Revista Informática
Volver al futuro representa el epítome de las paradojas del viaje en el tiempo, bautizado por los físicos como paradoja bootstrap en honor a uno de los relatos de bucles más enrevesados y complejos de toda la literatura de ciencia ficción: By His Bootstraps (1941)–titulado en español Por sus propios medios–, del siempre imaginativo Robert A. Heinlein. Que un tren pueda llegar a la estación antes de que salga de ella supone una catástrofe en la física, pues implica una ruptura de la causalidad. Resulta algo difícil de manejar.
Otro ejemplo es el guión de James Cameron en la película que le lanzó al estrellato como director: Terminator (1984). Imaginemos que el cíborg Schwarzenegger consigue matar a Sarah Connor, la madre del futuro líder de la revolución contra Skynet –la inteligencia artificial que gobierna las máquinas–, antes de que se quede embarazada. Y si su hijo no nace, no hay líder humano, luego no hay ninguna necesidad de enviar a ningún robosicario desde el futuro. La misma existencia de la misión pone de relieve su fracaso. Pero, entonces, ¿quién mata a Sarah Connor? El asesinato se produce si no se manda ningún asesino; un verdadero galimatías. A pesar de la incomodidad filosófica que causa, no hay ley de la física que prohíba la existencia de máquinas del tiempo. Por tanto, ¿cómo resolvemos las paradojas que provoca?
En Volver al futuro, Marty McFly se va disolviendo a medida que disminuye la probabilidad de que sus padres se conozcan. El escritor Robert Silverberg propone una solución similar en su novela Por el tiempo (1969): estamos protegidos de todos los cambios que provoquemos durante el viaje al pasado, pero en el momento de regresar se materializarán de golpe. O sea, que si impido que mis padres se junten no notaré nada hasta que vuelva al presente: entonces, desapareceré.
Otra solución es que, hagamos lo que hagamos, nunca cambiaremos el curso de los acontecimientos. La escritora Connie Willis nos ha dejado en sus dos mejores novelas, El libro del día del Juicio Final (1992) y Por no mencionar al perro (1997), una solución que protege la historia de toda injerencia: el slippage o deslizamiento. Si queremos llegar a un momento conflictivo, como la batalla de las Termópilas, las leyes que protegen el continuo espacio-tiempo harán que la máquina del tiempo nos envíe a un lugar lo suficientemente alejado para evitar la interferencia, o al mismo sitio pero en un instante anterior o posterior.
E incluso si esto falla, las leyes de protección cronológica pueden lanzar sus dados y provocar algo muy improbable que restaure lo que hemos modificado o, simplemente, impedir que el viaje se produzca. Justamente, esta es la idea que defiende el físico inglés Stephen Hawking debe existir una especie de censura que imposibilita crear máquinas del tiempo. Su argumento es que si se pudieran construir, estaríamos invadidos por hordas de turistas del futuro. Con su humor característico, Hawking afirma que esa conjetura mantiene el mundo a salvo para los historiadores.
Claro que esta propuesta deja sin juguete a los científicos que les gusta forzar al límite las teorías. Por ejemplo, a los defensores del multiverso. Esta radical interpretación está asociada al llamado problema de la medida, dentro de la teoría cuántica, y fue formulada por primera vez en 1957 por Hugh Everett III. Según quedó establecido en los años veinte, todo sistema subatómico queda definido por lo que se llama la función de onda: con ella somos capaces de predecir cómo va a evolucionar, por ejemplo, un electrón. Ahora bien, nos lo dice mediante probabilidades: por ejemplo, que haya un 50 % de posibilidades de que una característica cuántica llamada espín valga 1/2 y otro 50 % de que valga -1/2. Únicamente cuando realicemos la medida experimental sabremos qué valor toma realmente: a esto se le llama colapso de la función de onda.
Tal indeterminación ha generado distintas hipótesis, pues en nuestra cabeza resulta inconcebible que un sistema no tenga propiedades bien definidas. La primera de las soluciones se llama interpretación de Copenhague y viene a decir que debemos aceptar el mundo tal como es: nada tiene valores exactos hasta que alguien o algo lo mide. Dicho de forma más poética, la luna no existe hasta que la miramos.
La propuesta de Everett niega la mayor. No existe ese colapso de función de onda, sino que en cada medición el universo se bifurca: en una de las ramas el electrón tiene espín 1/2, y en la otra, -1/2. Así tenemos dos mundos absolutamente idénticos, salvo por la diferencia en las propiedades de un electrón. Como aseguraba el físico Bryce DeWitt (1923-2004): "cada transición cuántica que ocurre en cada estrella, cada galaxia, cada remoto rincón del cosmos, está dividiendo nuestro mundo local en miríadas de copias de sí mismo. ¡Es esquizofrenia con ganas!". Evidentemente, no somos conscientes de esta multiplicación de universos, totalmente inconexos entre sí.
En esta hipótesis de los muchos mundos –o de las muchas historias, como sus defensores prefieren llamarla–, la paradoja bootstrap no existe. El cronoviajero puede matar a su abuelo cuando este todavía es un adolescente: en realidad, el asesino se colará por una rama del multiverso donde, simplemente, no ha nacido. Y lo más importante, el mundo donde el abuelo está vivo no desaparece: es una rama más del entramado cósmico.
La escisión ad infinitum no convence a muchos científicos. Entonces, ¿cómo resolver las paradojas? La respuesta es simple: un viajero en el tiempo no puede cambiar el pasado porque siempre es parte de él. Puedes tomarte un café con tu madre, pero no puedes cargártela; puedes observar un hecho pasado, pero por mucho que te empeñes siempre sucederá lo que sucedió. Como dice John Richard Gott III, de la Universidad de Princeton, "no importa cuántas veces veas Casablanca: Ingrid Bergman siempre subirá al avión". Es el principio de autocoherencia, formulado por Ígor Nóvikov y Kip Thorne.
Uno de los principales inconvenientes de este filtro es la desaparición del libre albedrío, como si un algo superior nos impidiera tomar decisiones con total libertad. Sin embargo, como apuntaba el filósofo David K. Lewis (1941-2001), esto es solo apariencia, pues no podemos hacer cosas lógicamente imposibles: una sandía nunca acabará teniendo un tamaño mayor que el del universo, por mucho que lo deseemos.
Ahora bien, ¿se puede encontrar siempre una solución autoconsistente a cualquier viaje en el tiempo? Eso es lo que demostraron Nóvikov y Thorne al plantear experimentos mentales en los que una bola de billar viajaba hacia el pasado para colisionar consigo misma y evitar que entrara en una máquina del tiempo. Pues bien, para cada uno de los escenarios siempre encontraron una solución donde el choque quedaba en un leve golpecito que no impedía que la bola se introdujese en su destino.
Con información de: MuyInteresante.