La belle noiseuse (1992) La bella mentirosa
Jacques Rivette
REPARTO:
Michel Piccoli ... Edouard Frenhofer
Jane Birkin ... Liz
Emmanuelle Béart ... Marianne
Marianne Denicourt ... Julienne
David Bursztein ... Nicolas
Gilles Arbona
...
Porbus
Hace aproximadamente veinte años, Jacques Rivette y Víctor Erice llevaron al Festival de Cannes (en 1991 y 1992 respectivamente) sendas películas cuyo núcleo central abordaba el tema de un pintor empeñado en capturar la verdad y la esencia profunda de sus respectivos modelos naturales. Ambos cineastas inocularon tanta pasión a sus trabajos, convirtiendo sus imágenes y de manera reflexiva, la dimensión del lenguaje artístico. La Belle noiseuse y El sol del membrillo comparten esta preocupación, pero por distintos caminos formales de representación, narrativas , formas de representación y reflexiones muy diferentes.El teatro como forma expresiva, con sus convencionalidades siempre le han dado a Rivette una buena coartada, un apoyo para sus constantes y obsesivas operaciones en busca del secreto de sus personajes. La búsqueda de lo desconocido estructura muchas de sus películas. En la Belle noisesuse el juego vuelve a ser un aliado imprescindible, ahora cambiando el teatro por la pintura, como metáfora de de la puesta en escena cinematográfica. Desde el convencimiento de que “la misión del arte no es copiar la naturaleza sino expresarla” se dispone a filmar la pintura en un cuadro, y simultáneamente, los efectos devastadores que suponen dicho lienzo, en todos aquellos a quién conciernen desde su nacimiento hasta su realidad final. El McGuffin de este juego es precisamente un cuadro titulado “La Belle noiseuse”, un lienzo que Edouard Frenhofer(Michel Piccoli, algun critico de arte lo ha situado como una mezcla de Bacon y De Kooning) había abandonado años atrás, cuando su modelo era su propia esposa Lizane (Jane Birkin) y tuvo que renunciar a terminarlo para preservar a ésta de una revelación quizás aterradora, que surgiría del lienzo al finalizar la obra.La pintura de este cuadro vuelve a convertirse en una obsesión cuando, a partir de un contrato implícito y faústico , un joven pintor y admirador de la obra de Frenhofer le “suministra” como modelo a su amante, Marianne (Emmanuelle Beart) como modelo para que pueda terminar por fin su ansiada obra y como contrapartida el joven pintor podría tener bula para acceder a las pinceladas una vez comienza el trabajo. En ese intercambio no hay juego, como al principio cree la pobre Marianne, su cuerpo desnudo, sino su verdadera “alma”, ese anhelado “atrapar la verdad en la pintura”, como quería Cezanne.En ese largo ritual que sigue tras el juego de “las presentaciones”, esa liturgia de cinco jornadas, en cuyo interior la película se hace progresivamente más material y física: El cuerpo de Marianne es explotado por la cámara y por el propio Frenhofer en innumerables bocetos, que al final desemboca en una promiscuidad entre la materialidad pictórica , “la carnalidad” del filme y las virtuales reflexiones que Rivette va extrayendo de todo el proceso: la actuación del artista como un depredador de la vida, como manipulador de sentimientos.Entre todos los conflictos dramáticos que van surgiendo a lo largo de la película que van tocando a todos los personajes, Nicolas y Marianne, Frenhofer y Liz, Marianne y Frenhofer, Liz y Mariane… por no hablar del personaje del marchante de arte, especialista en agregar gasolina al fuego.Marianne aparece así (tras contemplar su retrato) como la víctima de esa pasión destructiva, tras sucumbir a la revelación vampírica a la que Frenhofer no fue capaz de someter a Liz, su esposa, pero si a a Marianne. La lucha de Frenhofer no es solamente la que libra para atrapar y fijar, tras múltiples retorsiones y poses imposibles la silueta desnuda de Marianne, sino que pugna por “descubrir a la verdadera Marianne” en ese viaje desde el interior hasta el exterior, y que llega a adquirir el tono de una metafórica violación.Finalmente Frenhofer, entierra materialmente su obra, ocultar a los espectadores el cuadro que solamente han podido ver Liz y Marianne. Convertir en materia dramática la dificultad de pintar, impresionar un trozo de celuloide donde se manifiesten el pasado y el futuro, en el presente. Una obra insólita ( como su homóloga El sol del membrillo, que quizás llegue más lejos) tras devenir en obras de culto, plenamente consolidadas tras esos veinte años.