Dada la importancia clave de la educación en el óptimo funcionamiento de todo lo demás, no es extraño que todos los gobiernos incluyan en sus campañas electorales el compromiso de reformar las leyes que la regulan, echando por tierra lo que hizo el gobierno anterior y cambiando los planes de estudio que acabarán afectando a alumnos de todas las edades y a profesores de todos los ciclos y materias. La elección de las materias que se impartirán en cada ciclo e incluso en cada curso también recae sobre esos asesores adscritos al ministerio de educación, atendiendo a nadie se explica qué criterios. Una de esas decisiones tomadas en su día afectó de lleno a la asignatura de Filosofía porque se cuestionó su utilidad.
¿Para qué sirve la filosofía?
Sin duda, no es una pregunta nueva. Mucha gente se la ha formulado alguna vez. Porque, de hecho, los filósofos no producen nada, salvo libros que no llegan a convertirse precisamente en betsellers. ¿Qué salidas tiene alguien que se haya graduado en filosofía, si no es convertirse en profesor de secundaria o de alguna facultad universitaria?Y lo pensamos con una naturalidad que da miedo, porque damos por hecho que enseñar filosofía es una banalidad en un mundo que va tan acelerado que sus habitantes ya no tienen tiempo para pensar ni en sí mismos, menos tiempo tendrán de plantearse las eternas preguntas: ¿Quién soy? ¿De dónde vengo? ¿A dónde voy?.
Desgraciadamente, nos hemos dado demasiada prisa en normalizar demasiadas situaciones y en olvidarnos de ejercicios tan esenciales para nuestra salud mental como atrevernos a pensar, a cuestionarnos nuestra vida, a dudar de las verdades oficiales que nos venden a todas horas como productos únicos en un mercado que le cierra sus puertas a todo lo que no interesa que nadie nos venda.
Menospreciar el valor de la filosofía y la labor de cuantos profesores luchan diariamente en las aulas para que ésta siga vigente y para que no se pierda como una más entre las lenguas muertas, es un atentado contra el sentido común y contra la libertad del pensamiento. Es como renegar de nuestros orígenes y creer que todo lo que somos hoy se lo debemos al puro azar y no al arduo trabajo de muchísimas generaciones que nos han precedido en el tiempo y han hecho posible, cada una aportando su grano de arena, el mundo que hoy disfrutamos. Un mundo que ellos soñaron, pero no creyeron posible por las muchas piedras con las que no dejaron de tropezar en sus respectivos caminos.
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Todas las etapas históricas han tenido grandes filósofos, cuyas lecturas hoy nos ayudan a entender mejor las épocas en las que vivieron y el porqué de sus ideas. Unas ideas que contribuyeron a que se fuesen formando otras de mayor complejidad hasta llegar a nuestro tiempo.
¿Qué podría ser del mundo sin filósofos y sin historiadores?
¿Podríamos entendernos de la misma forma en que lo hacemos?
Si no hubiesen existido Sócrates, ni Descartes, ni Ortega y Gasset, ni José Luis Sampedro, ¿seríamos capaces de encontrarle algún sentido a todo este embrollo en el que intentamos nadar guardando la ropa toda nuestra existencia?
En el caso de la historia, ¿habríamos alcanzando el mismo conocimiento de nuestra propia especie de no haber existido Herodoto, Tito Livio o Paul Preston?
Para que una sociedad avance, no podemos subestimar ninguna de sus ramas del saber. Por muy improductivas que nos puedan parecer a priori algunas de esas ramas, todas tienen su utilidad y son parte importante del puzzle en el que todo cobra sentido cuando todas sus piezas están encajadas. En los años noventa, un filósofo noruego llamado Jostein Gaarder logró que su novela El mundo de Sofía se convirtiera en un betseller, porque conseguió traducir algo que hasta entonces se había considerado una materia aburrida en una historia de lo más intrigante que despertó el interés de jóvenes y no tan jóvenes. Demostró así que, antes de rendirnos a la obsolencencia, la readaptación es una muy buena opción.
Casi tres décadas después, es otro filósofo e historiador, esta vez israelí, el que ha vuelto a poner la filosofía de plena actualidad. Se trata de Yuval Noah Harari, autor de libros tan exitosos como Sapiens i Homo Deus. Recientemente ha publicado la obra 21 Lecciones para el siglo XXI, en el que augura que, en unos pocos años, un porcentaje importante de la población mundial dejará de ser útil, porque los trabajos que saben hacer ya no serán necesarios, bien porque pasarán a ser desarrollados por robots cada vez más especializados o porque los hábitos de consumo y de servicios cambiarán drásticamente.
Sorprende leer que, incluso los llamados médicos de familia, pueden llegar a perder sus empleos en un futuro no muy lejano al ser substituidos por robots que atenderán telemáticamente a los pacientes e incluso les prescribirán los tratamientos que consideren oportunos. Y esto nos lleva fácilmente a pensar que, si un médico, que ha tenido que pasarse un mínimo de seis años en la facultad de medicina más cuatro años más haciendo su residencia puede llegar a resultar irrelevante para nuestra sociedad, ¿cómo no va a resultar irrelevante para esa misma sociedad alguien que no ha estudiado nada, que siempre ha hecho lo mismo, que no se ha preocupado de formarse en nada nuevo?.
Hay personas a quienes esa etiqueta de irrelevantes les llega a las puertas de la jubilación, pero las más preocupantes no son ellas, sino las que corren el riesgo de caer en esa misma obsolescencia con apenas treinta años. ¿De qué se supone que van a vivir hasta su jubilación si en el mercado laboral ya no encajan y se resisten a formarse en otra profesión por considerarse ya demasiado mayores para volver a empezar?.
Muchos son los que abogan por la conveniencia de una renta mínima universal para esas personas que empiezan a resultar irrelevantes para el mercado laboral. Pero aquí entran en juego cuestiones éticas que dan mucho qué pensar.
¿Cómo se puede sentir una persona a quien, en lugar de ofrecerle un empleo digno, se le da una compensación mensual, como quien da una limosna?.
¿Cómo se van a sentir el resto de personas que aún mantienen sus empleos, viendo que sus vecinos viven igual que ellas, sin tener que molestarse en trabajar?
En Suiza, hace un tiempo, se llegó a celebrar un referéndum para consultar a la población si aceptarían la aprobación de esta renta mínima universal. El pueblo votó que no.
Se trata de una medida que no está exenta de complejidad y que habría que estudiar con sumo cuidado para no acabar provocando males mayores que el que pretende paliar. Lo que está claro es que el mercado laboral, de cuya precariedad no dejamos de quejarnos continuamente, va a seguir precarizándose pero con el agravante de que cada vez nos va a exigir más por menos. Si ahora nos sentimos explotados en nuestros puestos de trabajo, mañana podemos, simplemente, pasar a convertirnos en irrelevantes para nuestras empresas. A menos que estemos atentos a los cambios que se avecinan y no dejemos perder ninguna oportunidad de seguir formándonos, de arriesgarnos a aprender cosas nuevas, no ya con la finalidad de ganar más dinero o más prestigio, sino con la idea de no ser invitados a apearnos del tren en el que viajamos antes de tiempo.
El futuro se antoja más complicado de lo que parece y la educación se hace más imprescindible que nunca para sentirnos dotados de los recursos necesarios para capear todos los temporales que nos vayan a sorprender. Pero esa educación no puede limitarse a una educación básica obligatoria, sino que ha de derivar en una educación continua a lo largo de toda nuestra vida, que nos permita mantenernos al día y nos facilite la dosis de flexibilidad que necesitaremos para fluir con los cambios en lugar de tratar en vano de luchar contra ellos.
La vida es cambio. Igual que la vida no se puede parar, los cambios tampoco. O los adoptamos, o nos quedamos al margen, limitándonos a ser meros espectadores de una realidad de la que ya no formamos parte, porque de alguna manera, nos hemos negado a entenderla
Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749