Morante. Histórico. CABRERA
El toreo, como tal, no va encaminado a crear belleza, o por lo menos, no esa belleza pseudolírica y yerma de autenticidad, puesta en boga por muchos iluminatis en los últimos tiempos. La verdadera esencia del toreo reside en el indescifrable enfrentamiento del hombre contra la naturaleza omnipresente. La alteración del orden de la naturaleza, el caos provocado durante unos eternos segundos por un hombre, el hombre, que sólo se vale de su pericia y de un guiñapo rojo.
Si bien, existe una belleza real, un arte, el de la tauromaquia, la manifestación de la capacidad de un hombre, de carne y hueso, con el que nos identificamos todos, para alterar el orden y leyes de la naturaleza. Este arte poco tiene que ver con las expresiones exteriores de estética: no es bello por sí sólo Cayetano, como tampoco lo es un vestido de luces, la capa de un toro, la silletas de Nimes o la composición del paseíllo.
El orden contra el desorden; la fuerza y poderío del toro contra la fragilidad del torero; la aceleración contra el temple; la animalidad contra la razón. Estos son algunos de los ingredientes fundamentales que aportan los dos antagonistas para instituir el toreo clásico. El ortodoxo, el bello. Belleza que aumenta o disminuye, como si fuera una fórmula aritmética, según se cambie o se produzca una merma en alguno de los dos cómplices. Se puede llegar a rozar la excelencia cuánto más pavoroso y poderoso es el cornúpeta y más pequeños son los trastos, tretas y argucias del torero. Penosamente, lo normal es encontrar el caso contrario: toros mermados y matadores sablistas. Cuánto más intenso es este arte, se hace más desgarrador, hasta que termina por desvanecerse como un fantasma o quebrarse como el cristal, dependiendo de quién salga airoso: bípedo o cuadrípedo.
Bello, de verdad, fue ver a César Rincón en el centro del platillo, quieto como una esfinge; citando de frente con la pañosa plana y adelantada; con la suerte cargada, la pierna entre el corazón del torero y los pitones del toro; mandar en la incierta embestida de un animal fiero . De modo contrario, la lopesina, esa arquitectura capotera tan presuntuosa en las formas y vacía en el fondo, no puede considerarse como pieza artística. Como nunca pueden ser comparables las recias sensaciones que dejan en el paladar unas simples chuletas de cordero, con la anodina y aparatosa cascada de sabores insípidos que ofrece en su extensa carta el artista Ferrán Adriá.
Todo esta reflexión, que casi nadie considerará acertada, viene dada por la nueva obra de arte, de estética más bien diría yo, de Morante en la Beneficencia. Torear, o atoreá, como decía El Gallo, es otra cosa. Pegarle verónicas a una birria, de la ganadería más extensa y antitaurina del mundo, carece de importancia. Puede que aquello fuera muy bonito, que la gente se rompiera las camisas, que se pararan los relojes y que las musas hicieran de las suyas, pero nunca me podrán decir que fue emocionante, ético, espontáneo o imprevisible. Toreo de laboratorio, probado y requete-ensayado, empezando por el adiestramiento genético de los malditos cuvillos y siguiendo por Morante, el coleccionista de deuvedés. El genio de La Puebla estuvo primoroso en lo estético, insubstancial en lo ético.
Pero cómo le vamos a pedir más a un tío que triunfa sin hacer nada, que lleva unos cuántos años viviendo del cuento, de tardes vacías llenadas artificialmente con detalles vacuos. Aún somos muchos los que estamos esperando ese triunfo serio, en una plaza con fuste, con el toreo fundamental: veinte pases por abajo, cruzado, cargando la suerte, sin probaturas, citando desde lejos, sin baratijas ni ventajismos. Vamos, lo que ha venido haciendo, por ejemplo, El Cid. Como es mi obligación no engañar al lector, hay que decir que estamos hablando de utopias, porque es imposible, con la fiebre morantista que nos invade, que el ruiseñor de La Puebla haga autocrítica y vuelva a los orígenes, con esas turbas de plumilleros que le jalean todo. Esos ingeniosos y originales revistosos que, cuando la silla, se dedicaron a jalear ese atentado contra la tauromaquia con definiciones como histórica y antológica. Ahora, lo del cuvillo nos lo cantan como antológica e histórica. Mañana, en otro pueblo con otro toro tullido, en las cabeceras saldrán las palabras hantológica e istórica, todo sea por seguir contribuyendo a la campaña.
También estaría bien que dejaran descansar en paz a los muertos, a Rafael El Gallo o a Belmonte; que dejaran disfrutar de su bien ganada gloria terrenal a Curro, a De Paula o a Pepe Luis. Gloria, que por otra parte, Morante sólo va a conocer como el resto de los mortales, cuándo esté delante de San Pedro. Porque la otra gloria, la reservada para los grandes, está cerrada a cal y canto para él.