Revista Cultura y Ocio

La casa de Bécquer

Publicado el 14 noviembre 2011 por Agora

En este texto se trata de afrontar la lectura de Bécquer desde una perspectiva lateral, entreabro la puerta de su casa y contemplo el interior, o lo que es lo mismo, la cotidianidad que recoge en sus poemas, centrándome en el espacio que parece va a desplazar la temporalidad.

El tiempo es propiedad de los dioses, mientras que, el espacio, nos aproxima a los hombres. El hombre del XIX concluye la exploración del planeta, se convierte en el habitante de la ciudad, y al mismo tiempo encuentra el paisaje. La Institución Libre de Enseñanza llevará a sus alumnos a la catedral o al campo, y los presenta como si se tratase de libros, cuya lectura es imprescindible para conocer el mundo.


La casa de Bécquer

Casa natal de Bécquer en Sevilla, calle conde de Barajas

Cuando Baudelaire pasea por París, sin un propósito determinado, encuentra sobre los adoquines de sus calles el poema en prosa. Entre tanto, Bécquer da con el espacio de la casa donde sitúa unos sentimientos que, hasta sus Rimas, sólo aparecían proyectados sobre una a menudo indefinida naturaleza, ya fuese jardín, bosque, mar, acantilado, arroyo, lluvia o nieve.

El descubrimiento de la casa, como lugar donde reside la independencia y la libertad del hombre del siglo XIX, aparece prefigurado en el capítulo primero, artículo cuarto de la Constitución Política de la Monarquía española, Cádiz, 1812, inspirada en la vecina Francia, dice así: La Nación está obligada a conservar y proteger por leyes sabias y justas la libertad civil, la propiedad y los demás derechos legítimos de todos los individuos que la componen.

La casa, clase media, se constituye como estado de privacidad defendido por ley, de ahí que pase a ser el correlato objetivo del cuerpo humano. Este hecho probablemente no es nuevo, y quizá todo hombre ha sentido que, cuando se cierra la puerta, se establece una diferencia con el resto, en tanto que no es prolongación de nuestro propio estar en el mundo. Si ahora colocamos a un lado los elementos de la casa y a otro las distintas partes que constituyen el cuerpo humano, podríamos establecer que las ventanas y balcones se identifiquen con los ojos, la puerta con la boca, la cocina con el estómago, y así podríamos continuar con estas correspondencias hasta completar los diferentes cuartos y funciones.


Pero, para que se convierta en elemento poético, debe alcanzar la categoría de símbolo y gran parte de este proceso corresponde a Bécquer.

La atención al espacio de Bécquer quizá proviene de la familiaridad con la pintura, su práctica del dibujo, la elección del lugar para obtener la perspectiva adecuada, el encuentro con lo pintoresco, la descripción de los elementos arquitectónicos.

El reconocimiento del espacio como componente sentimental irá paralelo a los movimientos deslocalizadores propios de la sociedad industrial, convulsión a la que España no es del todo ajena, recuérdese también el ferrocarril, naturalmente con el retraso debido.

Madrid no es la gran ciudad que será después, pero quizá es la más grande. Se echa de menos aquello que se ha perdido, y se tiene conciencia de esa desaparición cuando los hábitos en los que hemos sido educados, son sustituidos por otros.

Acudamos a los costumbristas, atentos siempre a los cambios sociológicos, y echemos una mirada al artículo de Larra, “Las casas nuevas”: “Dirigímosnos pues a ver las casas nuevas; esas que surgen de la noche a la mañana por todas las calles de Madrid; esas que tienen más balcones que ladrillos y más pisos que balcones; esas por medio de las cuales se agrupa la población de esta coronada villa, se apiña, se sobrepone y se aleja de Madrid, no por las puertas, sino por arriba, como se marcha el chocolate de una chocolatera olvidada sobre las brasas. La población que se va colocando sobre los límites que encerraron a nuestros abuelos, me hace el efecto del helado que se eleva fuera de la copa de los sorbetes. El caso es el mismo: la copa es pequeña y el contenido mucho”.

El protagonismo de la casa es paralelo al que la ciudad va a alcanzar en ese tiempo. La calle y la plaza pasan a ser la expresión del sentir popular, así se manifiesta en las turbulencias sociales y políticas que tanto abundan en el XIX y que, de la mano de Haussmann, llevarán a plantear una transformación definitiva en la ciudad modelo por excelencia, que es París, tras la eliminación de calles estrechas, barrios faltos de higiene y de luz. Reforma con función policial que facilitará el mantenimiento del orden público.

Con Galdós recorreremos ese Madrid del XIX, sus calles, sus tiendas, en el interior de sus casas abundarán salones y cocinas. A menudo se ofrecen con el marco ovalado que semeja esas ventanas, que dieron luz a lo que fueron oscuras escaleras, y aparecen las distintas clases sociales que, en diferentes niveles, conviven como vecinos. Sabremos de los acontecimientos históricos por lo que pasa en la calle.

Cuando aún no ha comenzado el siglo XX, se escribe Granada la bella, obra de Ángel Ganivet, quizá uno de los primeros tratados de urbanismo español.

El espacio doméstico ciudadano proporciona una intimidad, en la que hemos de bajar el tono de voz que antes, en el espacio rural, exigía el grito; esta nueva manera queda claramente expuesta en el poema prólogo, I (11), con el que se abre el Libro de losGorriones, de Bécquer: “Pero en vano es luchar; que no hay cifra/ capaz de encerrarle, y apenas ¡oh hermosa!/ si teniendo en mis manos las tuyas/ podría al oído, cantártelo a solas”.

La distancia corta que exige el diálogo, aquí enfatizada porque son amantes, marcará el tono de todo el poemario. Se trata de un diálogo secreto, apenas susurro, que sucede en la intimidad, diálogo que exige la presencia y el presente de los interlocutores, lo que contribuye a esa impresión de instante que observamos en sus versos.

Recordemos la rima VII (13): “Del salón en el ángulo oscuro, / de su dueño tal vez olvidada, / silenciosa y cubierta de polvo, / veíase el arpa”.

Ocurre en ese ángulo del salón donde reposan las cosas olvidadas, podría haber situado el arpa en el desván, pero quizá nos inclinaría a considerarla como trasto inútil, arrumbada en un lugar sin destino. Bécquer en estos primeros versos mantiene una llama de esperanza, que reside en el objeto mismo, ya que si se trata de un instrumento musical, siempre podrá producir esas notas que ahora laten en sus cuerdas. Es curioso que el rincón donde está depositada el arpa sea oscuro, ¿qué significa esta falta de luz? La luz del XVIII se refería al conocimiento, oscuridad era ignorancia, oscurantismo, sin embargo aquí corresponde a un espacio real, cono de sombra semejante al olvido, esa invisibilidad donde la costumbre coloca los objetos de la casa que ya no se usan y los convierte en meras esculturas. Existe una posibilidad en la mano de nieve, mano femenina, capaz de despertar aquellos sentimientos que la rutina mantiene adormecidos.

Los ojos, metonimia por la amada, que descubre en todo lo que ve, también están presentes en la alcoba, rima XIV (72): “De mi alcoba en el ángulo los miro/ desasidos fantásticos lucir:/ cuando duermo los siento que se ciernen/de par en par abiertos sobre mí”.

Ocupan ese mismo ángulo de la habitación donde tiene lugar el sueño, también las pesadillas. Permanecen en un rincón de sombra que acentúa su presencia. Representan el enigma que es el otro por quien se siente atraído, aunque desconoce adónde le llevará. La seguridad que produce la casa y el dormitorio como lugar de intimidad, se vuelve vulnerable ahora por la presencia de estos ojos.

En la casa, el jardín es sustituido por la maceta, y éstas ocupan los balcones, que alegran, tanto la calle como la vista del que la contempla, probablemente a través de un espejo espía, o tras las mismas plantas que cuida con sus manos, mientras permanece sentada practicando alguna labor propia de su sexo. La rima XVI (43) da cuenta de ese espacio: “Si al mecer las azules campanillas / de tu balcón/ crees que suspirando pasa el viento/ murmurador, / sabe que oculto entre las verdes hojas/ suspiro yo”.

La voz de la naturaleza en forma de leve brisa que mece las campanillas, presencia minúscula en la maceta, no es sino el testimonio del amante.

La casa del XIX dispone a veces de salón de baile, así se recoge en la rima XVIII (6): “Fatigada del baile, / encendido el color, breve el aliento, / apoyada en mi brazo/ del salón se detuvo en un extremo”

Se trata del mismo salón, quizá del mismo ángulo, ahora extremo, estampa de época en la que la pálida mujer, ya no romántica, muestra ahora sus mejillas encendidas, ¿por qué?, sin duda se debe al ejercicio del baile, pero no descartemos la emoción que le produce su pareja.

Entre las rimas algunas se dedican a la mujer dormida, la rima XXVII (63), canción de alba, contrasta vigilia y sueño, el poema nos sitúa de nuevo en el dormitorio y, mientras ella duerme, él vela, sus últimos versos dicen así: “Sobre el corazón la mano/ he puesto porque no suene/ su latido, y de la noche/ turbe la calma solemne./ De tu balcón las persianas/ cerré ya porque no entre/ el resplandor enojoso/ de la aurora y te despierte./ ¡Duerme!”.

El espacio, ahora, rima XL (66), se convierte en el escenario del desengaño, el paraje, la luna, los olmos, el pórtico nos trasladan a una casa de campo, donde al parecer han residido varias temporadas, probablemente felices, pero ahora rota la armonía, casa frente a rostro, contrasta la serenidad del lugar, a modo de escenario, con la máscara en la que se ha convertido la amada: “¡Discreta y casta luna, / copudos y altos olmos, / paredes de su casa, / umbrales de su pórtico, / callad, y que el secreto/ no salga de vosotros!/ Callad; que por mi parte/ yo lo he olvidado todo:/ y ella…,ella, ¡no hay máscara/ semejante a su rostro!”.

Desengaño que lo arroja a la intemperie, la calle, y convierte a la casa en el muro donde se apoya al conocer la noticia, rima XLII (16): “Cuando me lo contaron sentí el frío/ de una hoja de acero en las entrañas, / me apoye contra el muro, y un instante/ la conciencia perdí de donde estaba”.


De nuevo recuperamos el espacio interior de la casa, y se completa la estampa del vencido, al que el desengaño amoroso sume en la perplejidad y la tristeza, rima XLIII (34):

Dejé la luz a un lado y en el borde/ de la revuelta cama me senté, / mudo, sombrío, la pupila inmóvil/ clavada en la pared./ ¿Qué tiempo estuve así? No sé: al dejarme/ la embriaguez horrible del dolor, / expiraba la luz y en mis balcones/ reía el sol”.

El paisaje urbano se corresponde con el estado de ánimo, se trata del encuentro con cierto escudo, rima XLV (3), en el que se representa una mano que sostiene un corazón. La visión amarga que resulta de su desengaño, la reconoce en el emblema que la pareja ha descubierto en la plaza, mientras deambulaba por la ciudad: “¡Ay! es verdad lo que me dijo entonces:/ Verdad que el corazón/ lo llevará en la mano…en cualquier parte…/ pero en el pecho no”.

La ciudad hace posible encuentros que, aunque se disfracen de azar o providencia, no son otra cosa que resultado de un cálculo de probabilidades, aquí la ciudad se presenta como el mundo, rima XLIX (14): “Alguna vez la encuentro por el mundo/ y pasa junto a mí,/ y pasa sonriéndose y yo digo/ ¿Cómo puede reír?/ Luego asoma a mi labio otra sonrisa/ máscara del dolor,/ y entonces pienso: -Acaso ella se ríe, / como me río yo”.

El agricultor vive sometido al ritmo estacional, que le permite sembrar, ver crecer, recolectar, atento a la flor que acabará en fruta, al clima y la lluvia. La ciudad, ajena a esta servidumbre, atiende sólo al frío o al calor, que modificará los lugares del paseo y la vesti-menta de los transeúntes, sin embargo, aun están presentes las golondrinas que siempre vuelven, o esas plantas que también anuncian la primavera, y que todos pueden contemplar en los balcones, rima LIII (38): “Volverán las oscuras golondrinas/ en tu balcón sus nidos a colgar, / y otra vez con el ala a sus cristales/ jugando llamarán”.

A continuación relata una escena a la que los pintores de temática académico histórica suelen prestar atención, sin embargo ocurre en una de las piezas de la casa, el dormitorio, donde han desaparecido todos los elementos ornamentales propios de la decoración palaciega, se ha esencializado el momento, rima LXI (45): “Al ver mis horas de fiebre/ e insomnio lentas pasar, / a la orilla de mi lecho, / ¿quién se sentará?”

La ciudad superpoblada se convierte en el lugar de la soledad, los otros no son compañía, sino masa indiferenciada, rima LXV (47): “¿Estaba en un desierto? Aunque a mi oído/ de las turbas llegaba el ronco hervir, / yo era huérfano y pobre…¡El mundo estaba/ desierto…para mí!”

Toda ciudad posee ahora, desde hace unos años, otra paralela, el cementerio, en donde reposan los que se han ido, con un diseño muy semejante al que impera en los años de su construcción. Los enterramientos se alejan del núcleo urbano, proyecto de Carlos III y José Bonaparte que, definitivamente en Madrid, por Real Orden del 28 de agosto de 1850, trasladan a las afueras, de ahí que en este poema, rima LXVII (18) rechace Bécquer la normativa municipal: “En donde esté una piedra solitaria/ sin inscripción alguna, /donde habite el olvido/ allí estará mi tumba”. Repulsión confirmada ampliamente en su libro Desde mi celda, carta III.

La almohada, por sinécdoque, representa el dormitorio, donde suceden los sueños buenos y los malos, rima LXVIII (61): “Noté al incorporarme/ húmeda la almohada/ y por primera vez sentí, al notarlo, / de un amargo placer henchirse el alma”

No podía faltar la presencia del templo gótico, testimonio de época, y esas sensaciones propias de la noche y su soledad, rima LXX (59): “En las noches de invierno, si un medroso/ por la desierta plaza/ se atrevía a cruzar, al divisarme/ el paso aceleraba”

El romancillo de la rima LXXIII (71) relata paso a paso el entierro de una niña y muestra el escenario en el que sucede, la alcoba, la salida de la casa hasta el templo, el toque de Ánimas, las puertas que gimen, el sonido del péndulo, el chisporroteo de los cirios, la piqueta del sepulturero. Datos que acompañan al rito funerario.

La última estrofa de la rima LXXV (23), muestra la alienación a la que aboca la vida en la ciudad, advierte de una situación en la que han desaparecido los vínculos afectivos, en donde el otro depende de los intereses, que conforman su actitud variable: “Yo no sé si ese mundo de visiones/ vive fuera o dentro de nosotros:/ pero sé que conozco a mucha gente/ a quienes no conozco”


(El presente artículo, publicado en el nº 24 de nuestra revista, incluye unas ilustraciones del autor del artículo que podéis ver pinchando AQUÍ).

José Luis Martínez Valero

P.S. Olvidaba decirles que la casa Bécquer se encuentra en Madrid, calle Claudio Coello. En ella una lápida recuerda que: En esta casa murió Gustavo Adolfo Bécquer, el poeta del amor y del dolor.


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