Un duelo interdivisional entre los últimos clasificados de la NFC Este y la AFC Sur sólo debería merecer un rápido vistazo en el website de la NFL del lunes. Más si consideramos que entre las dos franquicias y tras siete jornadas de regular season, ambos sumaban únicamente cuatro victorias. Tampoco habría razón ni motivo para que este enfrentamiento pasara por delante, en el orden de preferencia, de un muy prometedor Jets vs Packers. Y mucho menos justificar que un zumbado como yo recorriera más de 500 kilómetros para viajar hasta Barcelona donde reencontrarme con viejos amigos y acabar pegados a la pantalla del ordenador. Pero todo eso sucedió ayer, en un día memorablemente nostálgico, gracias a un culpable perfectamente identificado: John K. Kitna, natural de Tacoma, en el frío estado de Washington.
Porque hay tipos que permanecen en el recuerdo de mucha gente y que tienen la virtud de despertar en nosotros emociones que ya habíamos olvidado. Sujetos que, por lo que hicieron -aunque sea algo tan aparentemente estúpido como proyectar un balón con forma amelonada a través del espacio de un llamado campo de fútbol-, y en nombre de quienes lo hicieron, consiguieron hacernos vivir tardes imborrables. Personas hay que se pasan la vida intentando ser recordados, aunque solo sea por un minuto, y a este fin dedican todo tipo de esfuerzos, sin lograrlo jamás. Otras, de la forma más simple y al cabo de muchos años, son capaces de hacer sentir a un grupo de estúpidos fanfarrones como nosotros, de entre 30 a 40 años, que un día pertenecimos a algo muy, muy grande. Al fin y al cabo, ser de los Barcelona Dragons -porque nadie lo dude, aún "somos" de aquella família!-, no signifique apenas nada para nadie, incluso puede que la gran mayoría de gente te observe como si fueras de otro planeta cuando, dejándote llevar por la emoción, aproveches la ocasión para contarles todo tipo de peripecias asociadas a... "un equipo de fútbol americano en Europa?, pero tú estás loco?".
Por eso y por muchas otras razones entenderéis que nos importen escasamente las estadísticas de pase, de carrera, de touchdowns, de intercepciones, de sacks o de lo que fuera que "nuestro" Jon dejara en los registros de Seahawks, Bengals, Lions o Cowboys. Todos le deseamos lo mejor cuando a finales de los noventa, World Bowl en el bolsillo, dijo adiós a Barcelona para ir a vivir su propio sueño en el mundo de la NFL; era parte del pacto implícito que comportaba ser una franquicia europea en esa competición. Kitna o "Kidt", como decidimos llamarle en una extraña combinación de letras entre su juventud y su apellido, caló rápidamente en nuestro particular y exclusivo helenco de tipos a los que invitaríamos a una cerveza; pues ese es el mayor honor que, a determinada edad, podíamos brindarle a alguien que despertara nuestra admiración. Es cierto que tuvimos otros QB's como Wayne Johnson, Tony Rice, Scott Erney, Jay Gruden, Jeff Bridewell y tantos otros que desfilaron por la Ciudad Condal de forma circunstancial, pero bastó una única temporada para que Kidt nos conquistara para siempre. Se sintió como uno más y nos hizo sentir que así era; a cambio lo tomamos como "de la casa" y como es costumbre en Cataluña -en realidad, en cualquier lugar de buena gente-, lo acojimos de forma sincera y plena; así lo tratamos y así lo recordamos. No me preguntéis los motivos, no sabría enumerarlos ni mucho menos argumentarlos; solo sé que fue algo que se percibió en el ambiente desde los primeros partidos de aquella temporada y que creció y creció hasta acabar como solo las mejores películas de John Ford acostumbran a hacerlo: con el héroe herido o muerto, pero habiendo dado todo lo que tenía.
Y así fue cuando ayer, sentados en un incómodo sofá, frente a un magnífico televisor de pantalla plana y ante un portátil estratégicamente dispuesto en una mesita baja, Kidt obró de nuevo el milagro. Lo que en un principio no era más que fugaces miradas al partido de los Cowboys, poco a poco se convirtió en el único protagonista de la tarde. Vivimos cada acción, cada pitch y cada huddle con el mismo entusiasmo y cada intercepción con igual desesperanza, al genuino estilo de aquellos tiempos de los Dragons.
Cada pase completado era celebrado como si de la anotación decisiva de una Super Bowl se tratara y por un momento, juro y perjuro que creímos ver surcar el campo, de nuevo a toda velocidad, a un Terry Wilburn disfrazado de Marion Barber, que Miles Austin se convirtió en el loco de Marco Martos atrapando esos pases a los receptores y que, sin asomo de duda, el quarterback de los Jaguars sufrió el acoso que el bestia de Eric Naposki -y no Bradie James como algún equivocado telespectador pudiera pensar-, concedía a sus rivales. Los gritos de "som-hi, Kidt!" -"vamos, Kidt"-, no tardaron en inundar el comedor y en los ojos de todos nosotros ví renacer aquel brillo tan especial, solo al alcance de quienes han recuperado una ilusión, un sueño, un espíritu que jamás creyeron volver a reencontrar.
Hoy Kidt tiene el honor de figurar en el exclusivo grupo de los cuarenta y seis quarterbacks que han lanzado más de 400 yardas en, por lo menos, un partido. Ver su nombre al lado de gente como Dan Marino, Peyton Manning o Joe Montana nos pone la carne de gallina y más si, codo con codo, comparte registro con Ken Anderson, Daunte Culpepper o John Elway. Otros quarterbacks con mayor curriculum jamás pudieron acceder a este honor. Kidt ayer sumó unas impresionantes 379 yardas, 1 touchdown y sufrió 4 intercepciones. El equipo repitió vicios, filias y fobias para acabar sucumbiendo ante el estupor general por 35 a 17.
Jamás ví a gente que concediera menos importancia al resultado que los que ayer nos reunimos en Barcelona; bien hecho Kidt!
Post dedicado a todos los que en público o en privado me han hecho llegar sus ánimos durante estos últimos días de escasa inspiración. Especialmente gracias, Mariano.