La enfermedad institucional más grave que sufre España es la extensa politización de las organizaciones públicas. Un ejército de individuos —que deben su cargo sobre todo al cultivo de relaciones personales y políticas— ha ido ocupando las capas superiores de las instituciones públicas. La diferencia clave entre España y los países desarrollados con administraciones más profesionalizadas (como Dinamarca, Suecia, Reino Unido, Nueva Zelanda, Canadá o Australia)— radica en el marco legislativo de su función pública. La mayoría de ministros de nuestro Gobierno —y de nuestra élite política en general— son funcionarios. A pesar de vivir tiempos de sacrificios, resulta difícil que quieran poner límites a las futuras carreras políticas de sus correligionarios en los grandes cuerpos de la Administración pública.
El problema de España no es solo que los partidos políticos hayan colonizado la Administración pública sino más bien que nuestra política está colonizada por administradores públicos. La solución a este cáncer es extirpar los tumores malignos, y la mejor manera es desincentivar el salto a la política imponiendo límites a las actividades políticas de los funcionarios y costes para aquellos empleados públicos que quieren regresar a la carrera funcionarial después de su aventura política. No es tan complicado, pero habría que dedicar un poco menos de tiempo al fútbol y la farándula, comprometerse con el país y elegir a gente responsable que cambie estas leyes obsoletas y mal diseñadas; lo que hay que hacer es partir de cero, con una nueva constitución, unas nuevas leyes y esa iniciativa sólo puede salir del pueblo, no de los políticos que ya se están beneficiando del statu quo.
En los suburbios del mundo, los jefes de Estado venden los saldos y retazos de sus países, a precio de liquidación por fin de temporada, como en los suburbios de las ciudades los delincuentes venden, a precio vil, el botín de sus asaltos.