II
Hoy, al entrar en la ciudad (hoy Granada), vi extensiones enormes de bloques vacíos, expuestos al desorden y a la soledad. No hay nadie que los observe. Nadie se fija en ellos. Cuanto más grandes son, menos atención se les da. No sabemos si tuvieron inquilinos o nadie los habitó. Si alguien pensó en cómo amueblarlos e imprimirles vida. Todos ocupan ahora un lugar infame en la historia del progreso. No hubo dinero con el que acabarlos o la sinrazón o las corrupciones (vaya usted a saber) se desentendió de ellos y no les dio carta de habitabilidad, ni luz, ni agua. A veces los toman los que no tienen techo en propiedad. No sé cabalmente qué pensar sobre los okupas. Por un lado tengo muy claro que están cometiendo una ilegalidad o que están delinquiendo. Por otra quizá procedan como lo hacen porque los demás, los que construyen, los que levantan las ciudades, han perdido la cabeza y ellos, los pobres, aprovechan la poca cordura que queda en pie. Otro asunto es el de colarse en las casas cerradas, en las que tienen el pestillo echado, las que se podrán habitar o alquilar o lo que le venga en gana al legítimo dueño, pero también esas piden afecto, hablan a su manera. No hay libros en sus baldas o no hay baldas. Las camas dispuestas en los dormitorios no sirven para que se duerma o se ame en ellas. Dejarlas fue un acto de amor. Los que las habitaban retiraron todo lo que delatara alguna evidencia de sus vidas. Que fuese cualquier cosa, pero una casa. No hasta que tuviese un nuevo inquilino y la tratase con esmero.