Un día, no hace mucho tiempo, a la salida del trabajo, caminando hacia al aparcamiento para recoger mi coche, observé una escena que juzgué, en principio, bonita: Un hombre de unos sesenta años, marroquí, caminaba delante de mí y llevaba una niña de unos doce o trece años del brazo. Él era el típico emigrante; ropa raída y pasada de moda hace veinte años y pinta de duro trabajador. Ella, sin embargo, parecía una niña más de las de hoy en día, con vaqueros a la última moda, chaqueta corta de un azul llamativo y una bonita coleta adornada con horquillas de variadas formas y colores. La niña explicaba, levantando mucho la voz y en su idioma, algo al hombre, que yo identifiqué, sin ninguna duda, como su padre, y él intervenía risueño y feliz en la conversación. Era la típica imagen de un padre y una hija que se quieren y que comparten las cosas importantes de la vida, sin importarles el que cada uno perteneciese a épocas muy distintas. Habían sido capaces ambos de tender un puente entre dos generaciones que les permitía comunicarse en confianza y cordialidad.
Caminaban despreocupadamente y como lo hacían en mi dirección, retrasé un poco mi marcha para seguir un poco tras ellos, disfrutando de aquella escena tan tierna. Siendo yo hijo y nieto de emigrantes, enseguida mi imaginación comenzó a jugar con la posible vida que cada uno de aquellos actores habría llevado hasta ese momento. Pensé en aquel hombre, emigrante de alguna aldea africana, al igual que mis padres y abuelos lo fueron, en su día, de un pequeño pueblo extremeño. En cómo había tenido el valor de llegar hasta aquí, enfrentándose a un mundo completamente desconocido y extraño al suyo, con otras costumbres, quizás muy raras a sus ojos, y mucho más duro. Pensé en cómo, a pesar de ello, se lo había ofrecido a su hija, esa a la que parecía tanto querer. Le ofreció algo que, aunque desconocía, creía que era mejor que lo que él sí conocía. ¡Qué no hace un padre por sus hijos! Era un personaje fuera de contexto, como lo suelen ser todos los emigrantes africanos que vienen a buscarse la vida a Europa. Tan fuera de contexto como estaba mi abuela hace cincuenta años en Mannheim, vestida de negro y con el pañuelo en la cabeza. Ese recuerdo me hizo sonreír –No somos tan diferente–, pensé.
Sin embargo la niña, aunque hablaba árabe, parecía completamente europea. Mi imaginación la ubicó ya aquí, nacida y educada como una más. Ella era la segunda generación, la que ya sí entiende el país y lo comprende, pero que aún mantiene lazos con su país de origen. ¡Doblemente rica por ello!
Y con este juego caminaba yo despacio, entretenido, disfrutando de las risas del padre y de la hija, hasta que decidí acelerar el paso y correr hacia mi coche, pues quería comer a una hora prudencial y aquel entretenimiento me estaba retrasando. Y decidido estaba a adelantar a la feliz pareja, lo prometo, cuando observé que a mi lado caminaba una señora mayor que resoplaba como una antigua máquina de vapor. Tendría unos sesenta años, de un metro sesenta de altura, vestida a lo árabe, con un vestido largo gris bajo un abrigo negro de hombre y un enorme velo negro que le tapaba por completo la cabeza. La pobre cargaba con dos enormes bolsas de plástico de algún supermercado de la zona, y debían de pesar tanto, que a cada pocos pasos se las cambiaba de mano para dejar que la sangre, retenida por la presión de sus asas, volviera a circular.
Enseguida pensé que iba junto a la pareja, que sería la madre de aquella niña y la esposa de aquel hombre, pero no podía creerlo. ¡Que ellos dos caminasen tan despreocupadamente, cogidos del brazo y las manos en los bolsillos, y aquella señora fuese cargada como una mula sin recibir ayuda de su familia no me entraba en la cabeza! Y para quedarme tranquilo y confirmar que solamente caminaba, como yo, hacia un aparcamiento, y que no tenía nada que ver con aquel padre y aquella hija, decidí seguir caminando a su lado y así verificar que ella se subiría a un vehículo distinto al de ellos.
Fueron trescientos metros en los que ni el hombre ni la niña dejaron de conversar y de reír. Trescientos metros en los que no miraron ni una sola vez hacia atrás. Eso apoyaba mi teoría –. Son unos desconocidos– me decía a mi mismo. ¡Craso error! Los tres se subieron a una vieja furgoneta aparcada a diez metros de mi coche. ¡Ni siquiera ayudaron a la señora a poner las bolsas en el maletero!
Mi abuelo, aldeano igual que aquel hombre, no hubiera permitido que mi abuela cargase con unas bolsas mientras él tenía las manos en los bolsillos. Era una cuestión, no solo de educación, sino de hombría. “¡Ningún hombre hecho y derecho permitiría eso! ” –estoy seguro que me hubiera dicho. Mi abuelo era inculto, con muy pocas letras. Un duro trabajador, como aquel padre, y poco más. Un hombre honrado y sencillo al que, desgraciadamente, no conocí. Todo lo que sé de él me lo contó mi abuela. Cada vez que lo nombraba corrían unas lágrimas por sus mejillas. Siempre orgullosa, siembre viuda del que, para ella fue, el mejor hombre que una mujer podría tener. Un hombre apasionado, justo, trabajador, que sin dudarlo me hubiera dado un pescozón si yo hubiera consentido que a ella la tratasen como una mula. Un hombre que sin haberme conocido, me dio una buena educación.