre el territorio polaco y el lituano se encuentra un enclave ruso de poco más de 15.000 km2, abrazado por las fronteras de sus vecinos y con el Mar Báltico como única salida. Su nombre actual, Kaliningrado; históricamente, Königsberg.
Una presencia olvidada a ojos del mundo pero con una importancia vital en la geopolítica europea desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta hoy. Puesto de avanzada de Rusia en un espacio estratégico entre Europa Central y Oriental, la importancia del óblast de Kaliningrado todavía es considerable para el gigante euroasiático. No obstante, no deja de ser un anacronismo geográfico y político de la Guerra Fría cuyo sentido hoy día está enormemente desdibujado. Su futuro, por tanto, simboliza en gran medida las dinámicas sociales, económicas y políticas que vive el continente europeo. Tanto Moscú como Bruselas intentan encontrarle un hueco sin enfadar al vecino. Mientras tanto, sus habitantes, con un profundo problema identitario, buscan su lugar entre la nueva Europa comunitaria y la post-soviética.
De Prusia a Rusia
La ciudad de Kaliningrado y la región homónima circundante tiene una impronta que se remonta siglos atrás. En buena medida, y de manera un tanto paradójica, es la cuna de lo que hoy es Alemania. Königsberg fue la capital histórica de la región de Prusia Oriental, consolidada por los caballeros de la Orden Teutónica a lo largo de los siglos XIV y XV. Posteriormente este territorio, que abarcaba las actuales repúblicas bálticas y el norte de Polonia, se reconvirtió en Prusia, ente político central en el nacimiento de Alemania como estado en 1871.
Formando parte de Prusia y Alemania, Königsberg y su hinterland fueron zonas bastante prósperas, especialmente en un sentido agrícola e industrial. Sin embargo, todo eso terminó con la Segunda Guerra Mundial. Con los acuerdos de Postdam, toda Prusia Oriental quedaba repartida entre Polonia y la Unión Soviética, con el enclave de Kaliningrado –rebautizada entonces– directamente dependiente de la República Socialista Soviética de Rusia. Aquel estatus especial fue una orden directa de Stalin y no caprichosa. El líder soviético buscaba una base de plena soberanía rusa en aguas templadas, que no se congelasen en invierno. De hecho, y junto con la base naval de Sebastopol, Kaliningrado era y es el único puerto de la potencia de los Urales libre de hielos todo el año. Para remarcar su valiosa condición, la zona estuvo cerrada al paso de extranjeros durante casi medio siglo. Y es que su situación siempre ha sido privilegiada para controlar el Báltico, tener una salida submarina hacia el Atlántico y una guarnición de tropas y nuclear más cerca de la Europa occidental.
Esta posición geoestratégica, aunque habitualmente no se tenga en cuenta en las dinámicas del teatro europeo durante la Guerra Fría, tiene mayor importancia de la que parece. Incluso hoy día, con la situación bastante más distendida, conserva parte de su papel primigenio.
Sin embargo, el paso de Königsberg a Kaliningrado ni mucho menos fue tranquilo. El pequeño óblast fue rusificado al estilo soviético de la época. La población alemana de la región fue deportada, la zona colonizada por ciudadanos rusos traídos expresamente y la ciudad de Königsberg fue privada de todos los símbolos que recordasen su pasado alemán. Hasta algunos de los puentes que inspiran el conocido problema matemático fueron destruidos. Sólo se salvó la estatua y el mausoleo del vecino más ilustre de la ciudad, Immanuel Kant.
El rediseño de Kaliningrado durante la época soviética convirtió a este enclave en una pequeña copia de Rusia al oeste de la madre patria. Del escaso millón de personas que han habitado el óblast desde que cambió de manos, más de las tres cuartas partes de la población han sido y son rusos étnica y lingüísticamente hablando. A esta cifra se le sumaría el número variable de soldados soviéticos – principalmente rusos – que han servido en la zona durante la Guerra Fría, que se reduciría drásticamente con el colapso de la URSS.
Peón de Rusia y caramelo de Europa
Cuando la Unión Soviética dio paso a Rusia y a catorce países más, el debate ni mucho menos fue para el porqué de la existencia de Kaliningrado. Simplemente cambió de bandera. No obstante, a pesar de la aparente incongruencia de la situación, para Rusia sigue siendo una pieza vital de su defensa y seguridad nacional. Para el resto de Europa es simplemente un resto post-soviético que evidencia que Moscú no termina de abandonar la lógica de bloques de la segunda mitad del siglo XX para con Europa occidental.
En general Kaliningrado adolece de todos los males que puede tener un enclave separado del resto del país. Económicamente tiene potencial para ser una región boyante, y de hecho ha estado creciendo al 10% durante varios años, sin embargo, ni los enormes depósitos de ámbar ni el petróleo de sus aguas consiguen revertir un saldo comercial desastroso, en el que las importaciones triplican a las exportaciones. Tampoco tiene unas infraestructuras punteras como la red eléctrica, heredada de la época soviética, y juega con los proyectos comunitarios de la región para sacar beneficio de ellos, como la Autopista del Báltico, que discurre por la orilla este y sur de dicho mar e irremediablemente tiene que pasar por Kaliningrado.
Sin embargo, la prosperidad de los últimos años está lejos de poner al óblast en una posición óptima. La economía sumergida está generalizada, y las actividades y tramas ilegales se benefician de este rincón donde la ley rusa llega perezosamente. Del mismo modo, salir de la ciudad de Kaliningrado supone un viajar a un mundo rural improductivo y donde la pobreza abunda, al contrario que los servicios sociales, escasos y precarios.
Las críticas más duras de sus habitantes hacia Moscú van encaminadas a que al vivir subvencionados por el resto de Rusia, cuando el país va mal – tres crisis severas en un cuarto de siglo –, las ayudas se cortan y la región lo sufre profundamente. Igualmente, las políticas fiscales y económicas que tanto gustan de cambiar en el Kremlin afectan al óblast ya que no da confianzas de inversión a largo plazo, especialmente extranjeras, en una región con un potencial económico y logístico enorme. En la actualidad es el turismo, paradójicamente alemán, lo que mantiene en buena medida la economía regional a flote.
Rusia, sin embargo, no quiere soltar la correa de una región que, a pesar de no poderla mantener como debería ni como le gustaría, es un freno en las políticas expansionistas de Unión Europea y OTAN hacia el este continental. Y decimos freno, que no obstáculo insalvable. Lo que en Moscú consideraban su área de influencia post-soviética se ha ido pasando en dos décadas a los brazos de Bruselas, bien a la UE, bien a la OTAN. Así Kaliningrado ha acabado rodeada por elementos política y económicamente integrados, profundizándose la brecha entre el pequeño óblast y sus vecinos.
Actualmente, la carta que en Moscú juegan con Kaliningrado es similar a su función en la Guerra Fría. El despliegue del escudo antimisiles en los miembros de la Alianza más al este no gusta en Rusia, a pesar que desde la OTAN se insiste en que está encaminada a protegerse de Irán, si bien un objetivo encubierto es mermar la capacidad nuclear del gigante euroasiático. Así, en el Kremlin utilizan Kaliningrado como moneda de cambio: si la OTAN no se muestra excesivamente belicosa, Rusia no despliega misiles a orillas del Báltico; si la Alianza Atlántica insiste en desarrollar su escudo, Rusia traslada misiles balísticos, como hizo en 2012 con varios Iskander, que a pesar de tener un rango de alcance limitado de 400 kilómetros, capitales como Varsovia o Vilna entran en el radio de acción de estos proyectiles.
Desde la otra parte, la Unión Europea juega bajo dos premisas: la primera, seducir a la población del óblast con políticas de integración, proyectos conjuntos y una mejor cara que la que presenta a Moscú; la segunda, presionar políticamente a la pequeña zona para aumentar el descontento con su gobierno e intentar forzar una situación más favorable a los intereses europeos. Sin duda, la salida de Kaliningrado de la influencia rusa sería una victoria política considerable para la Unión, consiguiendo establecer una continuidad total geográfica y política, sin elementos o territorios que puedan ser una amenaza potencial para Bruselas y los países comunitarios de la zona.
El problema de no saber quién eres
Las políticas de la UE tienen un claro objetivo. En Bruselas intentan explotar una cuestión de índole política y social enormemente extendida en Kaliningrado como es la ausencia de identidad. En la región son rusos: étnicamente rusos, rusófonos y en su pasaporte pone que son ciudadanos de la Federación. Sin embargo, no se sienten rusos. En aquellas generaciones que emigraron tras la guerra para repoblar la zona sí se conserva esa identidad, aunque con cierta resignación puesto que viven geográficamente muy limitados; en la población joven, la identificación con Rusia es inexistente. Viendo a los vecinos, las nuevas generaciones miran más hacia la Europa occidental que hacia su país. Tampoco es extraño, ya que en distancia, capitales como Berlín o Copenhague están más cerca que Moscú, y las posibilidades de transitar por países de la Unión son mayores y más baratas que trasladarse a Rusia. Igualmente, la sensación de abandono de su gobierno cala profundamente. Ven a Polonia y Lituania crecer económicamente, desarrollar industria y recibir enormes partidas de inversión procedentes de la Unión mientras ellos se resignan a depender del petróleo y del contexto internacional para que en el Kremlin les tenga en cuenta.
MÁS INFORMACIÓN: Kaliningrado y la Unión Europea
Socialmente es un goteo constante de jóvenes que emigran de la región hacia Europa; políticamente es un serio reto en gestación. Con más desigualdad a ambos lados de la frontera, un poco de pericia comunitaria, un poco de desidia moscovita y la firme creencia de los habitantes de Kaliningrado de que desean otra realidad política bastaría para que las reclamaciones autonomistas, e incluso independentistas, brotasen en el enclave. Sólo la estabilización de Rusia y un plan generoso y efectivo para la zona evitaría que una de las mejores bazas rusas para la política europea corriese el peligro de desaparecer. Las fronteras de la Unión sobrepasaron hace más de una década aquella zona. La política rusa de mantener una serie de estados-tapón para impermeabilizarse de la influencia comunitaria ha sido exitosa para con su país, pero cada vez tiene menos colchón tras el que contener el empuje de Bruselas. En Kaliningrado llevan desde 2004 empapándose de Europa y sin que Rusia lleve allí un paraguas. La lógica regional y la historia de las dos últimas décadas nos dice que es sólo cuestión de tiempo que la antigua Königsberg quiera ponerse bajo el amparo de Bruselas o dirigir su propio futuro.
Kaliningrado, entre el este y el oeste (2004)