En aquella ciudad fantasma reinaba un fuerte, único olor: el incienso. Los supervivientes vivían en aroma de sacristía.
Todo había sido inmatriculado. El laberinto de sus calles milenarias había sido sellado por el pergamino de la “innombrable”. Los fugitivos habían huido dejando sus casas y propiedades con las puertas abiertas. Los palacios, las mansiones señoriales, las cafeterías, los baños, las pastelerías… habían pasado a ser escrituradas a favor del Gobierno de los Canónigos.
El viento había derribado los anaqueles de algunas viejas tabernas, cuyo líquido contenido había sido expropiado y libado en aquelarre para la Santa Misión. Los patios, floridos en sus macetas de fiesta, estaban poseídos por la oración reglamentaria. Desde el patio de los naranjos de nereidas de azahar salía cada mañana la stasi clerical, el incansable dedo, que revisaba sus inmensos bienes registrados y hurgaba minuciosamente en alguno que se le hubiera escapado al celo de los deanes.
Ni los perros, exorcizados, transitaban por las calles. Bajo el polvo que se iba acumulando en las infinitas posesiones de plazas, mercados, pocitos, triunfos… otrora públicos, crecían altares, cruces de hierro y penitenciales, imágenes horrorosas de cristos martirizados y vírgenes en su lento carro de bueyes rojos.
Los habitantes, deambulaban, sonámbulos o fugitivos, por las aceras llenas de derretida cera, restos de autos de fe carbonaria y piras inquisitoriales. Los capelos se reflejaban en las esferas de todos los relojes desteñidos y al final de cada jornada una muchedumbre de rezos repetía la imagen fija de los sucesivos espacios: un obispo, con cara de campesino aragonés, que había iniciado la antigua cruzada expoliativa.
Las leyendas decían que el camino de aquella “salvación” se inició en una antigua mezquita, que se inmatriculó a escondidas, se convirtió por la fuerza del engaño y de la fe redentora en la Santa Iglesia Catedral y que se extendió en infinitos círculos concéntricos, como un Dante sin Beatriz, por la ciudad votiva, en el frio invierno de las sotanas.
Cayeron plazas, cajas de ahorro, las flores de mayo, los vientos del bosque, los capiteles de las esquinas, la sangre de las venas… todos inmatriculados para y por la tiranía cabildo-catedralicia.
La sequía de la ciudad iglesia, fanatizada por pícaros, místicos de la cuenta corriente, melones clericales e higos chumbos con rosario era en realidad la esencia misma de la peste.
Negra. Ite, missa est.
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