A mi madre le gustaban el cine clásico, las historias de amor y las actrices elegantes como Lauren Bacall o Gene Tierney (“Laura” era una de sus películas de referencia). Mi madre se parecía a una de esas artistas, pero claro era mi madre.
Mi madre nunca pedía nada para ella, jamás. Siempre antepuso a todos y cada unos de sus seres queridos a sus propios deseos.
Una tarde, hace muchos años, no recuerdo a santo de qué, me dijo:
“Me hubiera encantado tener una bata de terciopelo rojo, como las de las actrices de las películas”.
Desde ese momento, mi única finalidad en esta vida fue encontrar una bata del terciopelo más rojo que hubiera existido jamás.
En aquellos tiempos no había internet, ni móviles, ni la aldea global a la que tanto me gusta pertenecer había sido fundada. Me limité a salir todas las tardes por mi provinciana ciudad buscando alguna tienda en la que me pudieran conseguir aquella bata.
Era urgente, porque la necesitaba para Nochebuena, mi momento preferido del año: el día en el que regalaba a mi familia todo lo más maravilloso que me pudiera permitir.
Después de muchas andanzas, la conseguí. Era una bata preciosa. Parecía una capa mágica con mangas de hombros fruncidos y terciopelo grueso, de un rojo oscuro y brillante. La bata con la que Escarlata O’Hara hubiera bajado las escaleras de su mansión.
La compré, la llevé a casa y la escondí esperando nerviosa que llegara Nochebuena.
Si por mí hubiera sido, hubiera adelantado le entrega de regalos; pero la Navidad es el día que es y hay que respetarlo. Mi natural precipitado me hizo envolver los regalos y colocarlos debajo del árbol a media tarde del día 24 de diciembre. No quería esperar a volver de cenar en casa de mis tíos para entregarlos.
Recuerdo la cara con la que me miró mi madre cuando abrió su paquete y vio la bata. No sabré jamás qué fue lo que pasó exactamente por su cabeza, solo sé que me sonrió feliz y me abrazó.
A mi madre no le gustaban las demostraciones extremas de cariño. Ella opinaba que estar todo el día dando besos o abrazos era innecesario, porque ¿cómo no iba a querer a sus hijas o a su marido? (lo de innecesario es muy mío; igual ella usaba otra palabra, o igual nos parecemos más de lo que pienso). Ese día no le importó y me abrazó y besuqueó en exceso. Porque en la intimidad, le gustaba besuquear.
Mi madre tenía una rutina: todas las noches, cuando ya estábamos todos acostados, se ponía el pijama, se preparaba un café con leche y algo dulce (normalmente un polvorón de los que habían sobrado de navidad, aunque fuera agosto) y se sentaba a ver la tele disfrutando de su único momento de tranquilidad.
A partir de aquella Nochebuena, su rutina incluía llevar puesta su bata de terciopelo rojo.
Me gustaba asomarme, sigilosamente, para verla sentada con su taza de café, relajada y arrullada por el terciopelo.
Poco tiempo después mi madre murió y la bata se quedó colgada en una percha, donde poco a poco fue perdiendo su color y su pomposidad.
La mirada de mi madre cuando vio aquella bata roja será, para siempre, mi mejor recuerdo navideño.
Me estoy acercando a la edad que tenía mi madre cuando le regalé aquella bata. A veces cuando me miro en el espejo, me confundo y la veo a ella, pero solo soy yo envejeciendo. Me da miedo morir joven, como ella, y me da miedo encontrármela en el más allá y haberle fallado. Probablemente lo haya hecho y mucho.
En mis sueños, mi madre lleva puesta su bata de terciopelo rojo.
FELIZ NAVIDAD.