Publicado en Pesadilla, tragedia y fantasmas de neón,
Colección Alfa Centauri. Editorial Primigenios 2020
La muchacha corría por el basurero. Aunque ya no oía los gritos de sus perseguidores los sabía allí, tras su huella, siguiendo de cerca sus pasos. Cien veces se había sentido igual. Todos los días, desde la muerte de su madre, había vivido en la sombra, escondiendo su cuerpo joven y hermoso en harapos, escondiendo su rostro bajo una costra de mugre. Había viajado de un lado a otro, alimentándose de lo que los desperdicios le ofrecían, bebiendo charcos cenagosos o llenos de aceite y, ante todo, ocultándose de los hombres. Su madre le había advertido que esto sucedería tarde o temprano, y había tenido razón.
De cuando en vez se acercaba a los suburbios, sólo en aquellos momentos en que el hambre estaba a punto de matarla, para conseguir un pedazo de comida decente. Y, como antes, ahora tenía que correr por su vida. Igual que antes los hombres le daban caza como a un animal en la foresta.
¿Cuánto tiempo había corrido? ¿Una hora, dos, un siglo? No podía detenerse ahora.
Aquella misma mañana había cruzado el lindero de los suburbios, azuzada por los estiletes del hambre. Sin atreverse a avanzar se detuvo en las afueras de un asentamiento de basureros, mirando a todas partes para cobrar valor. Lucía pacífica, pero había aprendido a desconfiar de toda aquella paz aparente. El pepenador que tranquilamente afilaba su cuchilla para plásticos frente a su covacha podía bien usar esa misma herramienta contra ella; el niño que jugaba entre hojas de zinc sería el primero en apedrearla; el joven que amontonaba envases reciclables le arrancaría sus vestiduras para gozar de su cuerpo joven y virgen. La duda casi le hizo dar media vuelta para volver a internarse en el cementerio de escombros a sus espaldas, pero la inanición rugió fuerte en su estómago. Tenía que comer. La dieta de estiércol y carne podrida de la última semana la había debilitado. No suplía ya sus necesidades. Si no lo intentaba fallecería pronto, pasto de las ratas. Y sobre todas las cosas su madre le había dicho que no muriese, y en eso la obedecería ciegamente.
Se desató el cabello, atado hasta ahora para que no se enredase dolorosamente en la chatarra, y guardó la manguerilla de suero en su mochila. Sacudió la cabeza y la pantanosa cascada de su pelo cayó sobre el pecho y la espalda ocultando sus facciones. Era joven y era hermosa, pero lo escondió encorvándose al caminar y fingiendo cojera. Si causaba asco o lástima tendría mejores oportunidades que despertando asombro o lujuria. Podía salir incólume de aquel trance.
Pero se había equivocado, y tenía que exigir a sus piernas para perder a la turba que la seguía ahora. No pudo atarse el cabello, que se agitaba contra el viento de su huida y se enredaba a cada momento y anunciada el dolor que podía llegar en cualquier momento. Sus piernas eran desgarradas por las esquirlas de metal que asomaban entre los desperdicios. Pero no podía detenerse a arrancarlas, ni tan siquiera podía usar la manguera de suero para recoger su cabellera. Atrás, no tan lejos como hubiese querido, volvió a escuchar las imprecaciones de los recogedores de basura, el sonido de sus rastrillos apartando los desechos, el chapoteo de las botas en el fangal que había dejado atrás hacia sólo cinco minutos. Estaban cerca, tan cerca que ya sentía el aliento fétido de sus respiraciones, los dedos rudos lacerando sus carnes, los brazos fuertes inmovilizando su cuerpo…
Aquella mañana el viejo había visto a la muchacha salir entre los escombros, y se percató enseguida de su zozobra. La vio encorvarse y renguear torpemente, sonrió malicioso y la contempló. Puso a un lado en su imaginación todo lo que podía ser indeseable, y la encontró hermosa, de senos duros que no podía ocultar, de formas redondas y excitante debajo de los harapos. Su rostro era sensual detrás de la capa de mugre. Sopesó mentalmente la musculatura de la joven, vagando sola por el basurero, con hambre evidente, contra la suya propia. Podría dominarla fácilmente. Sin percatarse de ello sonrió otra vez, pero había perversidad en su boca.
No recordada la última vez que había gozado una mujer. Era feo como un diablo y lo sabía. Malditos básicos que le habían deformado. Con unos cuantos miles de créditos, en Pueblo Bajo, alguna trabajadora del sudor bien podría tragarse el vómito y sonreírle… pero difícilmente en la basura.
Hoy era un buen día, sin embargo. Allí estaba aquella criatura mirando a todas partes con ojos de miedo y hambre. Paso a su lado desviando la mirada de su lascivia, se sintió tentado de tocarla en la entrepierna pero se contuvo. Los basureros no se inmutarían con el chillar de la pequeña, pero sus esposas de seguro no estarían de acuerdo con una violación en plena calle.
La vio mendigar de puerta en puerta en vano. La gente de la basura habían caído muy bajo para seguir compartiendo, asustados por la perspectiva de ser enviados al Hemisferio Básico- ¡malditos sean esos tragatuercas! El viejo se preguntó divertido si la muchacha lo aceptaría por un plato de biomasa. No. Difícil. Sólo podría tenerla por la fuerza. ¿Pero cómo evitar que gritase? Pensó por unos instantes y luego se frotó las manos.
La atraería a su casa, metida profundo dentro del basurero, atada a la zanahoria de un poco de comida. Un buen golpe en el cráneo la dejaría desvalida. Desnudar, atar y amordazar sería cuestión de pocos minutos, aunque tomarla así, sin lucha, no sería emocionante. Un poco de agua sería suficiente para sentir carne viva bajo sus caderas. Podría conservarla un par de días antes de darle una buena golpiza y abandonarla en las afueras. El primer golpe era el más peligroso, si la mataba. Pero incluso un cuerpo aún tibio es mejor que nada.
La mendiga se había recostado a un muro de plástico y estaba allí, inmóvil, con los ojos hundidos en el polvo. El viejo se acercó, sacudiendo sus pantalones llenos de ceniza.
Ahora ya estaban cerca, muy cerca. Al mirar atrás vio entre la chatarra la camisa verde de uno de sus cazadores. Un grito delator bailó en sus oídos. La habían visto.
En la mañana la muchacha alzó la vista cuando se detuvieron frente a ella un par de botas de cuero sucio. El hombre sobrepasaba con mucho los cincuenta años y era repugnante, pero se cuidó mucho de mostrar su asco. El viejo carraspeó para escupir luego una masa amorfa como una ameba.
—Buen amanecer, tirada. ¿Hambre, verdad?
El hambre. El hambre rugía en sus entrañas cortándole el habla. La joven asintió.
—Tienes un buen rojo entonces. Los jerbos de este pedazo de infierno no se apiadan de nadie. ¡Son peores que los básicos! —luego se señaló con jactancia—. ¡Sólo yo soy un hacha entre estos insectos! Conmigo no hay verde.
Algo en su comportamiento gritaba que mentía, pero la esperanza es un sentimiento poderoso.
El viejo miró sus ojos ansiosos y vio cómo su trampa se cerraba lentamente.
—Si me sigues te daré todo lo que puedes tragar. ¡Mejor que en pleno Pueblo Medio!
Ese hombre, que echaba a andar unos pasos y luego la miraba como un buitre por encima del hombro, estaba mintiendo.
—¡Sígueme antes que me arrepienta!
Fue tras él. El hambre había dejado de gemir: ahora le arañaba con garra aguda las paredes del estómago.
Ahora, en su carrera desesperada, la joven vio como las pilas de basura se despejaban. Un claro le daría algo de velocidad a su carrera y escondería sus huellas, claramente dibujadas en el estiércol. Mientras lo atravesaba sintió algo como alegría. Pero frente a ella surgió la oscura forma de un hombre.
La habían rodeado. La habían empujado a aquel claro a propósito a aquella trampa. Sus perseguidores aparecían a puñados en el lindero. Desorientada y temblorosa miraba hacia todas partes, pero ya no había salida.
En la mañana el viejo empujó la puerta de su tugurio y se hizo a un lado, invitándola a entrar. Cerró la puerta tras de sí, y disimuladamente echó un vistazo rápido a la gruesa estaca de goma al lado del dintel.
—¿Buena onda, eh? ¿Cómoda?
La muchacha asintió, tratando de sonreír. El viejo caminó a la despensa.
Pero ahora con gritos e imprecaciones el círculo de sus captores se estrechaba más y más. Ya sentía el aliento fétido de sus respiraciones, los dedos rudos lacerando su carne, los brazos fuertes inmovilizándola, el áspero óxido de la torre en medio del claro.
Antes el viejo abrió la alacena seleccionando un exiguo menú a base de biomasa, tajadas de reciclados, un poco de Tres Vacas caducado y, después de pensarlo mucho, una lata mediada de alcohol turbio a base de tantas destilaciones. Sería suficiente para quebrar la vigilancia de cualquier basurero, y más para aquella niña asustadiza. Su mano rozó una gruesa manguera.
“Perfecto. Quedará bien atada.”
Ahora con agilidad increíble la muchacha se abrazó a una pata de la estructura y trepó hasta las primeras crucetas ante la mirada iracunda de sus perseguidores. Latas, escombros y algún que otro trozo de metal retorcido fueron levantados y arrojados contra ella intentando derribarla, pero la joven se inclinaba de un lado al otro, evitando los proyectiles.
La cabeza del viejo golpeó contra la puerta abierta de la alacena cuando la mujer cayó con todo su peso sobre su espalda, hundiendo las uñas en la carne del hombro. El anciano trató de apartarla, pero la joven uso su mano libre para agarrar su cabeza y tirar de ella con fuerza increíble, ladeándola. Cerró su boca en lobuna dentellada sobre el cuello del hombre, llenándola de su sangre. Su víctima gritó, solo una vez.
La mujer abandonó la cruceta y quedó pegada cabeza abajo hincando las garras en el óxido, rugiendo como una pantera y mostrando una dentadura erizada de colmillos proyectados.
En la mañana se había sentado a horcajadas sobre el estómago del viejo. Había tomado su morral, sorbiendo hilos de sangre de sus labios; y sacó de él un cuchillo improvisado de una hoja de sierra. Lo clavó en el pecho del cadáver, aserrando una a una las costillas y regando sangre tibia a las paredes. Los dedos trémulos de hambre de la mujer buscaron entonces la blanda masa de un órgano y lo arrancó del cuerpo de ojos vidriosos del hombre.
Lo mantuvo en su puño por unos instantes, contemplándolo, para echar luego la cabeza hacia atrás y deslizarlo en su garganta. Cuando masticó gran parte de carne y venas quedaron fuera de sus labios, pero bastó un movimiento para terminar de apurar el corazón del viejo.
La puerta de la covacha se abrió y el único vecino que escuchó el grito de la víctima alcanzó a divisar a la bruja escapando entre las chapas. Luego vio el cuerpo del viejo. Inmediatamente vomitó.
La cacería empezó de inmediato. En el poblado solo quedaron las mujeres y los niños atrancados en sus casas. Ah. Y también el viejo que comenzaba a enfriarse con la sorpresa en el rostro y restos del desayuno de su vecino, en sus ropas, su suelo y parte del sitio donde estuvo alguna vez su corazón.
Pero ahora la venganza estaba cercana. Uno de los basureros montó tembloroso su disparador de remaches y lo descargó. La larga púa de acero voló firme hacia la torre, y la bruja bramó de agonía, clavada al metal por la espalda. Entre los vítores de los cazadores el hombre continuó apretando el gatillo, treinta y tres veces más, todo un cargador. La muchacha quedó reciamente sujeta a la estructura, pero aún se debatía, bramando y rugiendo. Y al morir su cadáver se incendió y de su carne brotaron moscardones hasta formar una bandada sobre el claro; casi igual de grande a la que nació cuando su madre murió quemada en una hoguera de Salem, algunos siglos atrás.