Tardé unos segundos en acostumbrarme a la luz. Los sentidos me funcionaban con cierto retardo. Como un jet lag producido por el vuelo transoceánico, en esta ocasión el que me llevó desde el último bar, hasta los abismos profundos de una habitación de hotel . A primera vista estaba solo, nadie me acompañaba en la cama, pero las sábanas y el almohadón guardaban la tibieza y las formas de buena compañía. Así que espabilé las neuronas anestesiadas por el alcohol, forcé la máquina y por fin logré recordar el final de la noche. Y el final de la noche se llamaba Marina. Era la única pista que me había dejado. O tal vez no, todavía no lo sabía. Me volví a dormir, hasta que la tiranía del sol de mediodía me empujó fuera de la cama.Poco a poco me incorporé a la realidad vertical, y en apoyar los pies en el suelo me cogieron por sorpresa. Eran dos stilletos de 12 centímetros que aparecieron desmayados sobre la alfombra, al pie de la cama. Los cogí del suelo. Tres tiras de piel de pecarí se unían a una pulsera de cristales Swarovski. Desde luego no era un zapato cualquiera. La chica tampoco.
Miré por toda la habitación y comprobé que estaba solo. Ni ella estaba , ni su ropa, ni tampoco su bolsa de viaje. En recepción me confirmaron su huida. Era la primera vez que no era yo el que salía huyendo de una habitación desconocida. Una sorpresa que me hizo pensar que la edad me estaba haciendo bajar la guardia. Volví a coger los stilletos. Ver la vida desde allí arriba debía dar vértigo. Y el vértigo tiene esa enfermiza atracción que a algunos nos hace perder la razón. Por eso sólo, ya sabía que había decidido buscar a su dueña. Salí del hotel con los dos zapatos en la mano, dispuesto a encontrar mi particular Cenicienta. Empecé evidentemente por la única pista que tenia: los zapatos. La talla , un 39, la marca, sólo un nombre desconocido para mi : Olivia Palmer. Y aquí es donde bendije el invento de la red de redes. Internet desplegó delante de mi una página con nueve entradas que respondían a ese nombre. Sólo cuatro me remitían a una de las líneas de diseño de una fábrica de zapatos de Elda, en Alicante. Mis investigaciones acababan de empezar, pero yo tenia la corazonada de que esas sandalias me guiarían paso a paso hasta Marina. Eran ya las tres de la tarde y mi estomago reclamaba atenciones. Decidí bajar a comer y dejar por un momento el papel de Mr. Sandalia, detective privado. La comida me vendría bien, pensé que podría relajarme un poco y olvidarme del asunto, pero fue imposible. La cabeza pocas veces responde a las órdenes recibidas como tú esperas. Al volver al despacho llamé a tres teléfonos de servicios de información. En uno de ellos me dieron el teléfono de la fabrica de Elda . Llamé sin pensar y pedí hablar con el gerente. La mentira piadosa que me inventé funcionó, si hubiera contado la verdad me hubieran tachado de loco y el resultado no hubiera sido el esperado. Pero había funcionado el plan a la perfección. Tenía delante de mi el listado de las boutiques donde podía encontrar esos mismos zapatos. Me enfrentaba a una misión imposible, veintitrés establecimientos repartidos por toda España. Me flaqueaban las fuerzas y ví por primera vez que estaba delante de un quiero y no puedo. Analicé la situación. Marina era un capricho. Tenía que dejar de pensar en ella, porque la realidad era que no iba a volverla a ver.Volví a casa. Necesitaba una ducha, un güisqui y algo de conversación en ese mismo orden. Mientras llenaba la bañera , telefoneé a Juan y quedé para tomar unas cervezas a las diez. Relajado, perfumado y con el animo templado por los cuarenta y tres grados del destilado de malta, me senté en el sofá un rato. Tardé dos segundos en notar su altiva presencia. Estaban delante de mi, encima de la mesa. Juntos, erguidos y desafiantes, los stilletos parecían advertirme que la historia no podía acabar, que estaban allí para recordármelo. Me enfrenté a la situación una vez más. Desplegué como un estratega los datos, los hechos y el objetivo. El resultado de tanta reflexión no era otro que una obsesión. ¿O eran dos , las obsesiones? Lo que estaba claro era que un objeto inanimado, que a su vez pertenecía a una persona de la que sólo sabía su nombre, se había convertido en mi razón de ser. Todavía no habían pasado veinticuatro horas de mi encuentro con Marina, pero sabia que debía de dejarlo ya. Era lo que pensaba cuando la cordura regresaba a mi cabeza, como un Pepito Grillo con ganas de apuntase un tanto de ventaja. Quedé con Juan para olvidarme de esta historia, pero no había pasado diez minutos cuando ya le había hecho participe de mis desventuras con un fantasma calzado con sandalias de tacón. Juan no daba crédito a lo que estaba escuchando. Sabia que no iba a tardar en oír su discurso preferido. Los cuarenta años, sentar cabeza, y las maravillas de su matrimonio eran las líneas arguméntales básicas de Juan. Para él yo era poco más que un Fernando Esteso reconvertido por las nuevas tecnologías y el traje de lana fría. Y Marina y sus sandalias eran otra de mis obsesiones temporales que abandonaría a mucho tardar en la primera barra de bar del próximo fin de semana. Pero esta vez Juan no acertó su pronóstico de doctorcito especializado en penas de solterones. Estaba tocado. La atracción hacia esos zapatos iba creciendo y su magnetismo quedaba fuera de mi control. Creo que ya no me conformaba con verlos. Necesitaba más, mucho más. Lo supe cuando me descubrí delante del espejo de la habitación. La imagen devuelta era la de un cuerdo a punto de dejar de serlo. Eso sí, sin pantalón y con las sandalias puestas. Segundos antes había corrido las cortinas de forma inconsciente , sabedor de que iba a cometer pecado. De pie, posando como un improvisado modelo, miraba fijamente el diámetro de mis tobillos. Estaba claro que no era yo la Cenicienta. La anchura de mis piernas no me permitía abrochar la pulsera y el meñique desobedecía al control de las tiras de pecarí. Entre cómica y absurda, la situación se desbordó unos segundos después. Poco habituado a las alturas y con el puente de mis pies forzado hasta el contorsionismo, tropecé con la alfombra y caí al otro extremo del pasillo. La tragedia solo acababa de empezar. Mi peso y la brusquedad del tropezón, habían logrado descoser las tiras de la suela del zapato izquierdo.
Con las sandalias ultrajadas en la mano, sin pantalones y derrotado por el fracaso de no haber encontrado a su dueña, me senté en el sofá, en el mismo instante en el que sonaba el teléfono. Marina estaba al otro lado de la línea. Dar conmigo lo le había supuesto ningún esfuerzo. ¡ Estúpido de mi! Era yo mismo el que le había dado la tarjeta de visita que ahora ella sostenía en la mano. Su voz me devolvió la cordura, su pregunta me bajó a los infiernos. Su única preocupación y la razón de su llamada era saber si yo tenía sus malditos stilletos. Importa este contenido