Se habla bastante (aunque con cierta vergüenza y menos de lo que se debería) de la cara oscura de la maternidad: la falta de sueño, los cólicos, la culpa, las críticas…etc.
Según van creciendo las criaturitas, hay muchas cosas que mejoran e incluso desaparecen (y se olvidan, de ahí que muchos repitamos), pero surgen otras. No sé si son peores, pero desde luego que son mucho más frustrantes.
Se supone que el difícil ahora tendría que ser el pequeño, que no anda, no juega, duerme mal, se enfada y llora por cualquier cosa (por no dejarle meter los dedos en un enchufe, por ejemplo), pesa, no se deja vestir, ni cambiar…etc.
Y hasta cierto punto lo es. Es agotador. Pero agotador físicamente.
El mayor, con sus 4 añazos, hablando por los codos, capaz de unos razonamientos que me dejan boquiabierta, que se viste y desviste solo, no usa pañal, sabe decir cómo y dónde le duele, ponerse el cinturón y demás habilidades, tendría que ser, en teoría, mucho más fácil. En teoría tendríamos que estar disfrutándonos mucho más.
Digo en teoría, porque en la práctica, ahora mismo, me ha hecho descubrir algo muy doloroso: lo poco agradecida que es (y seguirá siendo) la maternidad.
El fin de semana pasado fue su esperadísimo 4º cumpleaños. Esperadísimo por él y, cómo no, esperadísimo por mí.
Obviando el hecho de que hacer en 7 días 3 veces su comida favorita, 4 tartas y 24 muffins (con la ayuda, en alguna de las ocasiones, de los polvos mágicos del Dr. Oetker, el mejor amigo de cualquier Rabenmutter), pensado, buscado y rebuscado regalos adecuados para posteriormente envolverlos con mimo, preparar un Kaffee und Kuchen para 12 familiares un domingo, una fiesta infantil ayer (con invitaciones, globitos, bolsitas de recuerdo, juegos, padres que deciden quedarse y a los que hay que atender…) y demás parafernalia cumpleañil estresante, agota (y así estoy), pero lo que me duele ahora es estar bastante decepcionada.
Todo ha salido muy bien y todo el mundo ha disfrutado mucho. El niño el que más. Pero conseguir que disfrutase ha sido una tarea a ratos angustiante, a ratos frustrante y a ratos muy cabreante.
Que se te tire al suelo y empiece a patalear con 2 años porque no le compras el huevo Kinder que está estratégicamente situado en la caja del supermercado (esto debería estar prohibido, por cierto) desespera, pero que con 4 años, su “arma” sea el desprecio más absoluto, duele.
No pretendo que me dé las gracias. Esto sería injusto y haría que el regalar perdiera sentido. Verle disfrutar me basta y me sobra.
Lo que no puedo soportar es que, cuando esta última semana se ha puesto de morros por cualquier tontería (y digo cualquier tontería, porque van desde lavarse los dientes a no poder comerse unas galletas justo antes de cenar), su “pataleta” ha consistido en no querer que fuese su cumpleaños, intentar romper algún regalo “porque ya no me gusta”, no querer celebrar la fiesta…etc. Y todo esto sin haber usado su cumpleaños ni nada relacionado con él como amenaza/premio/castigo en ningún momento.
Ha habido situaciones en las que me ha cabreado tantísimo, que he estado a punto de anular la fiesta o no hacer los muffins para la guardería. Incluso de tirar el regalo maltratado a la basura. Cabreada pero fría como un témpano y con métodos a lo Supernanny (“si no te gusta el regalo no pasa nada, se tira a la basura y punto”).
Por supuesto, no lo he hecho. No he sido nada coherente: me he arrastrado y armado de paciencia para ignorar esos desprecios y mimarle como sé que quería ser mimado por su cumpleaños. Y lo ha disfrutado, sí, pero a mí me ha hecho daño.
Mis padres ya me han dicho que me prepare, que esto es sólo el principio, que en la adolescencia es todavía peor. Yo me acuerdo de mi terrible adolescencia y comprendo ahora lo mal que lo han tenido que pasar ellos por cosas como estas (no en vano se dice que aprendemos a ser buenos hijos cuando somos padres).
Y me da una rabia tremenda, cuando no oigo más que hablar de las necesidades de los niños, de sus sentimientos y, sobre todo, de la culpa por todo que tenemos los padres, que no nos entregamos lo suficiente, que no les escuchamos y que nos empeñamos en adaptarles a nuestro ritmo de vida, que se haga silencio sobre lo tremendamente desagradecida que puede resultar en ocasiones la maternidad, del daño que te pueden hacer tus propios hijos (porque sí, los padres también tenemos sentimientos). Y de lo injusto que es.