
Rubens probablemente haya sido uno de los pintores más atrevidos de su época. Pudo permitírselo, fue un extraordinario creador. No sólo decoró los grandes salones y palacios con la mayor sensualidad del cuerpo femenino, en un exceso maravilloso y elegante, sino que además transformó a su gusto las historias y leyendas de sus escenas retratadas. Según cuenta la mitología, Diana era la diosa de la luz, la divina cazadora en su versión helénica. Por lo tanto, también disponía ésta de su pléyade de vírgenes, hermosas ninfas que dedicaban su vida a la diosa, a cortejarla, y, reservando así su castidad, mantenerse célibes para ella. Sin embargo, una de las ninfas de la corte de Diana, Calisto, fue seducida por Júpiter con el ardid que el gran dios urgía siempre para ello, transformándose en otro personaje, en la misma Diana, o en su hermano Apolo, es decir, convertirse en un ser ahora adorable, cercano y del todo inofensivo.
De ese modo, el dios impetuoso consiguió la unión imprevista. Calisto, ahora, quedó ya encinta del dios, y, sin haberlo querido sobre todo, ultrajó aquel voto a su deidad y engañó así a sus compañeras. No podía descubrirse, lo ocultó tras sus vestiduras mientras pudo. Pero, cuando un día deciden darse un baño las ninfas vírgenes y su diosa en el monte Ménalo, Calisto ya no puede evitarlo. Su involuntaria traición es ahora desvelada. Los autores mitológicos, los escritores griegos y latinos, describieron el momento con la pulsión inevitable de una diosa que, ofendida para siempre, decide ya expulsar a Calisto de su corte. Las versiones de los autores divergen en la forma, pero todos coinciden en que la ninfa deshonrada desaparece, o asaeteada por las flechas insensibles de Diana, o transformada por Zeus en una estrella para siempre.
Sólo Rubens, en esta grandiosa imagen producida en 1635 para la Corona española, consigue, además de crear así un perfecto, medido, equilibrado, bello, poderoso y enaltecedor cuadro, cambiar el destino de los personajes. Ahora, no se describen los gestos adustos, los pasos decididos hacia la venganza, los justicieros momentos de una sentencia divina. No; ahora el gran pintor holandés del Barroco nos muestra a una compungida Calisto acompañada, sincera y tiernamente, por algunas de sus iguales; mirada y sentida además con cariño, comprensión, dulzura, incluso admiración y respeto, por otras. Pero, sobre todo, es ya Diana, la diosa inflexible, retadora, impulsiva, vengadora y certera, la que Rubens nos presenta del todo distinta. Con los brazos abiertos, con una expresión del rostro diferente a su fama, con los gestos para nada acordes a la historia transmitida, recibe ahora a Calisto ya con toda su decidida clemencia, con absoluta afinidad y un sorprendente sosiego. Todo una lección, sin embargo, que el gran maestro flamenco supo así transformar.
(Óleo Diana y Calisto, 1635, Pedro Pablo Rubens, Museo del Prado, Madrid.)