El secreto fascinante de la imagen artística deriva del hecho sutil de que ignoramos qué es, exactamente, lo que representa una iconografía. Hemos de acudir al título de la obra y, entonces, así, comprender, en parte, el sentido emotivo que habríamos percibido antes. Separamos entonces, por lo tanto, dos cosas, la sensación estética primaria, emotiva y placentera, fundamentalmente plástica, física o de belleza visual, de la percepción intuitiva que su imagen representa de su propia realidad, sea legendaria o histórica. Esas dos cosas van unidas en el Arte. En el Arte que pretende aleccionar o gratificar siempre con sus muestras extraordinarias de un cierto embeleso místico... Ya que entonces, ¿qué si no es la fuerza intangible que nos llevará a valorar una representación estética que nada esconde y todo lo guarda, como es el Arte desgarrado e inspirado de la estética vital más humanística? En las profundidades del pensamiento filosófico de siglos se habría debatido ya una de las polémicas existenciales más enfrentada por su fuerte oposición. ¿Somos libres verdaderamente los seres humanos o estaremos determinados en nuestras acciones, en nuestro desarrollo o en nuestro destino vital por otra cosa? Es complejo el dilema ya que la libertad es un hecho contrastado: se es o no se es libre, esto es algo constatable. Cuando se es libre el ejercicio de la vida nos lleva por caminos que decidimos, por elecciones que tomamos o por acciones que seguimos de nuestra propia voluntad libre. Por tanto, la decisión al falso dilema está muy clara. Existe la libertad y el ser humano puede ejercerla libremente. Y al mismo tiempo es un falso dilema porque tampoco podremos negar lo contrario... No podemos, aunque seamos libres para no hacerlo. Esta es la difícil cuestión que la polémica o dualidad del desarrollo de la vida tiene realmente. Hay una libertad posible, cercana, limitada, cierta, pero, sin embargo, existe también una infinidad de motivos para poder condicionarla o trastocarla completamente. Lo cual nos llevará al principio, ¿podemos libremente decidir o estaremos determinados por algo ajeno a nuestra voluntad?
Los grandes relatos mitológicos griegos fueron la fuente cultural que permitieron a los europeos comprender la vida, sus misterios, sus valores, su estética y su ética, en este mundo. La Odisea de Homero permitió situar el destino de un hombre en perspectiva por primera vez. O uno de los primeros, ya que también los babilonios tuvieron un héroe encantado, meditabundo y confundido en su Epopeya de Gilgamesh. El de un hombre no el de un dios, o un santo o un místico, o un gran rey o un extraordinario semidiós. Simplemente un héroe limitado por sus debilidades humanas, por su única capacidad humana limitada, aunque a veces ésta estuviese inspirada por la inteligente fuerza de la superación más heroica. Porque Ulises es un personaje con el cual podemos identificarnos, a pesar de las hazañas que, a veces, realizará propias de un gran héroe estimado. Esta es una de las características aleccionadoras que podemos señalar del relato homérico: la humanidad del héroe, su cercana vulnerabilidad humana. En sus decisiones, sin embargo, es implacable con las terribles fuerzas contrarias que, a cada paso de su viaje, le salen azarosas para impedirle proseguir o avanzar sin menoscabo. Hay una capacidad que no dejará de poseer el héroe: su libertad de elección, su sagaz independencia ante los terroríficos condicionamientos que se le presentan en su camino. Ejerce su voluntad y prosigue su viaje, desea hacerlo así, porque éste es su propio destino elegido libremente. Sin embargo, hay un capítulo del relato griego que hará enfrentar la voluntad inicial de Ulises con otra voluntad diferente, con otra situación extraña que el personaje no puede controlar, o no sabe, o no entiende. Cercano ya al recorrido final de su destino fijado inicialmente, la embarcación del héroe arribará a las costas de una isla desconocida. En ella podrán descansar ya Ulises y sus hombres de una terrible tormenta marina. Es una salvación y, a la vez, una maldición del destino. Porque en el reino de esa isla misteriosa gobierna Calipso, una hermosa, decidida y amable mujer. Es recibido Ulises con la mayor de las bondades y remesas gratificadoras. Se recuperan de las fuerzas perdidas, descansarán de los vientos, de las monstruosidades o de las calumnias que su odisea azarosa les habría hecho padecer por los temerarios lugares por donde habrían navegado. Ahora están a salvo, y, además, en un paraíso, en un lugar afortunado donde la vida y las satisfacciones de la vida se les ofrecen sin limitaciones, sin malicia o sin deletéreas intenciones oprobiosas.
En ese idílico lugar se llevaría Ulises muchos años ofrendado así por el amor incondicional de Calipso, ya enamorada para siempre del héroe griego. Porque además su necesidad de salvación fue extraordinaria, tanta como el sufrimiento que llevara acumulado poco antes de arribar en la anhelada isla de Ogigia. Eso y la actitud generosa, amorosa y venerable de Calipso llevaría al personaje decidido a enfrentarse, por primera vez, con su destino, con su íntima libertad poderosa. No le falta de nada ahora en su vida. Después de muchos años de alejamiento de su reino, podría decirse que aquella decisión inicial tan ineludible que albergara su voluntad de regresar a su isla de Ítaca, a su reino, a su familia, a su abnegada Penélope, habría sucumbido ante la fuerza contraria, novedosa y alternativa, que supondría el nuevo medio ambiente vital que disfrutaba ahora, ya tan acogedor y satisfactorio. No se acierta a especificar en el relato el tiempo que Ulises pasó en la idílica isla de Ogigia con Calipso. Tan solo que fue mucho tiempo, tanto que no alcanzará el propio personaje a comprenderlo siquiera. ¿Qué habría pasado con su decisión? El tiempo y la bondad, el amor y el cansancio, habían condicionado todo ya, lo habrían transformado todo haciendo ahora una nueva realidad del todo maravillosa. Hay un olvido y, a la vez, por tanto, ya no hay una esperanza... Porque está en su paraíso, es éste, el que vive ahora y que le ofrece todo lo que necesita. Pero, sin embargo, Ulises no acabará por identificarse con esa nueva situación, o con esa nueva decisión, o con esa nueva actitud en su vida. ¿Esa nueva libertad? El caso es que presiente que no es él mismo o que no es su libre voluntad lo que le mantiene, sereno y feliz, sin embargo, en ese destino sobrevenido tan maravilloso. No tiene nada que reprochar a Calipso, ni a su reino, ni a su nueva vida placentera. Es más, no desea hacer nada, no lo deseó durante los muchos años que estuvo disfrutando de su vida allí. Pero, a pesar de todo eso, siente que algo no va bien, algo que es incapaz de saber qué es, o de entender qué es lo que siquiera pudiera llegar a pensar sobre ello. Aun así, un día, decide de pronto abandonarlo todo, la isla de Ogigia y a Calipso, y dirigirse, con su barco, a su inicial destino interrumpido. ¿Qué le habría hecho tomar esa otra decisión? El poeta griego Homero escribe que es la diosa Atenea, su mentora divina, quien no puede dejar que Ulises no cumpla con su determinado destino. La libertad del héroe homérico fue parcial entonces, fue condicionada, fue relativa. Al final, sólo una misteriosa y enigmática causa, del todo incomprensible para el ser humano, llevaría al protagonista de La Odisea a desvirtuar cualquier elección verdaderamente libre, a abandonar una vida satisfactoria por otra cosa, tal vez satisfactoria o no, pero, finalmente, a abandonarla sin ejercer él mismo, realmente, ninguna autonomía en su decisión personal más definitiva.
(Óleo Calipso, 1852, del pintor neoclásico-romántico francés Henri Lehmann, Colección Privada.)