En Häxan: la brujería a través de los tiempos (Häxan, 1922), el cineasta danés Benjamin Christensen, cuya exitosa atracción por los argumentos de terror y misterio le llevó a Hollywood en la segunda mitad de la década de los veinte (con títulos protagonizados por Lon Chaney o Norma Shearer), compone todo un tratado sobre las relaciones de la cultura occidental con el ocultismo, la magia negra y la hechicería, en especial durante los oscuros siglos de la Edad Media. La película constituye una revolucionaria y equilibrada mezcla entre el documental erudito y la recreación ficcionada de situaciones, momentos y secuencias ilustrativos del tema del filme. Dividida en capítulos, alterna la exposición objetiva de las características históricas más reconocibles del culto a la brujería con la plasmación dramática de episodios que se acercan al fenómeno desde distintas ópticas para, en conjunto, presentar lo que bien podría ser el recorrido lógico de la actividad de una bruja medieval, desde los servicios prestados a sus paisanos con los más variopintos objetos (filtros de amor, curación de enfermedades, protección de personas y cultivos, mal de ojo…), la elaboración de pócimas o la celebración de rituales (no pocos de ellos escatológicos: ahí están las brujas orinando en grupo…), a las ceremonias orgiásticas (abundan las escenas de desnudo en el metraje), las bacanales demoníacas y los rituales paganos más variados, desembocando en la persecución de los acusados de brujería, su procesamiento, tortura, juicio y condena, y la ejecución de las correspondientes sentencias por parte de los poderes eclesiásticos.
La cinta, lejos de constituir un documento integrista que considere la práctica de la brujería y el culto al demonio como actos sacrílegos, propone un acercamiento sobre todo antropológico y cultural, partiendo del análisis del ancestral origen de estas manifestaciones (los cultos paganos, a menudo interesadamente malinterpretados por una iglesia excluyente y totalitaria) para, a través del desarrollo de la idea de choque con la religión oficial y la subsiguiente represión violenta, llegar hasta la época contemporánea, donde establece la equivalencia entre antiguos comportamientos atribuidos en la Edad Media a la influencia de lo mágico y lo diabólico y su actual identificación con trastornos y enfermedades mentales suficientamente conocidos, diagnosticados y tratados. La habilidad de Christensen consiste en combinar el documental explicativo con el cine de terror (algunas escenas realmente de mérito en la reproducción de atmósferas amenazantes, el uso del suspense, la disposición de los sustos y su dosificación), la erudición ilustrada a base de grabados, gráficos, pinturas, textos, etc., con elaboradísimas secuencias, sobresalientes en la ambientación y la caracterización de los personajes, con cabida para lo mágico, lo diabólico, lo erótico, lo cómico o incluso lo surrealista.
Basada parcialmente en un manual de cabecera para los inquisidores alemanes del siglo XV (contra lo que dice la leyenda negra española, la Inquisición alemana, como la francesa, la holandesa o la suiza, llevó mucha más gente a la hoguera), la película hace un recorrido académico por las distintas concepciones del universo que hablan de la lucha del bien y el mal, incluso de su localización geográfica en el mundo, en el planeta (el tradicional infierno subterráneo como caldera en la que purgar los pecados). Utilizando el recurso de la imagen y el puntero, Christensen, autor también del guión, selecciona una riquísima colección de ilustraciones y grabados con los que explica distintos elementos del fenómeno de la brujería que han sido recogidos por artistas de toda Europa, desde la forma de actuar de brujos y brujas, el uso de amuletos o el efecto de maldiciones y hechizos, hasta el significado de ciertos símbolos, la descripción de instrumentos de tortura, el por qué de tal o cual actitud de los personajes representados, el significado de sus caras, vestimentas o posturas, etc. Con el mismo cuidado, diseña después las secuencias, por lo general tan hermosas e impactantes como inquietantes y sugestivas, que recogen tanto el interior de la casa de una bruja como los calabozos donde tienen lugar sus torturas, el impacto sociológico de la brujería en la población (del temor reverencial o la asunción natural como parte de la vida social a las causas de la delación de inocentes por temor a la iglesia o por venganza o ajuste de cuentas), las imágenes de los procesamientos (los mecanismos de tortura son mostrados con detenimiento, a menudo en entornos que aún hoy levantarían ampollas, como el tormento a una procesada que tiene lugar en una iglesia), los encuentros entre clérigos y brujas y las relaciones entre ellos (no solo las antagónicas, también sus sinergias, en no pocas ocasiones de índole sexual), o los aquelarres y demás rituales diabólicos, con especial atención a las apariciones de un repugnante demonio, desnudo, con cuernos y con el irritante hábito de sacar la lengua constantemente, que salpica la narración de manera intermitente, continuo recordatorio del objeto del filme y también de la presencia ubicua del mal entendido según el antiguo orden moral. Mención aparte, además de la excepcional labor de vestuario y maquillaje, merece el amplio uso de efectos especiales, técnicas de animación y trucajes de cámara, que incluyen la recreación de criaturas fabulosas (la omnipresencia del diablo), una invasión celeste de brujas montadas en escobas, o la muestra desnuda de los efectos de la tortura en sus víctimas.
Un documento excepcional, un prodigio de divulgación y entretenimiento, con una espléndida labor de producción y puesta en escena, magníficamente ambientado e interpretado, que no evita la crítica directa al estamento eclesiástico, el reflejo de su corrupción y su rigidez, su carácter de institución controladora y opresiva al servicio del orden terrenal establecido. De este modo, la película se trasciende a sí misma y termina constituyéndose en una cinta de denuncia, un alegato contra el fanatismo y el autoritarismo, en particular sobre cómo el poder utiliza todos los medios a su alcance, no pocas veces violentos, para la creación de estados de opinión manejables o plenamente sumisos, en los que media población haga de vigilante de la otra media. La vigencia de esta lectura a lo largo de las décadas, así como la gran calidad plástica de la película, propiciaron su reestreno en los años sesenta con una nueva banda sonora que incluía música especialmente compuesta para su exhibición y la narración a cargo de William Burroughs.