Revista Arte
La Arcadia como referente estético de un lugar utópico, paradisíaco, idealizado o incierto.
Por ArtepoesiaEl Renacimiento fue coetáneo de aquellos hombres y mujeres que comenzaron a descubrir las primeras sensaciones de libertad de que gozaron en un período relativamente pequeño de su cronología clásica. Tal fuerza llegaron a presentir sobre las posibles nuevas fronteras de emociones descubiertas, que poetas y pintores trataron de reflejar ese entusiasmo en sus obras de Arte. Con la maravillosa justificación clásica grecorromana, asociaron entonces lugar y formas con un paraíso terrenal alejado ahora de connotaciones demasiado religiosas. Y lo ubicaron en la Grecia antigua, donde los versos clásicos habían denominado ya su presencia mítica: en Arcadia, una región histórica helena más conocida en la Antigüedad por su poco avanzada evolución o su más salvaje y primitivo entorno que por líricas ensoñaciones metafóricas. Pero que los poetas griegos y latinos habían reivindicado para representar el escenario de la idea más idílica de todas. Es decir, donde los seres humanos no habrían aún sido transformados por la sofisticación, la industria, el comercio o la palabra. Allí vivirían pastores con recolectores, dioses con hombres, recuerdos sin nostalgias o afectos sin pudores. El Renacimiento pictórico glosaría, sin embargo, la idea más que el lugar. Así, pocas representaciones pictóricas, por no decir ninguna, existen en el Renacimiento de la Arcadia. El pintor Giorgione elaboraría una obra, de autoría confusa con su discípulo Tiziano o terminada por éste (Giorgione fallece en 1510, año de la composición de la obra), donde unos personajes renacentistas celebran una fiesta campestre. Era toda una osadía pintar entonces personajes con vestiduras contemporáneas para representar ahora una idealización tan clásica de la vida. La presencia de mujeres desnudas era algo solo expresado con ninfas o diosas de la antigüedad, y hacerlo ahora aquí así, combinado con personajes renacentistas, era todo un alarde por entonces extraordinario.
El paisaje renacentista de Giorgione nos inspira ahora la representación mítica de aquel lugar griego tan paradisíaco. Es una de las pocas pinturas renacentistas que pueden ofrecer un semblante de lo que la idea clásica arcádica ofrecería de un escenario vital tan maravilloso. No hacía falta componer la Arcadia propiamente, porque la Arcadia era una idea tan fantástica que, a poco que se pronunciara, podría evaporarse como un susurro y desvanecerse. Todo paisaje accesorio a representaciones sagradas, por ejemplo, podía hacer referencia a ese maravilloso lugar, aunque ahora con claras connotaciones religiosas o sacras. Pero, en definitiva, el Renacimiento había recuperado la idea arcádica y la había asociado para siempre a un sentido renacedor del ser humano, a un motivo de felicidad social o personal que, en aquellos años prometedores, habrían supuesto ya a los hombres y a las mujeres de los siglos XV y XVI. Nadie dudaría por entonces de la veracidad de la idea, ni de la posibilidad de vivir una vida placentera, o más ilusionada o más esperanzada, en este mundo. Y, así, se pintaban paisajes, se pintaban momentos o se pintaban cuerpos, cielos o valles. Se glosaban rimas también para elogiar la vida y para acercar entonces la sensación de belleza a la realidad de poder representarla en un espacio concreto, o ante una escena grandiosa, generalmente mitológica. Pero el siglo XVI terminaría, y acabaría al fin con el resultado de haber producido en Europa el peor balance más trágico de toda su historia. ¿Dónde estaba entonces esa Arcadia que, noventa años antes, por ejemplo, cantaran los poetas o pintara Giorgione?
En el año 1618, cuando el Barroco acabara para siempre con el sueño tan ingenuo de la Arcadia, el pintor Guercino sería el primero que pintase una representación que tirase por los suelos aquella idealización, por entonces incuestionable, de la mítica y maravillosa Arcadia. Ahora, compone una obra donde no hay apenas paisaje y donde el protagonista claramente no es nadie ni nada: solo el craneo y su calavera sobre el pedestal extemporáneo de un lugar perdido entre los bosques. Pero descubierto ahora, sin embargo, por los mismos personajes arcádicos o pastores míticos representados, anacrónicamente, un siglo antes cuando el mundo celebrara aún su belleza. ¿A dónde habían ido la metáfora renacentista y clásica que asociaba escenario natural con permanente Arcadia? El pintor Guercino solo expresaría lo que, desde hacía algunos años, el mundo sospechara ahora claramente: si existía un paraíso como aquel, tan real a veces como para que algunos lo vivieran, no era menos cierto que duraría tan poco como, para todos, duraba la existencia y la vida en esta Tierra. Así que ahora aquellos pastores que, amparados por el poeta latino Virgilio, el escritor renacentista Sannazaro o el isabelino Sidney creasen durante el largo, bélico, sangriento y confuso siglo XVI, se enfrentaban con la despiadada y mortífera realidad existencial de sus metáforas: Et in Arcadia ego (yo también en Arcadia). Es decir, yo, el principal personaje representado claramente en el cuadro de Guercino, la muerte, venía a gritar ahora a los mismos que soñaban con su Arcadia que: nunca había dejado de estar entre ellos para siempre.
Doce años después que Guercino, un pintor francés se atrevería a pintar también la misma metáfora inversa de la Arcadia. Nicolás Poussin compone su Pastores en la Arcadia (Et in Arcadia ego) con una extraordinaria genialidad barroca y expresionista. El paisaje también es aquí escaso frente a los personajes representados. A diferencia de Guercino, los protagonistas son claramente aquí los humanos que llevan a cabo ahora el mismo descubrimiento. Pero, ahora, no hay una calavera solamente, hay sobre todo un sarcófago tallado en piedra que representa toda la sensación más grandiosa del hallazgo. Pero es un monumento funerario más que un sarcófago, es un túmulo entre las rocas, entre los árboles o entre la frondosidad amable de un bosque sosegado. Es la Arcadia. A diferencia de Guercino, que solo pintaba pastores ocultados, Poussin describe un escenario arcádico donde cuatro personajes interactúan con ese mítico hallazgo. Es genial la obra porque representaba además una psicología metafórica de los personajes arcádicos: ninguno de ellos se sorprende o se asusta o inquiere ningún gesto pensativo meditabundo. Son seres felices que, paseando por el bosque, de pronto, descubren ahora el grabado sobre piedra de la talla de un monumento funerario. Y se afanan por entenderlo, por leer lo que su epigrama les pueda aclarar de ese descubrimiento. Uno de los personajes es un dios mítico, Alfeo, que ahora se distrae aquí, sin preocuparse del hallazgo, con el ánfora de agua que derrama sin lamento. De los tres pastores uno es una hermosa joven arcádica, una bella y sensual mujer que, sin demasiado interés, presencia indolente lo que sus compañeros indagan.
Pero, ocho años más tarde, en 1638, el pintor francés vuelve a pintar la misma temática, Et in Arcadia ego, pero ahora hace una obra totalmente diferente. Ahora el monumento funerario está en un prado despejado de la Arcadia, a la vista de todos claramente. No hay hallazgo aquí. Ahora todo es principal en la obra, la representación de la inscripción tallada, el túmulo grandioso y los pastores de la Arcadia. Ahora sí están más involucrados todos en la interpretación de ese mensaje misterioso. Ahora le inquieren a ella, a la mujer, que no está como antes distraída o desdeñosa, qué es lo que puede entenderse con esa leyenda. Realmente Poussin, a diferencia de Guercino, no muestra en ninguna de sus obras alarma o sorpresa o reflexión trascendente y profunda. Sus personajes o son más ingenuos o son más cultivados, pero no muestran la distante preocupación existencial ante la expresión de la muerte que Guercino hiciera en su obra. Arcadia, aquel paraíso idílico en la Tierra, ese lugar donde los hombres y las mujeres vivieran felices y no tuvieran nunca que pensar o sentir o meditar sobre otra cosa que no fuera la vida, había sido derrotado para siempre con la visión drástica y realista del Barroco. Poussin había comenzado a pintar con los rasgos destacados de esta tendencia menos clásica. En su genial obra de 1630, donde los pastores ingenuos hallan el túmulo escondido tras las ramas y las hojas, el trazo barroco destacaba aun más que las siluetas renacentistas adivinadas en algunas de sus figuras humanas. Pero poco después, cuando el pintor francés descubriera fascinado el valor de aquel clasicismo renacentista más histriónico o elegante, pintaría su otra obra sobre Arcadia mucho más clásica, más renacentista, menos ingenua o menos sorprendente. Ahora había incluso un paisaje grandioso, ahora no había calavera, ahora no había sensualidad ni deleite ni sorpresa. El pintor quiso recuperar aquel sentido renacentista de la Arcadia. Lucharía toda su vida por mantener el clasicismo ante un Barroco poderoso, hábil, genial y realista. Así que, ahora, no pudo menos que expresar el pintor francés, con la última obra maestra llevada a cabo sobre ese tema, que la metáfora arcádica estaría aún viva... Que prosperaba en el recuerdo de los hombres con la esperanza por transformar ahora el sentido de aquella leyenda, de aquella mitología o de aquel misterio. Que lo trascendería el pintor con el profano, sencillo, colorido y profundamente clásico alarde de componer una certeza con la arrogancia renacentista de comprender ya, ahora, que lo inevitable no será más que mantener, también, aquel espíritu indeleble, mítico y tan oculto de la Arcadia.
(Óleo Los pastores de la Arcadia, 1630, Nicolas Poussin, Museo Chatsworth, Inglaterra; Lienzo del pintor Guercino, Pastores en la Arcadia, 1618, Galería Barberini, Roma; Óleo Et in Arcadia ego (Pastores en la Arcadia), 1638, del pintor Nicolas Poussin, Museo del Louvre, París; Cuadro renacentista Fiesta campestre, 1510, del pintor Giorgione (o Tiziano), Museo del Louvre, París.)
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