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La alianza terapéutica: consensos y disensos

Por Davidsaparicio @Psyciencia

Hablaremos hoy sobre el tema favorito de las publicaciones en redes sociales cada vez que llega el día de la psicología: la alianza terapéutica.

Probablemente se trate del concepto psicológico con mayor consenso en la literatura especializada. Tradiciones psicoterapéuticas que, en otros aspectos, están dispuestas a arrojarse mutuamente objetos contundentes de todo tipo, coinciden en cambio en subrayar la importancia de la colaboración entre terapeuta y paciente para un buen trabajo clínico, y es de hecho muy difícil encontrar modelos clínicos que no hayan dedicado capítulos o volúmenes enteros al tema.

La alianza terapéutica es entonces un concepto que es ampliamente admitido y reconocido –lo cual debería de bastar para ponernos inmediatamente en guardia: el consenso suele ser hijo de la ambigüedad. Y en efecto, el consenso general sobre la alianza terapéutica se desvanece cuando llegamos a lo específico: ¿En qué consiste una buena alianza terapéutica? ¿Cuáles son sus características centrales? ¿Cómo se la puede generar, sostener a lo largo de un tratamiento, y reparar cuando se daña? ¿Cómo se relaciona con las intervenciones y tareas clínicas específicas?

Proporcionar respuestas claras a estas preguntas es de vital importancia para el trabajo clínico y la investigación. Lamentablemente, aunque generalmente es aceptado que la alianza terapéutica tiene un papel central en los tratamientos exitosos, no está tan claro cuál es ese papel. Se suele señalar que la alianza terapéutica es el factor común por excelencia (véase Wolfe & Goldfried, 1988, p. 449), pero aún permanece en discusión si es una variable predictora, mediadora o moderadora de los resultados terapéuticos (Barber et al., 2010). Incluso no está del todo claro si la alianza lleva a la mejoría sintomática o si, por el contrario, es la mejoría sintomática la que contribuye al fortalecimiento de la alianza (DeRubeis et al., 2005, p. 179).

La situación, entonces, es que estamos todos de acuerdo –sólo falta establecer en qué estamos de acuerdo.

Lo que haremos durante las páginas que siguen será ofrecer una perspectiva algo inusual sobre la alianza terapéutica, intentando si tenemos suerte echar algo de luz sobre el asunto, o, en su defecto, mezclar tanto las cosas como para que todo sea válido –el viejo adagio de “si no puedes convencerlos, confúndelos”, que tan provechoso resulta para la literatura académica. Para esto necesitaremos visitar varias conceptualizaciones accesorias, por lo cual este será un viaje largo, árido, y de recorrido sinuoso. Abróchense el cinturón, péinense un poco y ármense de paciencia –créanme, la van a necesitar.

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La alianza terapéutica: consensos y disensos

La alianza conceptualizada por Bordin

Probablemente la conceptualización sobre la alianza terapéutica más conocida y ampliamente adoptada sea la postulada por Edward Bordin, conceptualización que, a pesar de las décadas transcurridas desde su formulación inicial (1979, 1994), aún sigue utilizándose en investigaciones y desarrollos clínicos de diversas orientaciones teóricas (véase por ejemplo, Hatcher & Barends, 2006; Horvath, 2001, 2018).

Bordin (cuya orientación era psicoanalítica, dicho sea de paso) postuló que uno de los factores principales de todo proceso de cambio es el establecimiento de una alianza de trabajo entre la persona que está buscando un cambio y la que se ofrece como agente de ese cambio (Bordin, 1979, p.252). Esto no se limita a la psicoterapia, sino que es requisito de todas las situaciones en las cuales las personas colaboran para lograr un cambio: estudiantes y docentes, grupos de trabajo y líderes, padres e hijos, entre otros (los ejemplos son de Bordin). La alianza en psicoterapia sería entonces un caso particular, pero no el único, de personas colaborando para lograr un objetivo (nota: Bordin utilizó el término “alianza de trabajo terapéutica” para referirse a la colaboración que tiene lugar en la psicoterapia, aquí lo abreviaremos como “alianza terapéutica”).

Bordin sostiene que una alianza terapéutica efectiva consta de tres características clave: un acuerdo en los objetivos, colaboración en las tareas, y un vínculo mutuo positivo. El primer punto se refiere a la necesidad de establecer objetivos terapéuticos mutuamente comprendidos y acordados, como un compromiso entre las expectativas de la paciente y lo que la terapeuta ofrece. Es central, para construir una alianza terapéutica sólida que se realice  “una búsqueda cuidadosa, junto al paciente, del objetivo de cambio que más completamente capture la lucha de la persona con los dolores y frustración relativos a la historia de su vida” para así construir un objetivo compartido para el trabajo clínico (Bordin, 1994, p.15).

El segundo punto se refiere a una cooperación en las tareas necesarias para lograr los objetivos acordados. Las actividades terapéuticas serán distintas según el modelo terapéutico y las características del problema presentado, y si bien mayormente es el terapeuta quien propone las actividades terapéuticas, “el paciente debe comprender la relevancia de estas actividades de cambio para mantener el papel de participante activo” (p.15).

El tercer aspecto señala el vínculo personal de confianza y apego mutuo entre terapeuta y paciente que es necesario para llevar a cabo las actividades al servicio de los objetivos acordados: “el vínculo de las personas en una alianza terapéutica surge de su experiencia de asociación en una actividad compartida. La compatibilidad entre participantes puede ser expresada y sentida en términos de simpatía, confianza, respeto mutuo, y un sentido de compromiso común y comprensión compartida de la actividad” (p.16).

Estas tres características constituyen para Bordin los cimientos de una alianza terapéutica sólida. Esta conceptualización, como podrán notar, en principio es aplicable a cualquier modelo psicoterapéutico, por lo que se trata de una conceptualización transdiagnóstica.

Probablemente el mayor mérito de la conceptualización de Bordin fue el proporcionar un lenguaje compartido que resultó enormemente útil para la investigación (Horvath, 2018, p. 504).Estas ideas fueron adoptadas por modelos pertenecientes a tradiciones psicológicas muy distintas, y aún hoy es improbable encontrar un desarrollo o investigación sobre la alianza terapéutica que no las mencione o que no incluya de alguna manera.

Su relativa popularidad, sin embargo, puede hacernos pasar por alto lo provocadores que resultan algunos aspectos de esta conceptualización, y las rupturas que han generado con ciertos modos tradicionales de pensar a la alianza terapéutica.

Rupturas

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Las ideas de Bordin sobre la alianza pueden parecernos intuitivamente adecuadas –no pareciera haber nada demasiado controversial en señalar que es necesario que paciente y terapeuta logren un acuerdo sobre los objetivos y tareas de la terapia y que desarrollen un vínculo positivo. Sin embargo, esta conceptualización significó una ruptura con respecto a dos posiciones diametralmente opuestas con respecto a la alianza, que Bordin encontró encarnadas típicamente en los modelos clínicos predominantes de su época, pero que aún hoy siguen vigentes como formas de pensar a la alianza.

Para entender qué es lo controversial de la posición de Bordin hay que tener en cuenta que señala que “la persona buscando un cambio toma una posición activa en el proceso de cambio” (1994, p.14, el énfasis es mío). Bordin subraya que es necesario que la paciente participe activamente junto a su terapeuta en la negociación de las metas y tareas: una buena alianza requiere una negociación, un acuerdo entre ambas partes, no un mero asentimiento pasivo, y es esto lo que marca un fuerte diferencia con dos formas de pensar la relación terapéutica que son características de ciertos modelos de psicoterapia.

En primer lugar, esto marca una fuerte diferencia con una tendencia que Bordin encuentra mejor representado por el psicoanálisis, su propia orientación teórica: enfatizar el papel del terapeuta en la relación y reducir el del paciente. Bordin (1994, p.15) explicita: “El tratamiento psicoanalítico, con algunas excepciones, tiende a proponer que sea el terapeuta quien tome las riendas del tratamiento: son ellos quienes negocian las metas y tareas”.

Por mi parte, creo que esta tendencia no es exclusiva de los tratamientos psicoanalíticos, y que de hecho sigue completamente vigente en tratamientos pertenecientes a las más diversas orientaciones teóricas. Sucede con frecuencia que las metas y tareas de los tratamientos no son discutidas y negociadas con los pacientes sino decididas de manera unilateral por los terapeutas. Más aún, en una proporción no despreciable de los tratamientos, las metas y tareas ni siquiera les son informadas a las pacientes, que no tienen en claro hacia dónde se dirige el tratamiento ni qué va a requerir de su parte. Un síntoma de esto es que incluso el consentimiento informado (que requiere informar mínimamente aspectos centrales del tratamiento) es eje de fuertes controversias y rechazos, incluso por parte de quienes sostienen que la relación terapéutica es un elemento central.

Bordin se distancia de esta tradición, señalando que el papel del paciente no puede quedar reducido al de proporcionar un mero asentimiento pasivo de lo que la terapeuta indique, sino que debe tomar parte activa en definir los aspectos centrales del trabajo clínico.

Esto no niega el conocimiento específico del clínico, por supuesto, sino que señala que hay una diferencia notable entre que el clínico le diga a su paciente algo como “vamos a hacer X e Y para lograr Z”, versus algo como “¿qué te parecería si nos ponemos a Z como objetivo? ¿estarías interesada y dispuesta a hacer X e Y para eso?”. Es la diferencia entre indicar lo que hay que hacer y hacer una propuesta abierta a negociación. Vale la pena señalar la obviedad de que, en terapia y en cualquier otro ámbito, las personas tendemos a participar y comprometernos más intensamente cuando nuestra opinión es solicitada y tenida en cuenta.

Pero la propuesta de Bordin también representa una ruptura con respecto a otra forma de pensar la alianza terapéutica, que él encuentra mejor representada por los modelos humanistas (menciona específicamente a Rogers), pero, al igual que con el punto anterior, por mi parte creo que sigue encarnándose en tratamientos de diversos modelos teóricos.

Se trata de las formas de pensar a la relación terapéutica que ponen un fuerte énfasis en la autodeterminación y libertad del paciente, sosteniendo que tanto una relación positiva como los resultados terapéuticos simplemente sucederán por sí mismos en cuanto la paciente logre liberarse de ciertas cargas u obstáculos personales. Esta posición tiende a generar que la terapeuta adopte un papel más bien pasivo en cuanto a los objetivos de la terapia, sin proponer objetivos, ya que asume que “la participación activa de la terapeuta en el proceso de establecer metas interferiría con su meta de liberar a la persona de su excesiva dependencia de la evaluación de otro” (Bordin, 1994, p.15).

Esta posición, a pesar de encontrarse en la vereda opuesta a la anterior, termina llevando al mismo lugar: las metas y tareas no se negocian ni se acuerdan, porque la terapeuta, so color de respetar a la paciente, se desliga completamente del proceso. No hay negociación posible porque la terapeuta no propone objetivos terapéuticos.

Entonces, cuando Bordin postula que para la alianza es necesaria una negociación y acuerdo en los objetivos y tareas, está adoptando una posición muy distinta de las que acabamos de describir. Por un lado, se distancia de la posición psicoanalítica, porque señala que es necesario que el paciente participe activamente en el establecimiento de metas y tareas. Por otro lado, se distancia de la posición humanista, porque señala que es necesario que el terapeuta se involucre activamente en ese acuerdo, proponiendo metas y tareas. Si la primera posición encarnaría una posición autoritaria por parte del terapeuta, la segunda encarnaría una posición excesivamente laissez-faire. Ninguna se presta para llegar a un acuerdo, ya que no es posible acordar realmente algo sin la participación de todas las partes involucradas.

Poner al acuerdo, la negociación activa entre ambas partes como componente central de la alianza terapéutica significó entonces un quiebre notable, que, como veremos, puede tener consecuencias profundas e interesantes para el trabajo clínico.

La conceptualización de Bordin representó un notable paso adelante con respecto a la alianza terapéutica, y la duradera repercusión que tuvo sobre la literatura académica da fe de ello. En efecto, es muy útil para guiar una parte del trabajo clínico, ya que nos señala algo que una y otra vez las investigaciones han corroborado: el acuerdo activo y cooperativo entre paciente y terapeuta respecto a las metas de la terapia y las tareas a llevar a cabo potencia enormemente los resultados terapéuticos. Dedicar un tiempo durante las primeras sesiones para explorar y acordar las metas que sean más relevantes, como así también explicitar y obtener un acuerdo explícito sobre las tareas clínicas sobre las que estaremos trabajando puede tener un impacto positivo sobre cualquier tratamiento.

Ahora bien, el problema con la conceptualización de Bordin es que, si bien nos proporciona una guía para abordar varios aspectos cruciales de la alianza terapéutica, permanecen sin responder varias preguntas cruciales sobre la alianza, cuestiones de extrema relevancia clínica. Veamos de qué se tratan.

Objeciones y dificultades

Quizá el mayor mérito del abordaje de Bordin haya sido el de brindar un vocabulario claro y compartido con el cual explorar estos temas. Sin embargo, hay varios puntos que pueden criticársele. Hay dos objeciones en particular que querría señalar.

La primera es una que ha sido señalada por Horvath (2018, p.505), y consiste en que Bordin enfatiza aspectos que suelen ser más relevantes en las primeras fases de la terapia (acordar metas y tareas), pero que quedan en segundo plano a medida que la terapia avanza. Esto es, proporciona una buena guía para generar una buena alianza, pero no para sostenerla ni para lidiar con las tensiones que frecuentemente aparecen en el transcurso de la terapia.

La segunda objeción es que no indica de manera suficientemente clara cómo ocuparse del vínculo personal positivo entre paciente y terapeuta. Este no es un punto menor, ya que de entre los tres factores que señala, éste es el más sostenidamente relevante durante los tratamientos. En efecto, los objetivos y tareas de la alianza terapéutica suelen negociarse y establecerse en las primeras sesiones, tras lo cual dejan de ser inmediatamente relevantes y con frecuencia no es necesario revisarlos durante el resto de la terapia. El vínculo, en cambio, sigue siendo activamente relevante durante toda la duración de la terapia. A diferencia de los objetivos y las tareas, no es algo que simplemente pueda acordarse, ni tampoco algo que se establezca de una vez y para siempre, sino que varía según lo que va sucediendo en las sesiones. La dificultad aquí reside en que, aunque Bordin señala al vínculo como un elemento central para la alianza, no está claro en sus textos cómo generarlo, como sostenerlo, ni como recomponerlo cuando hay dificultades.

Esto es particularmente relevante porque el vínculo personal entre paciente y terapeuta ha sido tratado durante décadas como lo más relevante de la alianza terapéutica –al punto que con frecuencia alianza terapéutica y relación terapéutica son tratados como sinónimos. Y es justamente este aspecto el que Bordin menos se ocupó de describir.

En los textos sobre el tema suele efectuarse la siguiente operación conceptual: en primer lugar, la alianza terapéutica se reduce a la relación terapéutica, a los sentimientos mutuos de agrado y confianza entre terapeuta y paciente. En segundo lugar, esa relación se postula como resultado de las características personales de sus participantes (en particular las de la terapeuta). Es decir: la alianza de trabajo se reduce a sentimientos mutuos positivos, que se atribuyen en última instancia a rasgos de personalidad del paciente y, muy especialmente, del terapeuta.

De esta manera, la alianza terapéutica termina siendo reducida a las características personales de la terapeuta, y sobre esas características se pone el foco de manera casi exclusiva. Por ejemplo, Rogers(1965), subraya que es crucial la congruencia o autenticidad, la aceptación incondicional, y la empatía por parte del terapeuta; más recientemente, Sharpless y colaboradores (2010) señalaron que para la alianza es necesario que la terapeuta muestre profesionalismo, interés, ser confiable y cortés, ser cálida, amistosa y empática, la habilidad de regular afectos negativos y de tolerar malestar, entre otras.

Por supuesto, no estoy implicando que esas cualidades personales sean irrelevantes o indeseables, en absoluto. Lo que sí estoy diciendo, con Bordin, es que hay una diferencia entre pensar una relación de cooperación entre dos personas y las cualidades interpersonales de las mismas. La alianza terapéutica, en tanto colaboración de trabajo, es diferente de la relación terapéutica, como vínculo personal positivo. Si alguna vez han encarado algún proyecto colaborativo con un amigo probablemente se hayan dado cuenta que no basta con tener un buen vínculo con una persona para que el trabajo compartido avance –ayuda muchísimo, por supuesto, pero no es suficiente.

Piénsenlo como un análogo a lo que sucede en una relación de pareja: los aspectos interpersonales como la atracción, el afecto y el gustarse mutuamente son cruciales, pero no son ni por asomo los únicos factores que hacen que una relación sea amorosa y duradera. Los acuerdos sobre algunos temas tales como sexualidad, proyectos vitales, modos de relacionarse, de lidiar con desacuerdos, etc., juegan un papel central en el porvenir de toda relación de pareja. De hecho, los problemas en el vínculo suelen aparecer como consecuencia de desacuerdos en esos temas. Y si bien dos personas (o más, depende del día) pueden darse el lujo de omitir estos acuerdos y sumergirse en lo caótico de la pasión sin ocuparse de un proyecto compartido, las consideraciones éticas y técnicas de una relación terapéutica impiden que se pueda hacer lo mismo. Parafraseando el título del libro de Beck sobre parejas: con el vínculo no basta.

Entonces, el vínculo personal que se desarrolla entre paciente y terapeuta es uno de los factores de la alianza terapéutica. Importante, pero no el único. Reducir la alianza a la relación corre el riesgo de hacernos perder aspectos importantes de la colaboración en psicoterapia.

Como señalan Hatcher y Barends (2006, p.294), la teoría de Bordin no descarta, en absoluto el vínculo, sino que no le asigna un papel estático, sino que implica una pregunta sobre el papel de la relación en la alianza: “¿De qué manera, y en qué medida, esta relación refleja, encarna y asiste el trabajo colaborativo e intencional de los participantes?”. Para Bordin un vínculo positivo es sólo un aspecto de la cooperación, aspecto que “surge de la experiencia de asociarse en una actividad compartida” (1994, p.16).

Ahora bien, creo que es posible ampliar y modificar las ideas de Bordin en una conceptualización de la alianza terapéutica más amplia y más precisa, que resulte útil como guía durante todo el proceso terapéutico, sin caer en el reduccionismo de las características personales y manteniendo el espíritu de negociación activa entre paciente y terapeuta. Eso es precisamente lo que intentaremos explorar a continuación. Levántense de la silla, estírense un poco, vayan a buscarse un café, que esto va para largo.

Un cambio de perspectiva sobre la alianza terapéutica

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Mencionamos entonces que la alianza terapéutica suele abordarse como el resultado de la interacción entre paciente y terapeuta con sus características individuales respectivas. Pero esta no es la única forma de abordar una relación entre personas.

Cada vez que nos ocupamos de personas actuando de manera coordinada, personas que están cooperando, podemos adoptar uno de dos niveles de análisis para la interacción: el nivel de los individuos o el nivel del grupo que constituyen. Tomemos como ejemplo una colmena de abejas: es posible realizar un análisis sobre las abejas individuales y sus interacciones, pero también es posible tomar como foco del análisis a la colmena en sí, como una entidad compleja o supraorganismo –esta es, de hecho, la perspectiva que adopta la aproximación multinivel de la teoría de la evolución, que propone que la evolución puede entenderse mejor como operando en múltiples niveles de selección y no solo en el nivel individual, (véase Wilson & Sober, 1994).

Se trata, en esencia, de distintos niveles de análisis. En el primer caso, los individuos son tomados como primarios, mientras que el grupo es visto como una mera consecuencia de sus interacciones; en el segundo caso el grupo es abordado como primario, como una unidad cuyo funcionamiento no puede ser reducida a las características de sus integrantes. Algo similar podemos notar en la distinción entre psicología y sociología: en ambos casos se trata de seres humanos, vistos desde distintas perspectivas.

Ambas aproximaciones son válidas, por supuesto, pero cada una puede llevar a distintas comprensiones y ser más útil en diferentes casos. Consideremos por ejemplo un equipo de fútbol que está teniendo dificultades en los partidos: si nos centramos exclusivamente en quienes juegan nuestras intervenciones tenderán a centrarse en mejorar sus características individuales, como su estado físico o sus destrezas futbolísticas. Si nos centramos en el equipo, en cambio, nos ocuparemos más bien de su organización y funcionamiento: el flujo de pases, la distribución de ataque y defensa, la estrategia general, etc.

Por supuesto, idealmente querríamos utilizar ambos niveles de análisis, pero con la alianza terapéutica pasa algo curioso: en su mayoría, las conceptualizaciones de la alianza terapéutica han adoptado la primera posición, enfocándose exclusivamente en los rasgos personales de sus integrantes y esperando que una buena cooperación surja a partir de allí.

Lo que estoy postulando aquí es que ambos niveles son complementarios pero irreductibles: intentar resolver aspectos organizacionales apelando a cualidades individuales es una vía muerta. Si un equipo de fútbol funciona mal como resultado de una pobre coordinación y estrategia, no tiene mucho sentido intentar resolverlo mandando al gimnasio a las jugadoras, sino que es necesario ocuparse de la organización y funcionamiento.

Aquí intentaremos, entonces adoptar la segunda perspectiva, es decir, ocuparnos de las características de una alianza terapéutica exitosa considerada como una organización, como a cualquier grupo de personas que cooperan activamente con un fin en común. Que sean dos personas no impide que podamos pensarlas como a un grupo –como señalamos al principio, Bordin postuló su conceptualización como aplicable a cualquier número de personas que estén cooperando para lograr un cambio en cualquier ámbito (Bordin 1979, p.252).

Se trata, en definitiva, de abordar a la alianza terapéutica desde una perspectiva grupal y considerar de qué manera se la puede diseñar de manera de sostener un buen funcionamiento a lo largo del tiempo.

Esto es rigurosamente consistente con las objeciones que Bordin formuló contra las posiciones tradicionales de la alianza terapéutica: poner la responsabilidad de la alianza exclusivamente en la terapeuta o en la paciente es problemático, como también es problemático enfocarse exclusivamente en el aspecto vincular/afectivo. Por supuesto, esto no quiere decir que abordar las características individuales sea inútil. Todo lo contrario, es complementario al buen funcionamiento de la alianza. Lo que estoy diciendo aquí es que la alianza no se agota en las características individuales.

Retomando el ejemplo que usamos en la sección anterior podríamos decir que, si el objetivo es lograr una relación de pareja que funcione armoniosamente, apelar exclusivamente a las características personales de sus miembros (empatía, calidez, ecuanimidad, etc.) suele resultar infructuoso, ya que es recomendable también enfocarse en la relación como proyecto compartido, que además de lo puramente afectivo abarca acuerdos y diferencias sobre el tipo de relación deseada, los valores personales y de pareja involucrados, objetivos a largo plazo, etc. Una relación es también una organización, y lo mismo aplica para la relación terapéutica.

Es posible que el fuerte impacto que tuvo la conceptualización de Bordin sobre toda la literatura subsiguiente se derive de que lo que propuso fue ante todo un cambio de perspectiva: una perspectiva de organización y cooperación, en lugar de una perspectiva enfocada en rasgos personales y afectivos. Creo que esta fue la originalidad de la propuesta de Bordin, que en gran medida fue pasada por alto por la mayoría de las conceptualizaciones posteriores de la alianza terapéutica, que siguieron enfocándose casi exclusivamente en las características individuales asociadas con un buen devenir psicoterapéutico.

Entonces, la propuesta aquí es cambiar la forma en que consideramos a la alianza terapéutica, pasando de una perspectiva individual/afectiva a una perspectiva grupal/cooperativa de la alianza terapéutica.

Creo que esto es de hecho lo que Bordin intentó hacer, con un éxito notable, pero parcial. Su conceptualización resultó muy útil en lo relativo a acuerdos y tareas, los elementos básicos de una alianza terapéutica, pero menos en cuanto a cómo sostenerla en tiempo , y sobre qué aspectos hacer foco cuando surgen dificultades. Quizá esto se debió a que en su época no contaba con una conceptualización sólida sobre cuáles son los factores que permiten fomentar, sostener, y reparar la cooperación en grupos. Nosotros, varias décadas después, estamos en otra posición, ya que contamos con otras herramientas conceptuales para intentar la formulación de una perspectiva cooperativa de la alianza, para continuar, de alguna manera, lo que Bordin empezó hace cuarenta años.

Búsquense otro café, que esto no termina (aunque a esta altura un whisky quizá sea mejor idea).

De las comunidades a los grupos

Abordar a la alianza terapéutica como un grupo de personas cooperando con un fin nos brinda la posibilidad ampliar el repertorio conceptual disponible. La pregunta se desplaza, ya que lo que está en juego no es, digamos, cuáles son las cualidades personales que debería tener una terapeuta para generar una alianza terapéutica sólida, sino la pregunta sobre qué condiciones pueden fortalecer o deteriorar la cooperación entre personas. Es decir, en lugar de buscar otras respuestas, cambiamos la pregunta. La buena noticia es que tenemos buenas respuestas a esa pregunta –respuestas con soporte empírico que están basadas en el trabajo de Elinor Ostrom.

Ostrom fue una politóloga estadounidense que se destacó en las investigaciones y conceptualizaciones sobre el gobierno de los bienes comunes, trabajo por el cual recibió el premio Nobel en Ciencias Económicas en 2010. Dicho mal y pronto, en economía política los bienes comunes son aquellos recursos naturales a los que una comunidad tiene acceso pero que no son propiedad exclusiva de nadie: un río que se utiliza para irrigación, un lago que utiliza una comunidad de pescadores, pasturas de montaña, bosques comunitarios, etc. (hay también bienes comunes abstractos, que podemos pasar por alto para esta discusión).

En tanto es toda una comunidad la que tiene acceso al recurso es necesaria la existencia de normas, formales o informales, que regulen su apropiación. Caso contrario el recurso, aún siendo explotado de manera racional, puede ser sobreexplotado y estropeado, perjudicando así a toda la comunidad. Esto es lo que se denominó en economía “la tragedia de los bienes comunes” (Hardin, 1968), y durante mucho tiempos se creyó que, sin una regulación externa o privatización, este era el destino fatal de este tipo de recursos.

Ostrom demostró que tal desenlace no es en absoluto inevitable. Investigando numerosas comunidades que manejan bienes comunes en todo el mundo encontró que cuando éstas cumplen con ciertas condiciones pueden administrar exitosamente los recursos comunes de manera sustentable, sin necesidad de contar con una regulación externa o una privatización. Es decir, cuando un grupo está organizado de cierta manera, puede autorregularse y funcionar exitosamente. Ostrom resumió estas condiciones en ocho principios de diseño. Un principio de diseño es un “elemento o condición esencial” que permite dar cuenta del éxito de una organización que administra un recurso común (Ostrom, 1990, p. 90).

Un principio de diseño no es una regla sino más bien de una regla sobre reglas. No indica soluciones específicas, sino que indica qué es necesario resolver. Uno de los principios de diseño postulados por Ostrom, por ejemplo, establece que en la comunidad que accede al bien común es necesario que haya un mecanismo de resolución de conflictos. Entonces, una comunidad determinada puede instrumentar ese principio por medio de una regla informal que recurra a un consejo de ancianos, mientras que otra puede emplear una regla que involucre un mecanismo de mediación entre las partes en conflicto. De esta manera, un mismo principio de diseño puede llevarse a la práctica de diversas formas según el contexto local en que opera cada comunidad.

Los principios de diseño han sido exhaustivamente investigados en una amplia variedad de contextos, y cuentan con una cantidad notable de evidencia que los respalda (Cox et al., 2010). Ahora bien, estos principios fueron formulados por Ostrom no para cualquier grupo, sino que fueron concebidos para ser aplicados en comunidades que explotan algún recurso, sea tangible o intangible. Aquí es donde entra en escena la segunda pieza de nuestro rompecabezas, de la mano de David Sloan Wilson.

El trabajo de Wilson, un biólogo evolutivo, se ha centrado fuertemente en la evolución multinivel, la idea de que la selección natural no sólo opera a nivel individual sino a nivel de grupos (entre otros niveles). Su trabajo lo llevó a investigaciones sobre cultura y altruismo desde una perspectiva evolutiva. Es conocida la frase que ha acuñado junto a E.O. Wilson (sin relación de parentesco): “El egoísmo le gana al altruismo dentro de los grupos. Los grupos altruistas le ganan a los grupos egoístas. El resto son comentarios”. Es decir, sostienen que, si bien el egoísmo puede ser evolutivamente favorable para un individuo, el altruismo es un rasgo evolutivo favorable para un grupo.

Wilson no sólo teorizó sobre altruismo y cooperación, sino que a través de su organización The Evolution Institute llevó a cabo diferentes proyectos comunitarios en su ciudad empleando principios evolutivos para mejorar la calidad de vida de sus habitantes y resolver problemas sociales locales (pueden ver algunos de estos proyectos en su sitio web).

En 2014 Wilson y Ostrom publicaron conjuntamente un artículo en el cual sostuvieron que los principios de diseño no sólo serían aplicables a comunidades que administran recursos comunes, sino a todo tipo de grupo que coopere con algún fin. Cito: “a causa de su generalidad teórica, sostenemos que los principios tienen un rango de aplicación más amplio que los grupos CPR (comunidades de bienes comunes), y que son relevantes para casi cualquier situación en la cual las personas deben cooperar y coordinarse para alcanzar metas compartidas. Por ambas razones, los principios pueden ser utilizados como una guía práctica para incrementar la eficacia de grupos” (Wilson et al., 2013, p. 22).

Es decir, propusieron una generalización de los principios de diseño. En lugar de ser algo exclusivamente aplicable a comunidades de bienes comunes, propusieron que, al ser coherentes con principios evolutivos sobre cooperación, podían ser aplicados a todo tipo de grupos con un fin. La trama se complejiza, como notarán.

Entonces, tenemos aportes de la economía política y de la teoría de la evolución. Por supuesto, lo que falta en nuestro rompecabezas es ciencia de la conducta. En un artículo de 2014, D.S. Wilson, Hayes, Bigland y Embry argumentaron que la ciencia de la evolución podía beneficiarse de los desarrollos de la ciencia conductual y viceversa, que una cooperación entre ambas disciplinas podría ofrecer una perspectiva más amplia y útil sobre cómo generar cambios en las prácticas culturales que subyacen a problemas sociales de crucial importancia (Wilson et al., 2014). De esta colaboración surgió el estupendo libro Evolution and Contextual Behavioral Science (Wilson & Hayes, 2018).

Pero esta colaboración tuvo otro resultado. Los principios de diseño que Ostrom formuló para comunidades de recursos comunes en 1990, y que junto a D.S. Wilson generalizaron a todo tipo de grupos, fueron condensados en una intervención conductual dirigida a aplicar esos principios en grupos: Prosocial (Atkins et al., 2019).

Dicho de manera resumida, Prosocial es una intervención que se realiza con un grupo de personas que cooperan con algún fin en común y que quieren resolver dificultades grupales o simplemente mejorar su funcionamiento. Durante la intervención se utilizan en primer lugar recursos de flexibilidad psicológica de Terapia de Aceptación y Compromiso para facilitar una discusión grupal guiada respecto a cada uno de los principios de diseño. Durante la intervención se exploran valores grupales e individuales, se hace una breve recorrida sobre aspectos centrales de la flexibilidad psicológica, identificando los pensamientos y sentimientos que pueden obstaculizar el diálogo grupal, se proporcionan algunas herramientas para lidiar flexiblemente con esos contenidos, y a continuación grupalmente se presentan y discuten cada uno de los principios de diseño, se evaluando la situación del grupo en cada uno de ellos y decidiendo colectivamente formas de implementar cada principio o de resolver los problemas que en ellos se encontraren (si les interesa trabajar con grupos, periódicamente se realizan entrenamientos de facilitación Prosocial, en donde se aprende a llevar a cabo la intervención).

En todo este recorrido, los principios de diseño que Ostrom formuló en 1990 fueron ligeramente adaptados para hacerlos más aplicables y compatibles con una terminología conductual. Es decir, se preservó el espíritu de cada principio, modificando ligeramente su formulación. Estos son los principios de diseño tal como los define Prosocial:

  1. Identidad y propósito compartido: un grupo funciona mejor cuando hay una fuerte identidad grupal, cuando sus miembros entienden su propósito y lo perciben como valioso.
  2. Distribución equitativa de costos y beneficios: las contribuciones realizadas por los miembros y los beneficios de esas contribuciones deben ser distribuidos equitativamente.
  3. Toma de decisiones justa e inclusiva: los miembros del grupo deben poder involucrarse en las decisiones que los afectan, en particular aquellas sobre el funcionamiento del grupo.
  4. Monitoreo de conductas acordadas: es necesaria una forma de monitoreo de las conductas relevantes.
  5. Respuestas graduales a conductas útiles y perjudiciales: el grupo debe tener mecanismos por los cuales se sancionen de manera gradual a las conductas que transgredan lo acordado y que refuercen las conductas cooperativas.
  6. Resolución de conflictos rápida y justa: el conflicto y desacuerdo son parte normal del grupo, es necesario incluir algún sistema de resolución de conflictos en su diseño.
  7. Autoridad para autogobernarse: el grupo tiene que tener la capacidad de tomar sus propias decisiones.
  8. Relaciones colaborativas con otros grupos: al relacionarse con otros grupos, los principios 1 a 7 deben ser respetados.

Cada principio tiene distintas funciones. El principio 1 define el grupo, los principios 2 a 6 se ocupan de que funcione con efectividad, reduciendo los obstáculos internos, mientras que los principios 7 y 8 se ocupan de las relaciones externas del grupo, con otros grupos o con la sociedad en general. La idea es entonces que diseñar un grupo siguiendo estos ocho principios puede aumentar su eficacia, fomentar la cooperación de sus miembros, y mejorar las relaciones interpersonales en él.

Revisar exhaustivamente cómo se aplican estos principios para un grupo está fuera del alcance de este texto, pero pueden visitar este otro artículo, o incluso el librito que hace un tiempo escribimos con un amigo, en donde reseñamos la posible aplicación de estos principios en agrupaciones musicales (Maero & Bonadío, 2019). Hecha la digresión por Ostrom, Wilson, y Prosocial, volvamos al tema en cuestión.

La alianza como grupo

Recapitulemos un poco lo que hemos visto hasta ahora.

Hemos señalado que es posible extender la conceptualización de Bordin sobre la alianza terapéutica y que, en lugar de abordarla desde un nivel puramente afectivo y centrado en las características personales de sus integrantes, la alianza puede ser abordada desde un nivel de grupo u organización. Si adoptamos esa perspectiva lo que nos interesaría entonces sería especificar las condiciones de funcionamiento e interacción que ayudan a que un grupo funcione con efectividad. A este fin hemos reseñado brevemente los principios de diseño de comunidades formulados por Elinor Ostrom y luego generalizados por Wilson a todo tipo de grupos con metas compartidas, y cómo estos principios así entendidos se convirtieron en una intervención mediante la cual se puede potenciar la cooperación y funcionamiento de un grupo.

Así llegamos hasta aquí, en donde podemos dar un paso más. Mi propuesta es modesta, y consiste en sostener que los principios de diseño no sólo pueden ser generalizados a grupos, sino también aplicados a las relaciones personales con metas compartidas.

Dos personas que comparten una meta pueden también considerarse un grupo, en tanto deben cooperar, coordinar esfuerzos, resolver desavenencias, etc. Cuantas más personas haya más complejo y dificultoso será el funcionamiento del grupo, por supuesto, pero en última instancia un emprendimiento conformado por dos amigas tendrá que resolver el mismo tipo de problemas que uno conformado por veinte personas. Por tanto, los principios de diseño también pueden aplicarse en esos casos. Esto nos permite aplicar los principios de diseño a todo tipo de relaciones interpersonales en las cuales se requiere una cooperación sostenida en pos de metas compartidas: relaciones de pareja, familiares y, entre otras, la alianza terapéutica.

En otras palabras, si la alianza terapéutica es considerada como un grupo (y no hay razones fuertes para no hacerlo), entonces los principios de diseño deberían aplicarse también a ella, y todo el corpus conceptual respecto a cómo las personas cooperan puede ayudar a diseñar ese aspecto clave de nuestra práctica clínica. Esto nos proporciona la posibilidad de reformular y adaptar los principios de diseño a la relación terapéutica, no proporcionando reglas específicas a seguir, sino especificando las condiciones que deben cumplirse, de cualquier manera que resulte apropiada a las circunstancias particulares en las cuales opera la alianza terapéutica, para que la misma funcione de manera efectiva, propiciando la cooperación entre paciente y terapeuta.

Ahora bien, los principios de diseño fueron formulados para abarcar todo tipo de grupos, con diferentes configuraciones, y por eso resultan relativamente genéricos, para poder aplicarse tanto a un grupo de pescadores como a un equipo de fútbol. Pero la alianza terapéutica no es cualquier grupo, sino uno que ofrece ciertas particularidades, por lo cual es posible refinar y adaptar los principios a ellas.

Por ejemplo, la alianza terapéutica no adopta cualquier configuración, sino que involucra roles definidos a priori (paciente, terapeuta) que entrañan una disparidad de poder y responsabilidades. También los objetivos son a grandes rasgos similares a pesar de las diferencias entre los tratamientos: una persona acude a la otra generalmente buscando apoyo o ayuda para lograr algún cambio personal, y la segunda recibe algún tipo de retribución económica por esa ayuda. Además, la terapia es una actividad que está regulada con un marco legal específico que impone ciertas restricciones a su funcionamiento.

Entonces, al considerar cómo aplicarían los principios de diseño es necesario tener en cuenta que no estamos lidiando con cualquier grupo, sino con uno que tiene un funcionamiento muy particular. Entonces, lo que voy a ofrecer es una forma de interpretar el espíritu de los principios de diseño de manera que se ajuste a las particularidades de la alianza terapéutica. Los he adaptado y luego revisado la adaptación con ayuda de Paul Atkins (entrenador de Prosocial y el primer autor del libro), que ha dado su visto bueno a esa primera aproximación. De todos modos, la responsabilidad de lo que sigue es completamente mía, no metamos en este berenjenal al bueno de Paul. Tengan en cuenta que no es la única forma de adaptarlos, ni siquiera la mejor posible, sino que se trata de la forma en que mejor he podido adaptarlos a mi propia práctica clínica, de una manera que me resulta sencilla de aplicar y transmitir. 

Diseñando la alianza terapéutica

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Aquí recorreremos una posible adaptación de cada uno de los principios de diseño. He resumido y nombrado a cada uno con una sola palabra, intentando que sea más relevante y comprensible en entornos clínicos que el nombre completo de cada principio –tiendo a olvidarme de todo, por lo que la simplicidad es un requisito más que un lujo.

Las condiciones que debe cumplir la alianza terapéutica, entonces, pueden resumirse así:

  1. Propósito
  2. Satisfacción
  3. Participación
  4. Transparencia
  5. Consistencia
  6. Receptividad
  7. Autonomía
  8. Integración

El principio 1 establece las bases de la alianza,los principios 2 a 6 son los que protegen a la alianza de desestabilizaciones internas (surgidas de sus integrantes), y los principios 7 y 8 son los que protegen a la alianza de influencias desestabilizadoras externas. Veamos de qué se trata cada uno.

Principio 1: Propósito

El primer principio de Prosocial establece que, para funcionar adecuadamente, un grupo debe tener un claro sentido de identidad compartida y claridad en su propósito. Es decir, el espíritu de este principio consiste en explicitar y acordar quiénes participarán del grupo y de qué se trata el mismo, su propósito.

En la alianza terapéutica, en particular, la identidad de quienes participan no suele ser un tema a resolver, ya que está condicionado por la situación: hay uno o varios pacientes, y el terapeuta (a fines prácticos, de aquí en adelante asumiré un formato tradicional de terapia individual, pero lo mismo aplicaría a terapia grupal). En cambio, un aspecto más relevante de este principio es explicitar y acordar cuál será el propósito y funcionamiento de la alianza terapéutica, en particular:

  1. Cuál es el propósito o los objetivos terapéuticos del trabajo clínico.
  2. Cuál es la formulación o evaluación de la situación presentada.
  3. Qué actividades, intervenciones, o recursos se emplearán para alcanzar el propósito.
  4. Bajo qué condiciones se realizará el trabajo clínico (frecuencia, horarios, honorarios, etc.).

Esto, por supuesto, forma parte del consentimiento informado, y es esencialmente lo especificado en los textos seminales por Bordin (1979, 1994). Como vimos, Bordin señaló como aspectos centrales de la alianza el acuerdo y cooperación en las metas, en las tareas, y el establecimiento de un vínculo terapéutico. Este principio se ocupa explícitamente de los dos primeros puntos: un acuerdo respecto a las metas de la terapia (punto 1) y las tareas terapéuticas involucradas (punto 3).

Los otros dos ítems son sus extensiones naturales. Por una parte, el propósito de la terapia está relacionado con la evaluación de la situación, que debe ser compartida entre terapeuta y paciente (punto 2). Bordin de hecho especificó que parte de la actividad terapéutica en torno a la alianza consiste en llegar a una formulación compartida de la situación (1994, p.22). Sólo a través de una formulación de la situación que se puede especificar de qué manera las tareas de la terapia permitirán alcanzar los objetivos de la terapia. Por otra parte, otro aspecto relevante al negociar las tareas o actividades clínicas es el detalle de las condiciones bajo las cuales serán llevadas a cabo, es decir, el encuadre (punto 4): frecuencia y horarios de las sesiones, lugares, honorarios, y demás aspectos relevantes de la terapia.

Ahora bien, este principio, al igual que el resto, no establece un contenido particular para cada ítem, que en cada caso adoptará formas diferentes. Por supuesto, el terapeuta no puede proponer ni aceptar cualquier objetivo de terapia porque hay un marco ético, legal, y científico al cual la alianza terapéutica debe subordinarse (por ejemplo, en muchos países no es ético ni legal que el objetivo de la terapia sea el cambio de orientación sexual). Lo que este principio sí establece es que una condición necesaria para establecer una buena alianza terapéutica es que estos ítems sean explicitados, compartidos, negociados cuando es necesario, hasta que terapeuta y paciente lleguen a un acuerdo mínimo sobre ellos.

Es muy difícil lograr cooperación si no hay acuerdo sobre su propósito. Si, por ejemplo, la paciente ignora cuál es la formulación que la terapeuta tiene de su problema, o si está en desacuerdo con las tareas clínicas que la terapeuta propone, es poco probable que coopere enérgicamente. Si, en cambio, la paciente tiene en claro cuáles son los objetivos de la terapia y a qué evaluación de la situación están atados, si tiene en claro qué se espera de ella, tanto en términos de actividades clínicas como en las condiciones del encuadre, podrá cooperar de manera más activa, aportando sus propias ideas y tomando la iniciativa.

La aplicación de este principio suele ser más relevante durante las primeras sesiones, pero con frecuencia es necesario volver a revisarlo cuando la terapia está bien avanzada. La pregunta central que este principio plantea podría formularse de esta manera:

¿En qué medida tanto la paciente como la terapeuta conocen y están de acuerdo sobre el propósito de la terapia, la evaluación de la situación, las tareas terapéuticas y la forma de trabajo?

Principio 2: Satisfacción

Como mencionamos arriba, los principios 2 a 6 son los que protegen a la alianza de acciones desestabilizadoras internas, es decir, especifican las condiciones necesarias para que el trabajo sea efectivo e interpersonalmente fluido.

El principio 2, tradicionalmente, establece que es necesaria una justa distribución de costos y beneficios, es decir, que los integrantes del grupo perciban que lo que obtienen del grupo es justo respecto a lo que están aportando. En la alianza terapéutica esto se traduce como la necesidad de cuidar que tanto terapeuta como paciente estén satisfechos sobre lo que obtienen de la alianza con respecto a lo que están aportando.

Simplificando mucho la situación, digamos que, en líneas muy generales, el paciente aporta su tiempo, energía, y dinero, esperando una ayuda para alcanzar los objetivos clínicos acordados; la terapeuta, por su parte, aporta su tiempo, conocimiento y actividad, esperando a cambio una retribución económica o social. Si cualquiera de los dos percibe que lo que obtienen de la alianza no es adecuado según lo que están aportando, su cooperación tendrá a reducirse. Si, por ejemplo, el paciente siente que la terapia no está avanzando de la manera esperada, o si la terapeuta está insatisfecha con respecto al pago de sus honorarios, tenderán a desinvolucrarse de la terapia.

Es necesario entonces cuidar, durante el transcurso de la terapia, la satisfacción de ambas partes con respecto al trabajo realizado, y abordar cualquier dificultad que apareciera en este aspecto. Por ejemplo, esto podría involucrar tener una conversación sobre el pago de honorarios atrasados y el impacto que esto tiene en la motivación de la terapeuta. La pregunta que este principio plantea podría formularse de esta manera:

¿En qué medida paciente como terapeuta están satisfechos de lo que están recibiendo de la alianza terapéutica?

Principio 3: Participación

Este principio, en los grupos tradicionales, es el que establece la necesidad de participación colectiva en las decisiones del grupo. El espíritu de este principio es que quienes estén afectados por los resultados de una decisión grupal, especialmente aquellas relativas al funcionamiento del grupo, participen de ella. Este principio aplica sin mayores cambios a la alianza terapéutica: cada vez que una decisión afecte a cualquiera de las partes, es necesario que esa parte tenga voz y voto en ella.

En la alianza terapéutica, debido a la desigualdad de responsabilidades y poder, la participación no es pareja: la terapeuta generalmente tiene mayor participación y poder en la toma de decisiones, por lo cual aplicar este principio involucra equilibrar los tantos, facilitando la participación de los pacientes en las decisiones de la terapia.

Más concretamente, consiste en alentar y facilitar la participación activa de la paciente en las decisiones clínicas relevantes, pidiendo su opinión y consentimiento al respecto. Esto puede encarnarse de múltiples maneras: por ejemplo, invitando a la paciente a dar su parecer y consentimiento sobre los objetivos y tareas de la terapia; pidiendo permiso antes de realizar una intervención difícil o antes de abordar un tema doloroso; consultando si está de acuerdo en llevar a cabo alguna tarea entre sesiones, etcétera.

Por supuesto, esto no quiere decir que la paciente tenga que estar de acuerdo con todas las decisiones. Debido a la naturaleza de la actividad clínica, hay decisiones que deben ser tomadas incluso aunque la paciente se oponga, como puede ser el caso en una internación involuntaria, o si es necesario contactar a los familiares de una paciente que tiene riesgo de vida. Y ciertamente esas decisiones, aun cuando sean necesarias, afectarán negativamente a la alianza –que el impacto sea irremediable o no dependerá de la fortaleza de la alianza y del estado del resto de los principios. Pero incluso en esos casos es distinto tomar la decisión de manera unilateral que hacer participar a la persona en la decisión, compartiendo las razones para esa decisión y negociando dentro de lo posible.

Participación no es lo mismo que agrado, no implica que todas las decisiones tengan que gustarles a los pacientes, sino que se trata de buscar vías por las cuales los pacientes puedan participar en ellas en algún grado. Es similar a lo que sucede con el sistema electoral de un país: el derecho a votar no significa que se vayan a cumplir nuestros deseos, sino tan solo que podemos participar en cierto grado de la toma de decisiones colectiva.

Prestar atención a las opiniones de la paciente y pedir su consentimiento en las decisiones relevantes es una condición aconsejable para el establecimiento de una buena alianza. La pregunta central que este principio plantea podría formularse de esta manera:

¿En qué medida tanto paciente como terapeuta consideran que su opinión y consentimiento son tenidos en cuenta en las decisiones clínicas?

Principio 4: Transparencia

Este principio de diseño, originalmente, establece que es necesario establecer una forma de monitoreo de las conductas acordadas. Por ejemplo, puede ser recomendable que las finanzas de un grupo sean accesibles a todos sus miembros. El espíritu de este principio es que las conductas relevantes del grupo sean transparentes y accesibles.

Traducido a la alianza terapéutica, este principio requiere transparencia para toda acción y reacción que sea relevante para sus participantes. Esto abarca dos ámbitos: lo que sucede fuera de las sesiones y lo que sucede durante las sesiones. Fuera de las sesiones, es necesario que terapeuta y paciente sean transparentes con respecto a las acciones que pudieran involucrar al otro. Por ejemplo, si el terapeuta quiere contactarse con un familiar del paciente es aconsejable que el paciente esté al tanto de ello. No es posible aplicar el principio 3, de participación, si el paciente no está al tanto de lo que está sucediendo.

Durante las sesiones, este principio se aplica a un aspecto clave del trabajo clínico: las propias reacciones y pensamientos. Esto es, transparencia con respecto a reacciones emocionales y pensamientos que sean relevantes al funcionamiento de la terapia. Esto es obvio en lo que concierne al paciente, ya que suele ser central para el trabajo clínico que comparta abiertamente sus pensamientos y emociones, pero resulta menos obvio indicar que esto también incluye al terapeuta.

En otras palabras, es importante que el paciente tenga acceso a los sentimientos y pensamientos del terapeuta que impacten sobre el funcionamiento de la terapia. Por ejemplo, si el terapeuta está molesto con el paciente por una demora en el pago de honorarios y esto incide sobre su trabajo clínico, es aconsejable que sea transparente respecto a ello, de manera de poder buscar una solución de manera conjunta.

Por supuesto, qué información compartir y cuándo hacerlo requiere ejercer un mínimo de criterio clínico, pero en líneas generales, el misterio no tiene lugar si lo que queremos es generar cooperación. La pregunta central que este principio plantea podría formularse de esta manera:

¿En qué medida tanto paciente como terapeuta están al tanto de las acciones, pensamientos y sentimientos del otro que son relevantes a la terapia?

Principio 5: Consistencia

Este principio originalmente planteaba sanciones graduales para las transgresiones a lo acordado en el grupo –haciendo énfasis en lo gradual más que en las sanciones. En Prosocial se lo reformuló como consecuencias graduales para las acciones, es decir, incluyendo tanto sanciones para las transgresiones como recompensas para la emisión de conductas acordadas (castigo y reforzamiento, en términos conductuales).

En la alianza terapéutica esto se traduce en responder de manera consistente aunque gradual a las acciones de la otra persona relacionadas con lo que haya sido acordado. Por ejemplo, una transgresión al encuadre acordado (llegar tarde a sesión, por ejemplo), puede tener como consecuencia un simple reconocimiento la primera vez que sucede (“oh, empezamos más tarde hoy”), una indagación breve cuando sucede por segunda vez, un análisis conductual más detallado la tercera, y así hasta llegar a consecuencias más severas, como por ejemplo decidir terminar la terapia.

El problema central del que este principio se ocupa es la tendencia a que las consecuencias proporcionadas por el terapeuta sean de tipo “todo o nada”. Es frecuente que los terapeutas dejen pasar transgresiones menores que se repiten, y que al reaccionar por primera vez lo hagan con mucha intensidad (la situación típica de quedarse callado hasta finalmente explotar). Es preferible, en cambio, proporcionar consecuencias que escalen suave pero consistentemente.

Este principio aplica de la misma manera a las conductas que cumplen con lo acordado, señalando la necesidad de proporcionar consecuencias positivas para ellas: desde un simple “gracias” al recibir los honorarios hasta un reconocimiento más efusivo cuando el paciente lleva a cabo una acción acordada más desafiante (por ejemplo, al realizar una intervención de exposición). La pregunta central que este principio plantea podría formularse de esta manera:

¿En qué medida tanto paciente como terapeuta responden de manera consistente a las conductas que transgreden o cumplen con lo acordado?

Principio 6: Receptividad

Este principio en su formulación original subraya la condición de establecer en el grupo algún mecanismo de resolución de conflictos que sea rápido y justo, anticipándose a su ocurrencia.

En la terapia, sin embargo, el problema central con los conflictos internos es que no sean expresados, o que sólo lo sean cuando superen cierto límite, de manera similar a lo que sucede con el principio anterior. Por esto puede ser una buena idea explicitar, al comienzo de la terapia, que es completamente esperable que surjan conflictos y diferencias a lo largo del tratamiento, y que cuando ello suceda es posible conversarlos y encontrar soluciones de manera conjunta.

Por supuesto, esto involucra que la terapeuta en lo sucesivo muestre receptividad a la expresión de conflictos por parte del paciente, esto es, mostrarse dispuesta a escucharlos, considerarlos como válidos sin responder de manera defensiva, y disponiéndose a buscar una solución conjunta. De poco valdría el afirmar que los conflictos son esperables si, en el momento en que el paciente expresa una queja con respecto a la terapia o la terapeuta, lo que recibe una andanada de interpretaciones o indicaciones.

En cierto sentido, este principio opera como la contracara del principio 4: la honestidad del terapeuta en expresar sus pensamientos y sentimientos incómodos se complementa con su disposición a mostrar receptividad cuando es la paciente quien los expresa. La pregunta central que este principio plantea podría formularse de esta manera:

¿En qué medida tanto paciente como terapeuta responden de manera receptiva a los conflictos, alentando y respetando su expresión?

Principio 7: Autonomía

Los principios 7 y 8 se ocupan de las interferencias externas al grupo, es decir, aquellas que surgen de otros grupos y de la sociedad en general. Ambos son relevantes para la terapia, pero por la naturaleza misma de la actividad rara vez requieren que se les preste atención.

El principio 7 establece que el grupo tiene que tener autonomía sobre su propio funcionamiento respecto a los principios anteriores, de manera que, si alguno de ellos se ve interferido por personas u organizaciones externas al grupo, es necesario tomar medidas para reducir su interferencia.

Durante la terapia, las principales fuentes de interferencias externas son el entorno social de la paciente y el entorno institucional de la terapeuta. Ahora bien, no nos interesa cualquier interferencia, sino aquellas que dificulten la autonomía en los principios 1 a 6. Digamos, si el entorno familiar de la paciente dificulta que se lleve a cabo una tarea de activación conductual, eso constituiría un problema clínico, claro está, pero no sería algo directamente relacionado con la alianza.

Una situación distinta sería si el entorno familiar quisiera forzar un motivo de consulta al que la paciente se opone, o si la institución en la que trabaja la terapeuta le pidiese que actuase de manera deshonesta con la paciente, ya que ello sí tendría un impacto directo con la alianza (en los principios 1 y 4, respectivamente). En esos casos sería necesario conversar con la paciente para encontrar formas de preservar la autonomía de la alianza terapéutica. La pregunta central que este principio plantea podría formularse de esta manera:

¿En qué medida la alianza terapéutica tiene autonomía para tomar sus propias decisiones en los principios 1 a 6?

Principio 8: Integración

Este principio establece que, al relacionarse con otros grupos se deben respetar los principios 1 a 7. Este es el principio que guía el diseño de grupos conformados por grupos y que permite escalar los principios de diseño a organizaciones más complejas.

Este principio se vuelve pertinente para la alianza terapéutica cuando ésta se relaciona con otras organizaciones o personas. Esto puede suceder cuando la terapia requiere intervenciones accesorias tales como un entrenamiento en habilidades sociales, un programa de mindfulness, o una intervención de activación conductual, entre otras. También puede aplicar cuando es necesario cooperar en entornos institucionales.

Dicho de manera sencilla, este principio establece que la alianza terapéutica, al relacionarse con terceros, debe cuidar que 1) estén claros los objetivos que llevan a esa interacción, 2) que las necesidades específicas que llevaron a esa interacción sean atendidas, 3) que haya una adecuada participación en las decisiones pertinentes, 4) que haya transparencia en los procedimientos, 5) actuar de manera consistente a los objetivos, 6) buscar formas de resolución de conflictos expeditivas y justas, y 7) llevar a cabo las acciones necesarias para preservar la autonomía sobre los propios objetivos. La pregunta central que este principio plantea podría formularse de esta manera:

¿En qué medida se respetan el resto de los principios en la relación con otras personas u organizaciones?

Un marco de cooperación para la alianza terapéutica

Según lo que hemos visto hasta aquí, los principios pueden ser pensados como una guía de diagnóstico de la alianza terapéutica entendida como relación cooperativa. Con esa guía, podemos tomar cualquier tratamiento que estemos llevando a cabo y preguntarnos:

  1. ¿En qué medida paciente y terapeuta conocen y están de acuerdo sobre el propósito de la terapia, la evaluación de la situación, las tareas terapéuticas y la forma de trabajo?
  2. ¿En qué medida ambos están satisfechos de lo que están recibiendo de la alianza terapéutica?
  3. ¿En qué medida consideran que su opinión y consentimiento participan en las decisiones clínicas?
  4. ¿En qué medida cada uno están al tanto de las acciones, pensamientos y sentimientos del otro que son relevantes a la terapia?
  5. ¿En qué medida se responde de manera consistente a las conductas que transgreden o cumplen con lo acordado?
  6. ¿En qué medida responden de manera receptiva a los conflictos, alentando y respetando su expresión?
  7. ¿En qué medida la alianza terapéutica tiene autonomía para tomar sus propias decisiones en los principios 1 a 6?
  8. ¿En qué medida se respetan el resto de los principios en la relación con otras personas u organizaciones?

Cada uno de estos ítems puede pensarse como una dimensión, y es posible incluso construir una escala asignándole a cada pregunta una puntuación de 1 a 10 para tener una referencia más precisa del estado de cada principio en un momento dado de la relación (en Prosocial se hace una evaluación así al principio y al final de la intervención). Una puntuación baja en alguno de los principios nos estaría señalando qué sería necesario resolver para que la alianza pueda cooperar más efectivamente.

Es necesario tener en cuenta, sin embargo, que lo que se evalúa es la situación de la alianza, por lo cual una escala así debería ser completada por ambos miembros de la alianza. Tener solo las puntuaciones asignadas por la terapeuta puede ser útil, pero fatalmente fragmentario: sería similar a querer conocer el estado de un matrimonio interrogando a solo uno de sus miembros. Como práctica, un buen ejercicio sería puntuar esas ocho preguntas dos veces, una primera vez desde nuestro propio punto de vista, y una segunda vez, intentando adoptar la perspectiva de nuestra paciente e imaginando qué puntuación le asignaría a la alianza en cada principio de diseño.

Por supuesto, que haya dificultades en uno de los principios no significa que la alianza sea insostenible, sino que marca un punto de vulnerabilidad. Una alianza en la cual haya poca transparencia, por ejemplo, puede funcionar de todos modos, pero probablemente haya menos confianza mutua y menos espacio de maniobra en situaciones difíciles. Una hipótesis que pareciera razonable sobre esto es que una mayor puntuación en los principios de diseño debería de correlacionar con mejores puntuaciones en otras escalas de la alianza terapéutica y mejores resultados clínicos (ahí tienen un tema de tesis, si están buscando uno).

A este respecto, mucho se ha hablado y escrito sobre la relación entre los resultados terapéuticos, y si éstos dependen de las técnicas e intervenciones específicas o de la relación terapéutica. La respuesta que los principios de diseño parecen ofrecernos al respecto es la siguiente: la psicoterapia, sea cual sea la orientación teórica del terapeuta, puede pensarse como una relación cooperativa que se entabla al servicio de un objetivo, para el cual se emplean medios técnicos particulares (derivados del modelo teórico del terapeuta). Sin una adecuada cooperación difícilmente pueda realizarse un trabajo clínico efectivo, por lo cual establecer una alianza adecuada es vital para toda la actividad. Pero si las actividades terapéuticas no son adecuadas para el fin planteado, difícilmente importe la calidad de la alianza terapéutica. Dicho con una analogía: si quisiéramos montar una escudería de autos de carrera, de poco nos serviría contar con potentes automóviles de última generación si el equipo técnico y administrativo no opera de manera coordinada. Pero la situación opuesta, de contar con una excelente organización y automóviles en estado lamentable, tampoco será muy útil. Claro está, la situación ideal es una en la cual haya buena cooperación y buenas herramientas.

El principal atractivo de los principios de diseño es que proporcionan una guía concreta para generar una buena cooperación. No son respuestas, sino que más bien señalan donde pueden estar las respuestas, cuáles son las condiciones mínimas necesarias para que la cooperación suceda: claridad compartida en el propósito y en las actividades vinculadas, satisfacción de lo que los participantes obtienen en relación a lo que aportan, la posibilidad de participación activa en las decisiones clave, transparencia en las actividades centrales, consistencia en las consecuencias de las acciones, receptividad hacia los conflictos, autonomía respecto al propio funcionamiento, e integración fluida y coherente con otras organizaciones o personas.

Algunas consideraciones finales quizá sean necesarias. En primer lugar, cada principio de diseño puede ser resuelto de distintas maneras, según las condiciones de funcionamiento de cada alianza. No hay una forma única de, por ejemplo, responder de manera consistente a las transgresiones al encuadre, sino que cada terapeuta puede encontrar distintas soluciones según la situación. En segundo lugar, las condiciones establecidas en los principios de diseño no son estáticas, sino que necesitan ser observadas y ajustadas periódicamente a medida que las circunstancias cambien. Una solución puede dejar de ser efectiva con el paso del tiempo, y una circunstancia adversa puede cambiar espontáneamente. Finalmente, con frecuencia abordar los principios de diseño requerirá desplegar algunas habilidades psicológicas. Por ejemplo, la receptividad ante los conflictos requiere un cierto grado de tolerancia al malestar, la transparencia requiere disposición a exhibir vulnerabilidad, establecer el propósito de la terapia requiere un cierto grado de empatía, etcétera. La principal utilidad de estas cualidades radica en facilitar el establecimiento y protección de una relación cooperativa.

Conclusión

Si por milagro han llegado hasta aquí, espero que les haya sido leve. Y si algo de suerte nos queda suelta, espero que el texto les resulte útil. Se trata, en definitiva, de operacionalizar la alianza terapéutica, viéndola desde una perspectiva grupal/cooperativa en lugar de individual, a través de la óptica de principios de cooperación bien establecidos.

Por supuesto, todo lo expuesto hasta aquí es puramente especulativo. No hay, hasta donde sé, investigaciones en las que se hayan evaluado los principios de diseño a la alianza terapéutica, ni a otros tipos de relaciones diádicas. Sin embargo, sí hay evidencia indirecta sobre el aporte de los aspectos centrales de los temas centrales de cada principio en las relaciones humanas (por ejemplo, el papel de la participación, de la transparencia, de consecuencias claras y consistentes, de receptividad hacia los conflictos, etc.). Revisar esa evidencia va más allá del alcance de este texto, pero una búsqueda rápida en las bases de datos académicas basta para comprobar la relativa abundancia de evidencia indirecta sobre esos puntos.

Hasta tanto esa situación cambie, todo lo aquí escrito debe ser tomado con mucha liviandad –se trata meramente de algunas ideas que quizá sea útil tener en cuenta para el quehacer clínico. Desde este punto de vista, la alianza terapéutica no depende exclusivamente de características individuales estáticas, sino del acuerdo, dinámico, desordenado, y humano, que permite cooperar a dos personas para apoyarse mutuamente en el camino de la vida.

Artículo publicado en Grupo ACT y cedido para su republicación en Psyciencia.

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