No hay belleza salvo en la mirada detenida, en esa que no fracciona sino que completa cosas, en aquella que las cosas individualmente no existen sino que forman parte de un sentido aún más grandioso de lo visto antes. Cuando a veces nos desesperamos, por ejemplo, es porque aislamos del universo que nos rodea aquello que nos impacta primero, equivocadamente; aquello que nos atrae así hacia el oscuro temblor de lo ofuscado la atención incompleta de las cosas, esa misma atención de nuestra percepción más ingenua. Percibir es vivir o morir. Sólo cuando elegimos vivir la percepción es auténtica, es clarificadora, se muestra entonces intacta ante los errores de la memoria o de lo pavoroso. En la segunda mitad del siglo XIX surgiría en Francia un movimiento naturalista en la pintura. Era el realismo estético matizado de un cierto temblor existencial. Un temblor social, personal, universal, recreado tanto histórica como individualmente. No siempre los pintores se ubicaban completamente en sus tendencias artísticas. Era una especie de excusa tenerlas para crear, libremente, aquello que el ánimo artístico les llevase a componer sin encorsetamientos. Fue el caso del pintor Jean-Charles Cazin (1841-1901). El joven pintor francés aprendería en París del maestro Lecoq de Boisbaudran a observar bien detenidamente las cosas en su memoria, a mirar antes todo aquello que pintase. Lecoq le enseñaría a pintar de memoria entonces, a observar y a mantener en su mente artística las cosas mucho antes de plasmarlas luego en el lienzo. En el año 1883 pintaría su obra El Arcoíris, una composición absolutamente sorprendente de naturalismo paisajista. ¿Qué sentido tiene glosar una de las visiones más maravillosas del cielo, un arcoíris, de ese modo tan atenuado, tan simple, tan elemental, tan limitado? En un paisaje rural solo vemos ahora un camino, una casa orillada a él, una herramienta solitaria, un cielo aterido de nubes coloridas y un atisbo fraccionado de un arcoíris desolador. No hay seres vivos en la obra además. Apenas unas pocas flores amarillas al borde del sendero y unos árboles hundidos enmarcando la visión fugaz de aquel fenómeno atmosférico. La composición del conjunto, donde el cielo se favorece en espacio al resto de la obra, revelará el sentido de lo expresado realmente. No es aquí la soledad del camino, la abandonada estancia de un hogar cerrado, la desesperada visión de un espacio sin vida, lo que el pintor inicialmente quiere hacer expresar con su obra. Es el cielo compungido lo que pinta, ese que, luego de la tormenta, aparece manifiesto en la panorámica parcial de la refracción natural provocada por el sol y las gotas minúsculas del agua.
Pero, sin embargo, esa visión manifiesta del cielo no es lo suficientemente poderosa aquí como para colmar el sentido estético de un paisaje aparentemente bello. No es eso lo que percibiremos cuando, asombrados, dediquemos el tiempo suficiente para comprenderlo. Porque no hay ahí un sentido panorámico de belleza ocasionado por la visión tan maravillosa que, en principio, un arcoíris debiera tener para serlo. Así que éste nos debe llevar entonces a otra cosa, a pensar otra cosa distinta de la visión completa que, de pronto, nos presente la obra. ¿Será entonces la memoria? ¿Será esa forma de crear que el pintor aprendió de su maestro inspirado? El recuerdo de lo visto antes matizará entonces por completo el sentido final de lo alcanzado a ver, de lo visto antes de haberlo fijado en el lienzo. ¿Sucederá lo mismo con lo percibido en cada caso que nuestro ánimo nos infunda, desprotegido, en nuestras vidas? Porque el verdadero sentido de lo que sentiremos es una parcialidad que no nos llevará más que a componer una visión condicionada de lo percibido, absolutamente parcial y equivocada. No bastará entonces para alcanzar una gratificación estética, mental, psicológica del mundo percibido. Aquí, en la obra naturalista de Cazin, el pintor consiguió verdadermente expresar la realidad inmediata, pero no la auténtica emoción de belleza que el sentido ocasional de un paisaje tuviera luego en la memoria. De este modo el pintor nos conmocionó, nos sorprendió, desprevenidos. Pero sólo a los que fuesen capaces de esperar el tiempo suficiente luego como para que lo percibido alcanzase a recuperar la belleza inmanifiesta. Ese fue el sentido estético naturalista aquí, el temblor de algo que habría que expresar a la vez que la belleza del paisaje, esa belleza que conllevara latente, luego de ser éste percibido el tiempo suficiente como para comprobarlo, después, en la memoria emotiva. Así es la vida humana también, así es el fragor obtuso que lo real nos ocasionará ante la percepción matizada de las cosas luego; de esas cosas que llevarán su tiempo también para ser comprendidas, sin asperezas, sin desesperación, sin desalojos, sin confusiones. Sin certezas tampoco... Pero, a la vez, sin ningún sentido demoledor de áspera belleza desolada, de fugitiva belleza que, rauda, vagabundeará sin tino por el anhelado paisaje deseoso y brillante de nuestro recuerdo más vivo.
(Óleo El Arcoíris, 1883, del pintor francés Jean-Charles Cazin, Museo de Arte de Cleveland, EEUU.)