Revista Música

Karaoke

Publicado el 22 abril 2014 por Kike Morey @KikinMorey

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Siempre me gustó cantar. De niño formé parte del coro de mi colegio y en tiempos de mi primera comunión estuve una temporada en la de la parroquia de mi barrio. Pero fue en mi época universitaria cuando mi afición se incrementó. Con la edad suficiente y los medios para movilizarme, los karaokes se convirtieron en mis nuevos lugares de culto. Solo, en pareja o en grupo, esos locales fueron testigos de inolvidables actuaciones, muchas de ellas exultantes y alguna que otra patética.

 El primer karaoke que conocí fue el del Country Club de San Isidro. Tenía el estilo de un bar inglés, bastante señorial. El público estaba más cercano a los cuarenta que a los treinta –nosotros apenas rozábamos los veinte-. En un ambiente entregado a los imitadores de Julio Iglesias, José José y Elvis Presley, rompimos la monotonía cantando a Bon Jovi, Guns N’ Roses y R.E.M. Destrozamos sin vergüenza las canciones ante la impávida mirada de los concurrentes, quienes sólo por cortesía nos regalaron tímidos aplausos en nuestras actuaciones iniciales y el silencio absoluto en las últimas –la regla no escrita de los karaokes impide las pifias-. La experiencia me encantó y quedé prendido del placer de sentirme cantante. Pero serían otros los escenarios en los que me encontraría mucho más a gusto.

Dos han sido los lugares que se convirtieron en míticos para los míos: el Lucky Seven y el Tropicana. El primero estaba arriba de un casino de San Borja y tenía uno de los primeros boxes que se pusieron de moda en Lima. Pero la sala principal también tenía mucho encanto. Durante meses me convertí casi en miembro del staff: conocía a la dueña, las azafatas y al que ponía la música. Ello me permitió tener alguna preferencia al momento de reservar una mesa o de pedir los turnos para las canciones, algo muy importante para los fines de semana en los que el local reventaba de gente. Parte de su éxito se debía a que tenía un concurso todas las noches: “la mesa más alegre” o “la mesa más escandalosa” como lo llamábamos entre mis amigos. Al final de la noche los encargados invitaban cervezas y pases de cortesía a los más entusiastas. Fueron muchísimas veces las que gané el premio como parte de un grupo de doce, ocho o hasta de tres personas. Incluso llegó a pasar algo inédito. Una vez fui con una amiga y nos situamos en la barra. Con el transcurso de la noche logramos incorporar a nuestro jolgorio a la otra pareja que estaba sentado a nuestro lado. Fue la primera vez que la barra ganó el premio a la “mesa” más divertida. No he escuchado a nadie que haya podido superarlo.

El Tropicana también estaba sobre un casino, esta vez de Miraflores. La principal innovación era que los viernes, en lugar de las pistas musicales provenientes de discos láser, había una banda que tocaba las canciones en vivo. Cuando me enteré de ello se convirtió en mi nuevo lugar de peregrinación. Sentía que por fin hacía realidad mi sueño de cantar rock en un escenario con un grupo de fondo –luego vendrían “Los Amigos de Charly”, pero esa es otra historia-. Mis comienzos fueron impresionantes. Gané el premio al mejor cantante de la noche, la mesa más alegre –similar al Lucky Seven- y el maestro de ceremonia me tenía como bolo fijo para romper el hielo y animar a la gente a desmelenarse. Pero a todo auge le sigue una caída. Empecé a tener frecuentes problemas de afonía y quise experimentar con nuevos temas –de nefasto resultado- para evitar encasillarme. El animador dejó de mirarme con buenos ojos y ya ni siquiera salía victorioso en la mesa más festiva. Era el momento de cambiar de aires.

Al poco tiempo dejé Lima para irme a vivir a España. Por aquí también he paseado mi voz en uno que otro garito de Bilbao y alrededores. Pero también descubrí que la afonía era, en parte, producto de unos nódulos que tenía en las cuerdas vocales. Fui operado con éxito pero mi garganta es ahora más sensible y se me resquebraja en cuanto hago un esfuerzo mayor. Pero eso no impide que de cuando en cuando tome un micrófono y me lance de nuevo al ruedo, como aquel artista que nunca fui, y cante con las mismas ganas y orgullo de cuando hacía la tercera voz en el coro del colegio.

Hace diez años canté acompañado de la banda del karaoke Tropicana y un amigo tuvo la gran idea de grabarlo. Fui un auténtico “rockstar” –escuchar que al final la gente pide “premio”-.

 


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