A la hora de diseñar el plan de conservación de una determinada especie o incluso en el momento de exponer esos planes ante la opinión pública, lo primero que se suele hacer es resaltar los beneficios que supone esa especie para nosotros y como podría afectar a nuestro bolsillo su desaparición. De alguna manera se intenta justificar las decisiones que se prevé tomar, que pueden ser caras o incluso molestas.
David Pearce y Dominic Moran, publicaron un libro en 1994 titulado “The economic value of biodiversity” en el que exponían los distintos valores que podían ser aplicables a la biodiversidad. Este libro surgió como un encargo de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN) con el fin de que se evaluaran los distintos valores económicos que se podrían generar por las actividades de conservación y que normalmente no eran tenidos en cuenta.
Estos autores clasificaron estos valores económicos en 5 categorías (ver resumen en Tellería, 2012):a) Valor de uso directo: si producen beneficios que pueden ser cuantificables directamente (alimento, turismo, caza, pesca, etc.)b) Valor de uso indirecto: servicios ambientales de los que dependen nuestras comunidades (ciclos de nutrientes, captación de CO2)c) Valor de opción: recursos que podrían necesitarse en el futuro (hábitats no explotados, por ejemplo los fondos oceánicos)d) Valor de legado: recursos y servicios que dejamos para las siguientes generaciones, por ejemplo la prevención del cambio global.e) Valor de existencia: valor intrínseco que tiene la biodiversidad por existir y que difícilmente podría ser cuantificado económicamente.
De todas estas categorías, en la mayoría de los planes de conservación solo se suele tener en cuenta aquellos valores que tienen un efecto sobre nosotros, y mayoritariamente aquellos beneficios que se puede cuantificar en euros. Se intenta proteger al salmón porque es un recurso pesquero, se protege a los bosques porque dan madera que se puede vender para hacer muebles o pasta de papel, se suele justificar la protección al lobo o al oso por los beneficios turísticos que puede aportar su observación a las comunidades que los albergan, o se justifica la conservación de los buitres porque al alimentarse de las reses muertas del campo podrían ahorrar dinero a los ganaderos, que de otra forma tendrían que pagar para que las retiraran.
Es evidente que en muchas ocasiones ese beneficio económico es algo tangible y no está mal ponerlo de manifiesto, por ejemplo, se ha estimado que los insectos polinizadores desarrollan un trabajo que se podría valorar en 153.000 millones de euros al año en todo el mundo (Gallai et al., 2009). Curiosamente este trabajo solo se refiere a los beneficios para la agricultura, los beneficios para los ecosistemas naturales serían imposibles de valorar, porque no se puede tasar en dinero lo que cuesta la vida del planeta.
Uno de los errores de este tipo de valoraciones económicas es que al tasar a las especies por el beneficio económico que aportan, podría llegar a plantearse el dilema de tener que elegir entre qué especie proteger si los recursos son limitados y siguiendo esa argumentación, se tendría que escoger “salvar” a aquella especie que tenga una cotización más elevada.
Otro de los problemas es que hay infinidad de especies que difícilmente podríamos valorar económicamente: ¿a quién le importa un chinche? ¿Qué beneficio económico aporta una rana patilarga? ¿Cuánto cuesta una Erica arborea?
Este planteamiento utilitarista de la naturaleza no es algo nuevo, de hecho ya en la Biblia se hablaba de la naturaleza como algo cuya único fin era servirnos y que por lo tanto debía ser sometida y dominada.
“Sed fecundos y multiplicaos, y llenad la tierra y sojuzgadla; ejerced dominio sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo y sobre todo ser viviente que se mueve sobre la tierra” (Génesis 1:28)
Y desde entonces así ha sido, incluso se ha llegado a convertir en una obligación para los gestores asegurarse de que la conservación de la naturaleza no sea un obstáculo para que nos siga dando sus frutos, al menos a algunos, que se han autoproclamado dueños de peces y pájaros, de montes, mares y ríos, porque “siempre ha sido así”. Seguramente por ese motivo, para convencer a esos gestores de la necesidad de proteger a una determinada especie se le buscan cinco pies al gato para acabar cayendo en su propia trampa, creando giros argumentales imposibles para encontrar un beneficio económico, llegando en ocasiones al absurdo e incluso a la contradicción, ya que siempre se podría argumentar que un beneficio económico para un determinado colectivo puede implicar un coste para otro.
Quizás por habernos apuntado a este juego, se considera una frivolidad pedir la conservación una determinada especie o de un ecosistema por su propio valor intrínseco, sobre todo cuando las medidas que se deberían aplicar para lograrlo se enfrentan directamente con nuestros intereses económicos. Seguramente la educación ambiental debería ir dirigida precisamente a eso, a no considerar a las especies y a los ecosistemas como una suma de dinero, sino como algo que tenemos la obligación moral de conservar, y ahora más que nunca, ya que como explica José Luis Tellería, "después de nuestra exitosa expansión por el mundo, el planeta ha quedado empequeñecido y parcialmente domesticado y desde nuestra posición dominante tenemos la oportunidad de ser más generosos con el resto de las especies" (Tellería, 2014).
Lo que parece evidente es que si seguimos jugando con estas reglas, al final saldremos todos escaldados.
Referencias- Gallai N, Salles J-M, Settele J & Vaissièr BE (2009) Economic valuation of the vulnerability of world agriculture confronted with pollinator decline. Ecological Economics 68: 810–821.- Pearce D & Moran D (1994) The economic value of biodiversity. IUCN- Earthscan. Londres.- Tellería JL (2012) Introducción a la conservación de las especies. Tundra Ediciones. Valencia.