El otro día vi en el blog de stepien y barno, una reseña sobre el famosísimo cabanon de Le Corbusier, que a su vez enviaba a una entrada del blog de arqui-ideas sobre aquella curiosa obra.
Estupendo. Y aquí llego yo para decir que ya está bien de tanto cabanon y de tanto cabanon.
Vale, tiene el encanto y la sabiduría de la sencillez. Es una obra limpia, optimista y muy agradable. Pero a los estudiantes de arquitectura os propongo que en uno de los ejercicios que os ponga vuestro profesor de proyectos hagáis este alzado:
Ya veréis qué risa. Menuda notaza os va a poner.
Si los profesores no supieran que ese diseño es del grandísimo Le Corbusier le suspenderían sin remisión, pero como es del maestro hay que babear y arrodillarse.
Cucú. Me asomo por la ventana.¡Celébritiiiiiiiis!
Esto es lo más importante de la cabaña: El personaje que está dentro,los dibujos de la pared, la presencia del genio.
Sin él, sin su presencia, ¿qué queda?
El gran poeta y editor Carlos Barral desestimó el manuscrito de Cien años de soledad de García Márquez. Le pareció una novela confusa y floja. ¿Por qué cometió un error tan garrafal un editor tan fino, tan culto y tan inteligente? Yo creo que por un solo motivo: porque no pudo prever que esa novela Cien años de soledad iba a acabar siendo Cien años de soledad, ni que su autor, aquel Gabriel García Márquez, iba a terminar siendo Gabriel García Márquez.
Nosotros jamás podremos leer esa novela como la leyó Carlos Barral, porque para nosotros ya es Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, desde antes de empezar a leer la primera página.
Con el cabanon pasa lo mismo: Antes de mirarlo con cuidado ya sabemos que es de Le Corbusier, pero si fuera de un autor desconocido no le haríamos ningún caso.
Pero, aparte de la fascinación que produce saber que el autor es un personaje muy importante, la cabaña no tiene mucho que ver con la novela: La cabaña es una obrita muy muy menor, mientras que la novela es uno de los pilares de la historia de la literatura.
Más que con Cien años de soledad, yo al cabanon le buscaría un paralelismo con la higiene sexual.
A pesar de todas las críticas que podamos hacerle, sigo creyendo que Le Corbusier es una de las cosas buenas que le han pasado a la Humanidad, y John Ford es otra.
En la filmografía de John Ford, entre sus maravillosas y deliciosas El hombre que mató a Liberty Valance, El hombre tranquilo, Fort Apache, etc, con las que sigo disfrutando después de decenas de veces de haberlas disfrutado, hay algún documental que rodó durante la Segunda Guerra Mundial. Todos tenían que arrimar el hombro y colaborar en lo que pudieran y supieran, y los directores de cine hicieron películas.
De John Ford se valora mucho, entre estos documentales, el de La batalla de Midway, pero su logro más humilde es, a mi juicio, Sex Hygiene, un documental didáctico que muestra a los soldados las bubas y demás desgracias de las enfermedades venéreas y les enseña a tener cuidado y a utilizar adecuadamente los profilácticos.
Sí, ya; es como si el Papa Julio II le hubiese ordenado a Miguel Ángel que le pintara la puerta de su dormitorio: dos manos de un color sufridito.
Pues eso: El más grande director de cine de todos los tiempos hizo un documental didáctico para enseñar higiene sexual a los soldados. Y los críticos de cine lo miran con atención para adivinar planificación, encuadres, etc, que les den nuevos datos sobre el arte del maestro.
De la misma manera, los estudiosos de arquitectura siguen queriendo ver en la cabaña de Le Corbusier nuevas pistas para entender su obra.
Pues bien: Yo, que sigo llorando cada vez que Hallie Stoddard pone la flor de cactus sobre el ataúd desnudo de Tom Doniphon, y que sigo saltando de risa cada vez que el Padre Lonergan suelta su desaforada trucha, que finalmente ha pescado, para ir corriendo a ver la pelea entre Sean Thornton y su cuñado Will Danaher, ni he visto ni tengo el menor interés en ver Sex Hygiene.
Del mismo modo, se puede vibrar de emoción ante la Villa Saboya o ante Ronchamp y al mismo tiempo reconocer que la cabaña no tiene mayor interés.
Soy muy partidario de la arquitectura humilde, anónima, y de la sabiduría secreta, pero esto es justo lo contrario. Es pequeño y bien resuelto, sí (bueno; no tan bien, pero eso es otro tema y no quiero hacer sangre), pero ni es humilde ni es anónimo ni es secreto. El Corbu se pasó tres pueblos incluyéndolo en su Oeuvre Complète, y contando maravillosidades de él.
Cuenta que la diseñó en cuarenta y cinco minutos. No me extraña lo más mínimo. Incluso me parece demasiado.
Cuenta con melifluo cariño que lo construyó como regalo a su esposa, pero lo hizo justo encima de la E 1027 de Eileen Gray, que tanto le obsesionaba.
Cuenta con orgullo: "Lo que escandaliza sobre todo a mis visitantes es la taza del WC en medio de la habitación. Es, sin embargo, uno de los objetos más bellos que la industria ha creado". Primero: No está en medio, sino en un rincón, pero es cierto que sólo tiene una cortinilla. Segundo: Uno no cree que LC tuviera olor de santidad, pero imagina que debía de bajar a descargar los intestinos a la E 1027, y allí dejaba el regalito. (Al menos con los murales se comportó así. ¿Por qué no con sus desechos humanos, habida cuenta de que todo él irradiaba luz, y esos desechos debían de ser, pues, algo así como reliquias adorables?)
El tratamiento del color es magnífico. Pero esto nos hace recordar el ácidocomentario de Frank Lloyd Wright: "Le Corbusier es sólo un pintor, y no muy bueno".Yo en esta obra aprecio más su trabajo como pintor (bastante bueno) que como arquitecto.
¿Por qué se regodea tanto con las deposiciones? ¿Por qué quiere demostrar que la autenticidad en la arquitectura y en la vida consiste en defecar ahí mismo, así, a lo loco?
Creo que en esta cabaña se aprecian muchas de las virtudes que aprecio en la arquitectura, pero las aprecio con mucho más gusto en otro tipo de obras, menos publicitadas y sacralizadas que esta, que creo que ya haríamos bien en poner en su justo sitio, y descreer cada vez con más convicción y energía de las exageraciones desproporcionadas de los hagiógrafos al uso, siempre raudos en socorro del triunfador y de la estrella.
Me parece de una enorme hipocresía que María Antonieta jugara a los pastorcillos en los jardines de Versalles, también con cabañas, y se divirtiera haciéndose la pobrecita, pero le trajera la merienda una cohorte de lacayos, y por la noche se fuera a dormir a sus aposentos de palacio. Tampoco me gusta un pelo eso de que unos ricos vayan de vacaciones a una especie de poblado chabolista hecho ad hoc para ellos. Del mismo modo, Le Corbusier se hace una cabaña que es la mínima expresión de la habitación directa (y ahí estaría su encanto y su enseñanza), pero se autoinvita a la E 1027 a cada momento.
Creo que algo raro tiene que tener esta cabaña en la higiene sexual de Le Corbusier cuando la construyó en una posición dominante sobre la E 1027; cuando invadió sin permiso aquella casa y le pintó unos murales contra la voluntad de su creadora, y se hizo fotografiar pintándolos desnudo; cuando convenció con gran insistencia y pesadez a una amiga suya para que comprara la E 1027 y así poder él seguir disfrutando de ella; cuando en sus vacaciones se despertaba de su humilde camastro en el cabanon pero se bajaba a desayunar a la E 1027, tal como hizo el último día de su vida, en el que tras ese desayuno se bañó en el mar y murió de un ataque cardíaco, mirando, en la agonía de la muerte, la ansiada, odiada y envidiada E 1027 y al mismo tiempo su triste y envidioso cabanon, que no, definitivamente no; no me parece que le hiciera mucho favor a la higiene sexual de su dueño.
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