Don Trémido era un buen hombre, descreído, escéptico y algo orgulloso. Sin embargo, su bondad propiciaba que fuera querido por todos los que le conocían. Él sólo creía en lo que se podía tocar y sus férreas convicciones le hacían decir a cualquiera que le pidiera consejo que las cosas sólo se conseguían con mucho esfuerzo. Era un gran trabajador, metódico, llegando en ocasiones a ser un perfeccionista recalcitrante. Su obcecada tenacidad le hacía emprender multitud de proyectos que finalizaba con éxito.
Un día se jactaba de sus logros en la taberna del pueblo en el que vivía. Con un vaso de buen vino en la mano alardeaba incluso de los cuadros que había pintado, añadiendo que podrían ponerlos en el Museo del Prado y que nadie se daría cuenta de que no eran los lienzos originales. Siempre insistía en que todo se podía conseguir a base de tesón y trabajo.
No había que ir muy lejos para admirar su obra. El propio Trémido estaba tan orgulloso de sus logros que le faltaba tiempo para organizar una exposición de sus óleos, de sus esculturas, o de poner una placa conmemorativa con su nombre en el remozado puente que salvaba el río del pueblo.
Pero aquel día, uno de los presentes en la taberna no pretendía seguirle el juego y le contravino, interrumpiendo el monólogo jocoso de Don Trémido.
-Todo lo que hace es sólido, se ciñe a la imagen, pero son copias. No son obras genuinas –replicó el forastero de larga barba cana, enjuto y con vivos ojos de mirada fulgurante a pesar de aparentar ser octogenario-.
Por un momento, el hasta entonces ufano artista, pensó en no responder al anciano. Sin embargo había muchos forasteros en aquel pueblecito de pescadores por las fiestas patronales de junio, y no quería que dijeran que Don Trémido era alguien descortés.
-Bueno, pero no desmerece, son buenas copias –se defendió, sorprendido, Don Trémido-. Puedo hacer algo nuevo, pero sólo si Velázquez, Rubens o Picasso me lo pudieran copiar para ver quién lo hace mejor –remató con una sonora carcajada, intentando zanjar por la vía rápida la impertinencia del viejo-.
-No me refiero a eso –insistió el forastero, encandilando a los contertulios con su viva mirada-. Lo que usted hace se acerca a la perfección, pero carece de alma, no tiene magia. No creo que pueda crear nada si no deja volar su imaginación y se deja seducir por la ilusión, por la pasión.
El anciano se había adueñado de la situación y todos los presentes en el bar le prestaban devota atención.
Se apresuró Don Trémido a no dejarse doblegar por un desconocido en su propio pueblo.
-Puedo hacer lo que sea, cualquier cosa. Todo se puede conseguir trabajando. Tardaré un día, un año, una vida en conseguirlo, pero al final lo habré logrado ¿Qué tonterías son esas de magias? ¿Trucos de charlatán de feria?
-Nada de eso –sonrió afablemente el forastero-, la magia existe, la imaginación y volar hacia nuestros sueños es lo único que hace que no seamos unos simples simios pretenciosos. Si tan convencido está de que puede lograr todo lo que quiera, le reto a que haga algo diferente, algo que salga de usted, algo bello y tranquilo. Algo en lo que tenga que poner el alma para que sea real: un jardín Zen.
Trémido no salía de su asombro. Tenía una vaga idea de lo que era un jardín Zen. Pero la idea no le seducía en absoluto. La imagen de un jardín Zen que paseaba por su mente era la de arena, piedras, cuatro plantas colocadas en cualquier sitio y un señor somnoliento rastrillando la arena para hacer dibujitos como un niño en la playa. Algo completamente alejado de su idea de jardín y de los proyectos que había finalizado con éxito.
-Un jardín Zen. Por supuesto –la arrogancia se apoderó de Trémido, que no iba a quedar en feo a estas alturas. Nobleza obliga, pensó- haré un jardín de esos. En cuanto me entere bien de como son.
El anciano sonrió ocultando sus irónicos pensamientos, satisfecho de que Don Trémido aceptara el reto.
-Recuerda que no tienes que copiar otro jardín, tienes que dejar que tu alma te guíe, que tus emociones se apoderen de ti. Debes sentir la magia en cada elemento que coloques en el jardín y que sea una expresión real de lo que hay en tu interior. Y tú eres un mero copista.
-Tonterías –cortó en seco Trémido. La ansiedad le devoraba y quería ponerse al trabajo a toda velocidad-, ni magia, ni pamplinas: las cosas se hacen sudando. Mañana temprano me pongo con la tontada Zen y tendrás que admitir que tengo razón. Ni magia, ni porras: sólo trabajo duro.
El anciano miraba a Don Trémido condescendientemente, como si se tratara de un jovenzuelo mitad arrogante, mitad inexperto. Se acercó al repentino jardinero y tocándole el brazo con firme ternura, dijo.
-Hoy te informarás, pero mañana por la mañana comenzarás tu trabajo. Sé que lo único que necesitas para completar tu jardín es arena. Mañana al amanecer te la llevaré a casa. Si escuchas tu interior seguro que lo haces bien.
No dio opción a réplica. El escuálido hombre abandonó el bar dejando tras de sí un coro de bromas contra Don Trémido que se defendía torpemente. Su mente estaba inquieta y no prestaba atención a los contertulios. El anciano le había resultado muy inquietante y esa sensación de no tener el control de las cosas le mortificaba.
No demoró mucho su escapada de la taberna. En cuanto los ánimos se calmaron, don Trémido, se excusó, y caminó raudo hacia su casa. Encendió su ordenador y recurrió a internet para empaparse de jardines Zen. Observó con detenimiento cientos de hermosas fotos de jardines como el que él tenía que crear. Arena, rocas, vegetación; todo ello distribuido con unas proporciones atractivas, bellas. Su mirada trataba de desentrañar el mensaje secreto de las filigranas intrincadas dibujadas en la arena. En ocasiones había fuentes, en otras no. Las rocas eran más picudas, más pequeñas, tres, pero no siempre. ¿Por qué cada uno usaba unas plantas distintas? Aquello era una locura. No había nada fijo, ninguna norma tajante. No existía un manual al que ceñirse para crear un jardín Zen.
Trémido se sintió descorazonado ante semejante caos ¿Cómo era posible que aquellos diversos jardines fueran tan diferentes y tan bellos a la vez?
Por la noche el hombre se revolvía en la cama, inquieto. No quería dejarse vencer por el reto lanzado por aquel anciano despreocupado. Estaba en juego el prestigio acumulado durante lustros ante sus familiares y convecinos. La agitación interna no le dejaba conciliar el sueño, de modo que decidió ponerse manos a la obra cuando el reloj todavía pertenecía a enamorados y lechuzas.
Salió a su patio. Tenía claro el rincón que iba a utilizar para construir su jardín Zen. De un rápido vistazo comprobó que en su amplio almacén trasero había de todo: tablas, rocalla, alguna fuente olvidada, sacos de grava, tubos e incluso musgo para el belén navideño. Las plantas las tomaría prestadas del bonito rincón que su cuñada había ornamentado a base de mucho esfuerzo –se disculparía por el destrozo y le pagaría un viaje al Caribe, pensaba simultáneamente don Trémido-. Faltaba la maldita arena que el anciano se había comprometido a traer –más le valía a aquel esqueleto barbudo no dejarle tirado a mitad de proyecto, refunfuñaba a solas el repentino aprendiz de filosofía japonesa-.
Con gran habilidad, y unas tablas, formó el recinto en el que iba a trabajar. Satisfecho se fue al centro del rectángulo y con los brazos en jarras se quedó mirando todo el material que tenía frente a sí mismo, siendo invadido súbitamente por una impotencia y una frustración que jamás soñó padecer de aquella forma.
Por primera vez no sabía qué hacer. No tenía un modelo, un plan a seguir, unas instrucciones. Tenía que crear algo y no sabía cómo. La congoja se apoderó del hombretón hasta socavar sus fuerzas, haciéndole caer de rodillas. El impacto lo sintió intensamente en su ser y su orgullo maltrecho, apenas encontró consuelo en dos lágrimas, como vasos de agua, que rodaban a cámara lenta por sus toscas y constreñidas mejillas.
Permaneció al menos una hora en aquella posición, petrificado. Poco a poco fue saliendo de su lamentable trance, repasando las ofensivas palabras del viejo, tratando de buscar en ellas una pista por la que sobreponerse a aquella catastrófica experiencia.
Comenzaron a retumbar en su cabeza algunas palabras sueltas: alma, ilusión, magia, imaginación. Conceptos de los que siempre había hecho burla, ciñéndose a su machacona costumbre de basarlo todo en el trabajo duro y constante.
Meditó unos momentos sobre aquellas palabras. Él era un hombre y no ponía en duda que tuviera alma, se lo habían dicho desde su lejana niñez; no obstante, nunca se había detenido a pensar en el significado de tener un alma, una fuerza interior que lo moviera, una esencia que lo hiciera único, que le exigiera sentir a cada momento de la vida. Aquellos pensamientos hicieron que se notara un poco más niño, y recordó con sorpresa la ilusión con la que iba al río todos los días del verano, para reconstruir una y otra vez aquel dique de piedras redondas y resbaladizas, por cuya garganta central echaba a navegar barquitos de papel de periódico, que soportaban con buena fortuna aquella tempestuosa torrentera artificial.
Aquel repentino rejuvenecimiento llenó de alegría la cara de don Trémido. Cerró los ojos, mostrando por fin un rictus afable, y pudo imaginar cómo su jardín brotaba del suelo como si se tratara de una cosecha acelerada de trigo.
En ese momento el hombre dejó de pensar y se dejó dominar por las emociones que estaba experimentando. Dio unos pasos para salir del recinto del jardín aproximándose a las rocas que tenía ya preparadas, su intuición le llevó directamente hasta la mayor de ellas. Cerró los ojos. La abrazó y notó como si fuera la propia roca la que le proponía el lugar en el que debería estar situada dentro del jardín. Trémido, sin esperar ni un instante, cargó la roca hasta ese lugar armonioso en el que debía descansar dentro del jardín Zen.
A continuación, y con cierta vergüenza por el comportamiento tan irracional que estaba manteniendo, repitió la operación con otra roca más. Y con otra. Juntó las tres en el mismo sitio. Pensó en distribuir más rocas, pero algo le hizo percatarse de que quedaría muy bien una planta colgante de las del rincón de su cuñada, cayendo cual melena al viento por una de las enormes piedras de rocalla.
Una vez colocado aquel adorno, y con redoblada vitalidad, se lanzó a colocar más piedras en otras posiciones. Salió del recinto para observar cómo lucían los elementos que iba añadiendo. Y se sintió bien. Creyó que una fuente daría armonía y que el jugueteo del agua al caer sería una banda sonora deliciosa para aquel rincón de su propiedad. Cada roca o retazo vegetal que colocaba le llenaba de satisfacción.
Pero no todo fueron satisfacciones. Inmerso como se encontraba en aquel mar de emociones, de ilusión y juvenil ardor creativo; no fue consciente de la cantidad de obstáculos que había a su alrededor, y de que la potente iluminación de su corral era una mera aficionada comparada con la intensidad de los rayos del sol; de suerte que en el juego de claroscuros tropezó con uno de los tubos de la fuente que acaba de instalar yendo a dar con todo su cuerpo en el suelo. El quejido, casi alarido, de don Trémido alteró la quietud nocturna, incluso algunos perros respondieron a semejante provocación con ladridos estentóreos. El golpe no había sido lo suficientemente contundente como provocar la queja de aquel hombre, pero el profundo corte que el afilado borde de una rocalla cercana había abierto en su mejilla izquierda hubiera hecho llorar de dolor a más de un hombre hecho y derecho.
Durante un tiempo se presionó la herida para cortar la hemorragia. No tenía ningún espejo a mano, pero sabía que necesitaría tres o cuatro puntos de sutura para cerrar aquel tajo. Pensó que se ocuparía de aquello al acabar su trabajo. Una herida no le iba a hacer quedar mal delante del viejo barbudo. Lejos de enfadarse por el topetazo y el dolor en su mejilla, observó la piedra y se rio; por sus labios se escapó con ironía: “Al final este jardín me está costando sangre, sudor y lágrimas”. Y sonriendo continuó con la ardua tarea que todavía le aguardaba.
Tras un par de horas de frenética actividad la suciedad y el sudor le habían convertido en una especie de vital monstruo nocturno que emulando a las arañas construye belleza a espaldas del sol. Aunque la disposición de los elementos del jardín Zen de don Trémido nada tenían de simétricos.
Probablemente el adusto hombre jamás pensó hacer algo tan caótico, no obstante cuando observaba, su aún inacabada obra, sonreía como un buen estudiante el día que va a recibir las calificaciones de sus exámenes. Sabía que había cambiado algo en su interior. Se había esforzado mucho, pero sin haberse dejado llevar por la ilusión y la pasión no habría logrado nada.
Jamás había experimentado una sensación igual. Estaba vibrando de emoción, no podía parar un momento, sentía que necesitaba poner esa arena en el jardín, moldearla, alternarla con la grava que había dejado en algunos rincones, usarla como un vistoso papel de regalo de charol y regalarse aquel logro tan especial. Quería usar el rastrillo de madera para dejar su particular firma en el jardín. Necesitaba sentarse al lado del jardín a fumar una pipa y simplemente descansar.
El anciano no había dado señales de vida y el alba comenzaba teñir de celeste esperanza los bordes de los tejados. Por un momento regresó a la mente de don Trémido el arrogante viejo. Aquel que le había retado y que después de tanto esfuerzo no había llevado la arena para rematar su obra. Ese que le había dicho que era incapaz de crear por que no usaba el alma, la ilusión, la magia. Esas zarandajas le hicieron sonreír medias. El abuelo de Matusalén se la había jugado a medias.
Mientras esperaba, Trémido se acaba de dar cuenta de que había sido derrotado por la ilusión juvenil que había experimentado, por esa emoción que le salía de dentro del pecho y que irracionalmente le había ayudado a diseñar su precioso jardín Zen. Resopló y pensó por sus adentros que era un empate con el viejo: allí no había aparecido magia de ningún tipo, nadie había sacado un conejo de la chistera, ni se había hecho desaparecer el campanario de la iglesia del pueblo. Definitivamente y con alivió pensó que no había ocurrido nada sobrenatural.
Unos golpes en la puerta de su patio le hicieron salir del ensimismamiento reflexivo en el que le había sumido su agridulce empate dialéctico con el viejo. “Pero si no sudo tinta china, tampoco hubiera logrado nada”, iba refunfuñando el hombre camino de la puerta. Al abrirla no había persona alguna en las cercanías, pero encontró un buen montón de arena dorada recostada contra la tapia exterior de su casa. “Me deja tirada la arena aquí y el abuelo no da la cara”. El hombre rezongaba sin parar, pero aquel repentino mal humor no socavó sus ganas de trabajar y de sudar lo que hiciera falta para conseguir rematar el jardín. Sabía que la arena sería el toque final que le haría sentirse orgulloso de su obra.
Con el carretillo de toda la vida comenzó a transportar la arena desde la puerta hasta el jardín. Los chirridos habituales del oxidado eje de la rueda se alternaban con una suave melodía que parecía venir de todas partes. Era pegadiza y el hombre en su pesado caminar se animaba tarareándola como si fuera un enano fugado de un cuento infantil.
Amontonaba cada pequeño cargamento en diferentes puntos, pensando ya, en cómo lo esparciría y preguntándose si rastrillar la arena sería tan gratificante como pisar la nieve virgen tras la primera nevada copiosa del invierno. Al imaginar el resultado final, no pudo evitar –en realidad no quiso- pensar en que su bella obra no sería mostrada a nadie, en contra de su habitual proceder. Aquel jardín iba a ser algo completamente diferente a lo que había hecho hasta la fecha. Tanto, que no quería compartirlo con nadie; sería su jardín y de nadie más. Allí estaba su alma y se ruborizaría con la sola idea de que alguien pudiera ver, a través del jardín, cómo era su interior.
Con el último cargamento de arena reparó en la música que tarareaba. Estaba seguro de haber escuchado aquella melodía alguna vez, pero no lograba recordar ni dónde, ni cuándo. Aunque eso no era importante. Lo que le intrigaba profundamente es que parecía provenir de la arena. Detuvo el carretillo un instante y la música cesó. Anduvo unos metros y ésta volvió a endulzar el aire cantarinamente. Trémido se sentía confuso y algo trastornado. Seguro que todo aquello era debido al cansancio y la falta de sueño, se decía asimismo para tranquilizarse. De modo que se apresuró en llevar la arena a toda velocidad hacia el jardín y terminar antes de sufrir una lipotimia o algo parecido.
Se sentía algo confuso, cansado, la mejilla le dolía por el enorme tajo que lucía en ella. Pero al mismo tiempo la ilusión por terminar ese rincón especial que estaba creando le proporcionaba todo el empuje necesario para volver a la tarea con mayor pasión todavía.
Con gran destreza consiguió esparcir toda la arena por el jardín. Lo niveló rápidamente y ya no parecía importarle mucho que a cada movimiento de la arena, ésta le respondiera con música. Le preocupaba que aquella dorada arena quedara perfectamente lisa, como el agua de un estanque solitario. Quizás aquella fue la tarea más sencilla de todas las que había desempeñado en aquella noche tan especial. Sin embargo ahora le quedaba dar el definitivo toque personal a su obra. La guinda que adornaría su obra y que haría que el viejo insolente se tragara sus palabras.
Miró con emoción aquella superficie arenosa inmaculada, cerró los ojos, tomó aire, y lentamente comenzó a hundir, con cierto miedo, el rastrillo en la arena para trazar las primeras líneas del dibujo geométrico con el que quería envolver las rocas, las plantas y la fuente que formaban el jardín Zen. La música le acompañó en el movimiento de la herramienta, al tiempo que en la propia arena Don Trémido pudo observar imágenes. Estupefacto se detuvo. Tomó un puñado de arena en sus manos y lo lanzó al aire pudiendo ver en la cascada de arena que caía la imagen de unos amigos en una especie de fraternal celebración. No daba crédito. Repitió la operación y acompañado de un trino musical la arena le regaló la visión de una anciana sonriendo al recibir el abrazo de sus nietos al abandonar lo que parecía un hospital.
El tacto de la arena era fantástico, tenía un toque harinoso, aterciopelado, que invitaba a tocarlo con las manos, a hundirse en ella. Abandonó el rastrillo y comenzó a usar las manos para hendir la arena con su cuerpo, abandonando el metálico rastrillo a su suerte.
Hincado de rodillas en la arena, Trémido se arrastraba hacia atrás, hundiendo con dulzura las manos en la arena, siguiendo el armonioso baile que las imágenes en la arena la mostraban. El diseño geométrico que había imaginado había sido devorado por aquellas mágicas imágenes, de estudiantes celebrando el fin de los exámenes, de jóvenes jurándose amor eterno, de impacientes sueños de prosperidad, de súplicas constreñidas por una salud perdida.
Trémido acariciaba aquellas visiones en la arena, las seguía, movía las manos al son de lo que provocaban en su corazón. Las lágrimas de emoción arañaban su polvoriento semblante y hacían que su herida, abierta todavía, escociera firmemente; recordándole que aquello que estaba viviendo estaba muy lejos de ser un sueño.
Cada movimiento en la arena provocaba nuevas visiones, y Trémido respondía a ellas modelando la arena, inspirándose en el eléctrico bullir de apasionados sentimientos que éstas provocaban en su interior: amistad, amor, ilusión, decisiones dolorosas, tristes miedos, anhelos, desafíos y triunfales derrotas. Todos los condimentos necesarios para que la vida no sea insípida y anodina. Todo el combustible que necesita cualquier corazón que quiera remontar el indomable torrente de los acontecimientos con los que te apedrea inmisericordemente la vida y que te permiten renacer una y otra vez de tus propios rescoldos.
El diálogo con la arena se extendió hasta que el sol iluminó, con decisión, la totalidad del jardín Zen. Trémido se detuvo. Salió del parterre lentamente para no estropear su obra. Retrocedió unos pasos absorto en el resultado. El jardín estaba terminado, aunque a juzgar por el deplorable estado que presentaba parecía que el jardín Zen era el que había acabado con el indomable Don Trémido. Éste, todavía podía ver evocadoras imágenes en la arena que se sacudía de su maltrecha vestimenta, aunque ahora lo que le mantenía hipnotizado era la belleza serena que desprendía su obra. Aquella delicia para los sentidos le brindaba un trémulo fulgor en los ojos, que habían cambiado en su forma de mirar todo lo acontecía a su alrededor.
Unas palmadas al aire le sacaron de su estado. Se giró y pudo ver cómo se acercaba el viejo aplaudiendo con parsimonia.
-Bravo, lo has logrado. Este jardín transmite. Has volcado tu esencia en él, tu alma, tu pasión, tus ilusiones. Te has esforzado y –el anciano sonrió amigablemente buscando la mirada de Don Trémido- te has dejado llevar por la magia de la vida. Has creado algo único, una obra de arte viva.
Trémido le sonrió.
-¿Magia? ¿Cuánto tiempo has estado espiándome?
-Llevo mucho más tiempo –respondió el anciano, que se había afeitado la larga barba para la ocasión- de lo que te puedas imaginar pendiente de ti. Y por eso sabía que lo conseguirías. De hecho, si no supiera que ibas a ser capaz de entregarte a la magia no te habría lanzado el desafío.
Trémido ya no quería luchar más con aquel hombre. Se sentía muy satisfecho con lo que había experimentado. Y no le importaba que el viejo le hubiera visto poseído por aquella deliciosa locura.
-Te tengo que preguntar cuál es el truco. ¿Le has hecho algo a la arena o me has drogado con algo raro?
-Es magia, amigo. Pura magia. Pero es verdad que no se trata de arena convencional- el anciano tomó las manos del joven y continuó explicándole el mágico secreto de la arena, sin dejar de mirar, con sus ojos fulgurantes, los fulgurantes ojos de Don Trémido-. Esta arena viene de la playa. La he recogido personalmente, el día de la fiesta. Es la arena que yace bajo de las hogueras de San Juan. Está mezclada con las cenizas de las fogatas, en las que las personas vuelcan sus deseos, sus esperanzas, sus ilusiones de tener una vida mejor, llena de felicidad, de amor, de salud y prosperidad para sus hijos. Una vida que poder compartir con sus seres queridos. En esta arena está lo más profundo del corazón de la gente, ha sido empapada por el mar que acuna toda la vida del planeta y secada con la romántica magia de la luz de la luna llena. Sí, esta arena es mágica y ahora tú te has abierto a la magia.
-Me has vencido anciano -respondió socarronamente Trémido-, ahora tengo que creer que existe la magia, porque lo he vivido en carnes propias.
El anciano abrazó al joven, volvió a asirle las manos con delicadeza y las guió con firmeza, haciendo que Trémido tocara simultáneamente la cicatriz de la mejilla izquierda del anciano y la idéntica herida abierta de su propia mejilla izquierda.
-Créeme. Aquí el que de verdad ha vencido eres tú.
Don Trémido pudo reconocer perfectamente el caminar del viejo al alejarse sin añadir palabra alguna. Quedó mudo, de pie, con su maravilloso jardín Zen de arena mágica vigilándole las espaldas.
Permaneció durante semanas sin salir de casa, disfrutando de su obra de arte, deleitándose con la magia que la arena le regalaba en cada caricia.
Cuando por fin volvió a la vida pública sorprendió a todo con una frondosa barba negra y un carácter taciturno, loco y apasionado que sólo los artistas desprenden.