Mis hermanas y yo, Mataro, 1988. expatriadaxcojones.blogspot.com
Los Álamos, Mataró
Lo odiaba. Esa manía que tenía mi madre de vestirnos a las tres igual. El mismo vestido, los mismos zapatos, incluso el puto lacito que nos ponía en la cabeza era el mismo. Nunca llegué a acostumbrarme. Igual que a la vida en familia.
El piso de la calle Los Álamos es el lugar en el que he vivido más tiempo y el que más ilusión me ha hecho dejar. Pasé dieciocho largos años viviendo en allí. Es la casa de mis padres. Su casa. No la mía.
Mataró, ciudad de provincias. Un quinto piso. Una finca de construcción anodina. Un barrio sin nada particular. 120 metros cuadrados. 4 habitaciones. Baño. Aseo. Cocina. Salón-comedor y una terraza.
Mi habitación, una versión kitsch de los años ochenta. Dormitorio al más puro estilo catálogo. Todo por partida doble. Muebles y ropa de cama, iguales. Idénticos escritorios. Armarios empotrados a conjunto. Las paredes forradas de corcho. En un rincón, la cuna de la recién llegada.
La relación con mi nueva hermana empezó mal desde el principio. Había venido al mundo antes de tiempo, pesaba poco y estaba muy débil. De pequeña, sentía que todos la mimaban y consentían en exceso. De mayor, no soportaba que le rieran las gracias. Si se iba al cole sin bragas reían porque decían que estaba en las nubes. Si traía a casa un gatito callejero escondido en la mochila, reían porque, decían, era tan buena que no había podido abandonarlo. Si se olvidaba de hacer alguna tarea que le habían encomendado, volvían a reír. Ella es happy, decían. Y se lo excusaban todo. Me adjudiqué entonces el papel de la mala de la película. La protagonista buena hacía tempo que la interpretaba mi hermana mayor. Ella era tímida. Obediente. Buena Chica. Y ahora la pequeña era la graciosa. Simpática. Guapa. No tenía elección. Ser la mediana me condenaba a pasar totalmente desapercibida. Saqué mi carácter. De todo, lo peor.
Le contaba historias para atemorizarla. Lo hacía cuando íbamos en coche. Sentadas las tres en la parte trasera. De todas las milongas que le soltaba había una que era mi preferida, por el estado de alteración en que la dejaba al escucharla. Le contaba que ella no era de nuestra familia. Le decía que era adoptada. Le explicaba cómo la habían abandonado. Porqué sus padres no la querían. No hacía falta más que mirarnos, le decía. Ella era completamente distinta a nosotras. Era morena, de piel oscura y menuda. Mi hermana mayor y yo teníamos el pelo castaño tirando a rubio, la piel blanca y una constitución más fuerte.
Mi padre siempre dice que el que fuéramos a ese colegio y no a otro fue casualidad. Y empiezo a temer que mi vida esta llena de casualidades nada casuales. Dice que su intención era llevarnos al cole del barrio, que además de ser público quedaba al lado de nuestra casa. Pero no había plazas. Y entonces decidieron —esto lo digo yo, no ellos —pasarse al otro extremo y llevarnos al cole más pijo en kilómetros a la redonda. Que estaba en una urbanización a las afueras de la ciudad y del que la gente decía —nada más alejado de la realidad— que hacíamos clases de equitación.
Toda mi vida escolar la pasé en ese colegio. Vestida de uniforme y rodeada de campos y vacas. Nunca me gustó. Hice pocos amigos. Pero —otra casualidad y ésta ya no sé si es causalo no— allí conocí al que años más tarde iba a ser mi marido.
Siempre estábamos juntos. German, el Kalvo, Judit y yo. Los cuatro. Juntos. Sentados en el garrofero o en la cueva que había en el patio y a la que no dejábamos entrar a nadie más. Tendríamos unos ocho años
Comíamos juntos en el comedor. Jugábamos juntos en el patio. Nos sentábamos juntos en el autobús si íbamos de excursión. Siempre, juntos.
Con el Kalvo tuve mi primera cita. Acabábamos de terminar 5º de E.GB. Decidimos ir al cine. A él lo llevo su madre. A mí, la mía. Nos encontramos en la puerta. Hicimos la cola, compramos las entradas, las chucherías y ocupamos nuestras butacas. La película que proyectaban era Batman. Con una joven y guapísima Kim Basinguer.
Después de eso, perdimos el contacto. Durante años no supe nada de él. Una cena de ex alumnos a la que el Kalvo no pudo asistir nos volvió a unir. Primero un email, luego un café, más tarde una cena… hasta hoy. Con dos niños y anillo de por medio.
La calle Los Álamos es la calle de las primeras veces.
La primera regla. El primer grano. El primer sostén. Laprimera discoteca. El primer novio. El primer cigarro. La primera borrachera. La primera resaca. El primer amor. La primera decepción. La primera paja.
Se la hice a un chico de mi colegio. Yo tenía catorce años y él dieciséis. Su nombre era Luís pero todos le llamaban por su apellido. Era muy guapo. Moreno, de cuerpo atlético. Jugaba al futbol. Tenía una Vespa Primavera que conducía como un loco y en la que yo moría por subir. Nos encontramos en la discoteca. Un viernes por la tarde. Tonteamos. Me acompañó a casa. Aparcó frente al portal. Entramos. Nos besamos. Nos metimos mano. Nos sentamos en las escaleras. Fuimos subiendo los peldaños. Y allí nos quedamos, entre jadeos, dudas, excitación y miedo, lo hice. Él me enseñó el camino y yo lo recorrí rápido.
Dieciocho años dan para mucho. Bueno y Malo. Por desgracia, yo solo recuerdo estar de mal humor. Permanentemente enfadada. Con el mundo. Con mis padres. Conmigo misma. La casa de la calle Los Álamos es la casa de las discusiones. Los gritos. Los portazos. El llanto. No he llorado tanto en mi vida como lo hice entonces. La casa de la calle Los Álamos es la de mi infancia pero sobretodo de mi adolescencia.
—Sólo espero que cuando seas madre te salga una hija como tú — me decía siempre mí madre. Ahora sólo rezo, y yo no creo en Dios, para que no se me parezca en nada.