Revista Cultura y Ocio
Les invito a dar un paseo por la orilla de un lago ruso. Uno muy peculiar, al sur de los montes Urales.
Hace frío ahora en invierno. Sin embargo, resulta sorprendente: las aguas del lago nunca se congelan; están calientes. Emanan un calor espeso, extraño.
Hay silencio en sus orillas; rala vegetación y ningún rastro de vida. Unas feas estructuras de hormigón y bidones metálicos asoman por doquier.
Les he traído al lugar más contaminado del planeta Tierra. Basta con permanecer una hora en sus inmediaciones para asegurarse una muerte atroz por radiación. Los pocos científicos que se acercan lo hacen protegidos con trajes especiales, y permanecen poco tiempo.
En este lugar de pesadilla la radiación supera los 120 millones de curies; casi el triple de la que se liberó en el desastre de Chernóbil. Materiales como el celsio-137 o el estroncio-90 enrarecen las aguas.
El lago Karachay es el monumento definitivo a la estupidez humana.
Su triste historia comienza al final de la Segunda Guerra Mundial. Los EE.UU. han sido capaces de fabricar (y lanzar) bombas atómicas. Los soviéticos inician entonces una carrera frenética por conseguir el combustible necesario para construir sus propios artefactos de la muerte. Cerca del lago Karachay, entre 1945 y 1948, construyen la planta Mayak, en cuyos cinco reactores producen plutonio. Pero los científicos soviéticos no tenían apenas experiencia sobre los riesgos de la exposición a la radioactividad, ni se concienciaron sobre la necesidad de procesar y resguardar las sustancias de deshecho. En un alarde de estulticia incomprensible, descargaron el agua con la que refrigeraban los reactores directamente a ríos y lagos. Hubo señales de alarma cuando se detectaron altos niveles de contaminación en el río Techa, con presencia de Cesio y estroncio. Se optó entonces por verter todos los residuos radioactivos en el pequeño lago Karachay, confinados en tanques de almacenamiento que en absoluto evitaban el escape de radioactividad. Con apenas 45 hectáreas de extensión y sólo 3 metros de profundidad, el lago pronto se convirtió en un infierno.
Pero todo empeoró la noche del 29 de septiembre de 1957.
En los alrededores de Mayak los habitantes se sorprendieron por el espectáculo de un cielo iluminado por extrañas luces. Era una imagen hipnótica, que algunos confundieron con auroras boreales. Al cabo de unas horas llegaron los militares, que evacuaron a 12.000 personas de una veintena de poblaciones, destruyeron los cultivos y sacrificaron el ganado. No les permitieron llevarse ni tan siquiera sus bienes personales. Fue una huida.
Una nube de radiación se extendió 200 kilómetros alrededor del complejo de Mayak, contaminando unos 25.000 Km2de tierra y afectando a unas 280.000 personas. Pero el desastre, mayúsculo, se mantuvo en secreto.
¿Qué había sucedido?
Los técnicos de Mayak, antes de trasladar los residuos al lago, los mantenían un tiempo sumergidos en varios tanques subterráneos para así enfriarlos. El año anterior el sistema de refrigeración había mostrado fallos, pero nada se hizo para subsanar los errores. En esa noche de finales de septiembre uno de los tanques se quedó sin líquido refrigerante y en su interior se formó un residuo seco de 120 toneladas de sales de acetato y de nitrato, que aumentó su temperatura hasta los 400°C. El tanque estalló.
Para que se hagan una idea: la tapa de cemento, de 160 toneladas, salió despedida.
Uno tras otro los tanques explosionaron en cadena. Hablamos de un estallido químico equivalente a 50 toneladas de TNT. 20 millones de curies de radiación afectaron al río Techa y la ciudad de Ozersk. Un cuarto de millón de personas afectadas. Sin embargo, el desastre se mantuvo en secreto ¿Acaso habían oído hablar de la catástrofe de Kyshtym?
El secreto era total. Lo llamamos la catástrofe de Kyshtym porque la ciudad de Ozersk, la más afectada, no existía oficialmente; no aparecía en los mapas. Los 10.000 muertos por causa de la radiación no han tenido reconocimiento alguno. A los médicos se les impedía (se les prohíbe) expedir certificados de defunción por cáncer. La radiación alrededor del complejo multiplica por 20 la que detectamos en Chernóbil. Pero no pasa nada. Hoy en día viven más de 90.000 personas en Ozersk, una de las llamadas “ciudades cerradas” de Rusia, un lugar en el que los extranjeros no podemos entrar sin un permiso especial, y en que está prohibido realizar ningún tipo de grabación. El 50% de la población es estéril y se estima que hay un aumento del 40% en los distintos tipos de cáncer.
Los habitantes de una “ciudad cerrada” no la abandonan porque disfrutan de privilegios; todavía hoy gozan de comodidades y oportunidades excepcionales. Y el gobierno ha estado callado durante decenios; se excavó y almacenó el suelo en el que se produjo la explosión, se creó la “Reserva Natural de los Urales del Este”, gracias a lo cual prohibía el paso a zonas muy afectadas y, suena increíble, se colocaron letreros en las carreteras de la zona: se recomendaba viajar con las ventanillas del coche subidas. Sin más explicaciones.
Los EEE.UU. lo sabían todo, pero también callaron. No les convenía que la energía nuclear tuviese mala prensa.
Hay más: a principios de los 60 el lago Karachay comenzó a secarse, y tras una fuerte sequía en 1968 los vientos levantaron una enorme nube de polvo radioactivo que afectó a 500.000 personas. La lluvia trasladó el veneno por doquier. Para evitar que algo así vuelva a suceder, el ejército ha depositado durante 10 años unos 10.000 bloques de cemento en el fondo del lago. Una chapuza.
Hubo que esperar 35 años, a la Perestroika, para que los gobernantes rusos reconocieron la gravedad de lo sucedido. En el año 1992.
La porquería que contamina toda la zona, que ha emponzoñado los acuíferos, puede acabar en el océano Ártico, en los peces que consumimos, trasladada por el río Techa. No hablo de una noticia de hace 20 años. Greenpeace, en un informe de hace 3 meses, alertaba por los elevados niveles de estroncio-90 que han detectado en sus aguas. No es un tema baladí. El Estroncio-90 es un enemigo callado y terrible, porque químicamente imita al calcio y nuestro organismo lo absorbe con facilidad.
No se trata de ser catastrofistas; es un problema de perspectiva. De plazos. Los residuos radioactivos perdurarán durante cientos o miles de años, y resulta imposible detener la infiltración del veneno en acuíferos y vías de agua. Las nubes radioactivas viajan sin pasaporte y nada saben de fronteras. Tener una perspectiva nacional del problema medioambiental es síntoma de la estupidez humana.
Y la idiotez es tan venenosa como el estroncio. Sino más.
Antonio Carrillo