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Hay una cosa que no se le puede negar a Iciar Bollaín como directora y es su compromiso y es que está claro que le interesa que su cine sea testimonio y denuncia, tratando de abrir los ojos a los espectadores desde el respeto y la lógica. Vuelve a hacerlo esta vez viajando con su protagonista hasta Nepal, dejando claro que hay lugares donde la educación es un lujo y la comida de cada día motivo de gran alegría, donde la resignación y la espiritualidad templa las vidas permitiendo a gente muy pobre ser feliz a pesar de no tener casi nada. Por todo ello, aunque la película no es de las que más me gustan de la directora, aplaudo sus intenciones.