La editorial Almuzara edita La Ciudad de los Demonios de Montserrat Rico Góngora, volumen ganador del Premio Albert Jovell de Novela Histórica 2016.
La ciudad de los demonios
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Ricardo Seixas recibe en Oporto una misteriosa carta en la que el doctor Bohígas lo cita en Barcelona, donde aún no ha sido sofocada la epidemia de posesos y proliferan los disturbios sociales. Cuando acude a saludar a mossén Cinto Verdaguer, el célebre escritor y sacerdote, a la iglesia de Belén de la Rambla —sin sospechar que a esas horas ya agoniza en Vila Joana—, la sacristía acaba de ser asaltada. Convertido en blanco de las sospechas policiales, Seixas habrá de improvisar su propia justicia al socaire de los acontecimientos y reencontrará de manera inesperada el amor perdido y algo de lo que, sin saberlo, dejó en la ciudad.
En la segunda mitad del siglo XIX, el progreso científico y tecnológico, herencia del racionalismo ilustrado, fue incapaz de desprenderse del lastre de la superchería. Al poeta y clérigo Jacinto Verdaguer se le tildó de loco, pero en su locura fluía la lucidez con la que supo depurar como nadie la lengua materna hasta convertirla en el idioma que elevó a las más altas cimas. El insigne autor, inmortalizado en el recuerdo de muchos apenas en un billete azul de quinientas pesetas, creyó ser víctima de una persecución diabólica. Al margen de cualquier juicio acerca de su salud mental, parece indudable por los testimonios del tercer marqués de Comillas que algún fenómeno extraordinario y sobrenatural tuvo lugar en la cámara que, en el palacio de la Puertaferrisa, su tío le había asignado.
Videntes y espiritistas rodearon al poeta, exorcista y limosnero —la caridad era el único paliativo a la falta de derechos sociales—, en la misma época que recrea con notable rigor histórico La Ciudad de los Demonios. Una memorable novela que nos descubre también la labor del Instituto Microbiológico de Barcelona, el complejo desarrollo de la medicina y los grandes escollos que tuvo que salvar la ciencia en una era en la que el engaño y la superstición campaban por sus respetos.