El vergonzoso espectáculo ofrecido los últimos días por la clase política española sin excepción (diestra y siniestra o hunos y otros, que diría el gran don Miguel de Unamuno) demuestra hasta qué punto los políticos han degenerado en una casta privilegiada totalmente ajena a los intereses y necesidades del común de los mortales. De cara a la galería se lanzan dardos, dagas florentinas, puyas, insultos más o menos zafios en función del nivel intelectual (en general bastante escaso) del emisor, pero a la hora de defender los intereses de la casta, todo es acuerdo y unanimidad. Es decir, se trata de crear en la masa de los ciudadanos una apariencia de división, de
discrepancia, de rivalidad, cuando en líneas generales todos están de acuerdo y el más mínimo ataque a los privilegios del clan (léase subvenciones a partidos, sindicatos, organizaciones empresariales; beneficios y prebendas de que goza dicha élite) todos entonan el Fuenteovejuna para lanzarse a la yugular de quien osa poner en peligro las sustanciosas viandas que otorga el poder.
Ahora bien, si de algo han servido los lamentables sucesos de los últimos días es para resucitar el derecho penal de autor o, mejor digamos, el derecho penal de la víctima. Porque si hay algo reprobable y que debe ser objeto de la más severa reprensión es la descalificación del adversario por cualquier motivo (ya sea éste ideológico o por circunstancias ajenas al ideario del rival). En efecto, se puede debatir, discrepar e incluso mantener enfrentamientos dialécticos muy duros sin faltar por ello a las más elementales normas del respeto, la ética o el decoro; pero cuando las expresiones se deslizan hacia campos ajenos al de las ideas, sino al del aspecto físico del rival, mal vamos, y más aún cuando quien se lanza por tal pendiente carece de la agudeza, el sarcasmo, la ironía o la inteligencia de figuras de antaño como Quevedo, Góngora o Villamediana (por citar ejemplos de nuestra época más brillante intelectualmente, la del Siglo de Oro). Mas lo que me ha llamado poderosamente la atención es que el insulto, el abucheo no es objeto de crítica en sí, sino en función de quién lo emite o en función de para quién se destina.
Sostener que la referencia a las partes faciales de cierta política es una actitud intolerable es absolutamente cierto; pero cuando las mismas personas que critican ese comportamiento incurren en el mismo y se amparan en la libertad de expresión el crítico pasa de tener la razón a ser un hipócrita. Y en los últimos días hemos visto que nuestra clase política (en el poder y en la oposición) si de algo está sobrada es de hipócritas.
Por cierto, la mejor y más severa crítica a la ministra aludida por el alcalde de Valladolid la hizo ayer Alejo Vidal Quadras quien, sin faltar en absoluto a la persona ni a la política, la fulminó de lleno. Decía don Alejo que las palabras del alcalde de Valladolid, señor De la Riva, fueron muy desafortunadas porque en el debate político el aspecto físico no existe, sino que lo que ha de ser objeto de crítica es la idea, la actuación política. Y en cuanto a la recién nombrada ministra de sanidad, manifestaba que no había que criticarla en absoluto, sino todo lo contrario, dejarla que se manifieste abierta y libremente en la plenitud de sus dotes oratorias. ¡Chapeau, don Alejo!
Fuente: M. de V.